Superpotencia en el limbo
Estados Unidos ya no es la obra maestra de relojería política en que se inspiraron generaciones de constitucionalistas latinoamericanos, entre ellos Juan Bautista Alberdi. Si bien los padres fundadores norteamericanos entendían que de vez en cuando la Casa Blanca estaría ocupada por personajes mediocres o malignos, de ahí todos aquellos frenos y equilibrios destinados a limitar su capacidad para provocar desastres, no habrán previsto una situación como la actual.
Para alarma de sus aliados y regocijo incrédulo de sus muchos enemigos, la superpotencia no está en condiciones de controlar las fuerzas que ella misma desató. En el exterior, los resueltos a luchar contra el imperialismo yanqui –que últimamente ha sido más cultural que militar porque Barack Obama entendió que sería mejor no procurar democratizar el planeta interviniendo en conflictos ajenos como hacía George W. Bush– están aprovechando lo que ven como una oportunidad acaso única para frenarlo; fronteras adentro, cambios económicos y sociales impulsados por la revolución tecnológica que comenzó en California han dinamitado el panorama político tradicional.
A menos que ocurra algo raro en las próximas semanas, el 8 de noviembre los ciudadanos del país que sigue siendo, por lejos, el más poderoso del mundo, tendrán que optar entre el magnate inmobiliario Donald Trump y Hillary Clinton o, en el caso de que la mala salud de la esposa de Bill la obligue a abandonar su sueño presidencial, entre Trump y un sustituto elegido a último minuto por los operadores de la maquinaria demócrata. La aparición de un candidato nuevo o, de tratarse del vicepresidente Joe Biden como conjeturan algunos, de uno reciclado, podría ser la alternativa menos mala, ya que el mérito principal de Hillary consiste en no ser Trump. Trump
es un bocón ignorante, un populista xenófobo de instintos aislacionistas que sabe expresar el rencor que sienten millones de personas indignadas por lo que está sucediendo en su país y el mundo, pero todo hace pensar que Hillary es, como él dice, una mentirosa serial que, en palabras de quien fue el jefe de la campaña exitosa de Barack Obama, sufre de una “enfermiza tendencia al ocultamiento”. Para más señas, a través de los años ha protagonizado episodios escandalosos. Tales traspiés no la han perjudicado demasiado porque, gracias a Bill, los pesos pesados del Partido Demócrata han sido reacios a criticarla por entender que no sería de su interés colaborar así con sus adversarios republicanos, pero el consenso es que dista de ser una persona confiable.
Al enterarse de que Hillary acababa de desmayarse durante la conmemoración del atentado islamista contra Nueva York y Washington del 11 de septiembre de 2001 en que murieron más de tres mil personas, y que tendría que descansar por un rato porque tiene neumonía, Trump juró esperar “que se mejore” muy pronto para reanudar la campaña proselitista. Tanta caballerosidad de parte de un empresario que se ha acostumbrado a hablar pestes de sus adversarios puede entenderse; le conviene medirse con una señora que a su modo encarna los vicios de una clase política desprestigiada.
Por razones similares, a Hillary le conviene figurar como la única alternativa a un esperpento peligroso como Trump ya que, frente a un republicano menos extravagante, sus propias deficiencias podrían hundirla. Además de poner en riesgo la sacrosanta seguridad nacional estadounidense usando un servidor privado para enviar correos electrónicos oficiales, la entonces secretaria de Estado Hillary metió la pata cuando islamistas asesinaron al embajador norteamericano a Libia en Bengasi; trató de hacer creer que fue a causa de la difusión por internet de un video casero antimusulmán, de tal manera dando a entender que no se había sentido obligada a advertirle que sería una mala idea visitar un reducto yihadista notorio sin una escolta bien armada.
Aunque Estados Unidos cuenta con miles de hombres y mujeres que, conforme a las pautas habituales, son muchos más idóneos que el Donald y Hillary, por distintas razones pocos se sienten tentados a probar suerte en el rocambolesco mundillo político. Asimismo, el sistema presidencialista que adoptó Estados Unidos, para entonces exportarlo a América latina, no sólo carece de la flexibilidad del parlamentarismo que hace menos traumáticos los cambios de gobierno, sino que también brinda oportunidades a demagogos improvisados como Trump al ahorrarles la necesidad de conseguir la aprobación de congéneres políticos que, a diferencia de casi todos los votantes, los habrán conocido desde años y por lo tanto se habrán familiarizado con sus características menos atractivas. Por lo demás, en países presidencialistas, la falta de experiencia política puede considerarse una ventaja, sobre todo en etapas en que muchos quisieran ser gobernados por personas presuntamente no contaminadas por una actividad que suponen irremediablemente corrupta.
Trump ganó las primarias republicanas en contra de la voluntad manifiesta del establishment partidario que hubiera preferido verse representado por un candidato menos excéntrico que el multimillonario megalómano. Aunque Hillary sí disfruta del apoyo del grueso del aparato demócrata, muchos temen haber cometido un error al comprometerse con una aspirante presidencial que tiene muertos escondidos en el armario. Así y todo, por miedo a lo que podría significar para Estados Unidos, y el mundo, el eventual triunfo de Trump, se sienten constreñidos a respaldarla con fervor. En
el mundo moderno, la democracia es forzosamente representativa, pero en países como Estados Unidos, los torneos presidenciales la hacen casi directa; casi directa porque, a diferencia de lo que ocurre en la Argentina, el candidato con más votos populares puede perder en el colegio electoral. Trump está preparándose para dicha contingencia afirmando que podría ser víctima de un fraude perpetrado por la vieja guardia, tanto demócrata como republicana. De tal modo, presiona a los políticos del establishment diciéndoles que sus seguidores