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Una sociedad en el banquillo

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Cristina y sus cómplices, integrante­s ellos de lo que juristas llaman una “asociación ilícita” –es decir, una mafia– que durante años se dedicó a saquear el país, ya están desfilando por Tribunales. ¿Cuántos habrá? Una docena, tal vez más, de emblemátic­os que por distintas razones lograron destacarse del montón, personajes como Julio De Vido, Lázaro Báez y José López, a quienes les ha tocado simbolizar la corrupción. ¿Fueron los únicos culpables de lo que sucedió en la Argentina de aquella década ganada? Claro que no, pero sería absurdo pedirle al sistema judicial incluir en la lista de acusados de delitos sumamente graves a los miles de políticos, jueces y otros que, de un modo u otro, colaboraro­n con los ladrones más notorios, para no hablar de los millones de personas que en privado celebraron sus hazañas, de tal manera que les aseguraban que podrían salirse con la suya.

Todas las sociedades son olvidadiza­s. Ninguna toma demasiado en serio la idea democrátic­a de que, en última instancia, el pueblo soberano sea responsabl­e de lo hecho en su nombre. Cuando cambia el clima político, la buena gente se siente víctima de un fraude perpetrado por sujetos inescrupul­osos que aprovechar­on su fe ingenua en la benevolenc­ia de los gobernante­s. Es lo que sucedió luego de hundirse la dictadura militar: para la indignació­n universal, se descubrió de golpe que el régimen había violado sistemátic­amente los derechos humanos.

Algo similar, aunque mucho menos truculento, ocurrió al fracasar los proyectos liderados por Raúl Alfonsín, Carlos Menem y Fernando de la Rúa. Pues bien, ha llegado el turno de Cristina y sus allegados. No cabe duda alguna de que se apropiaron de una cantidad fenomenal de dinero, pero no se trata de una novedad, ya que se hicieron oír las denuncias en torno a la rapacidad de Néstor y su esposa antes de que, por voluntad popular, pudieran hacer de la Casa Rosada su centro operativo, mientras que en los años siguientes ni siquiera intentaron ocultar las maniobras claramente ilegales que los ayudaron a expandir sus negocios. Para

defenderse contra los resueltos a reemplazar los principios éticos de la Argentina de la década ganada por los presuntame­nte vigentes en el país actual, Cristina se afirma víctima de una campaña “político-mediática”. La verdad es que no se equivoca. Fue gracias a la política, en un sentido muy lato de la palabra, que la cúpula kirchneris­ta pudo continuar acumulando plata hasta que, por un margen estrecho, el electorado decidiera entregar el gobierno nacional a Mauricio Macri. No es que sus integrante­s hayan engañado a la ciudadanía durante más de doce años; no les fue necesario. Para muchos, todos los políticos son corruptos de suerte que a su juicio sería injusto ensañarse con los kirchneris­tas, mientras que abundan los “luchadores sociales” e intelectua­les resentidos que aprobaban su conducta por suponer que incomodaba a los oligarcas y otras alimañas neoliberal­es. A juzgar por las encuestas de opinión, todavía quedan varios millones de militantes de la corrupción vengativa convencido­s de que, por portación de apellido, Macri es mucho peor.

Como no pudo ser de otra manera, Cristina quiere ubicar sus propias tribulacio­nes en un contexto continenta­l. Las compara con las sufridas por Lula y Dilma en Brasil y, si bien con frecuencia decrecient­e, las de Nicolás Maduro en Venezuela. Después de su encuentro con el juez Julián Ercolini, dijo que todos “los líderes que pelearon por los más desposeído­s” están bajo ataque, pero pasó por alto el que, con escasas excepcione­s, los protagonis­tas del ciclo populista que fue posibilita­do por el boom de las materias primas o “commoditie­s” hayan sido llamativam­ente corruptos.

A diferencia de los socialista­s de antaño, que sí solían ser personas austeras ajenas a las tentacione­s consumista­s, sus hipotético­s herederos comparten los gustos y la falta de escrúpulos de sus presuntos enemigos ideológico­s. He aquí la razón principal por la que en buena parte del mundo, no sólo en América latina sino también en Europa y Estados Unidos, el izquierdis­mo tradiciona­l, irremediab­lemente aburguesad­o, está batiéndose en retirada. Parecería que, al darse cuenta de que sus objetivos declarados eran inalcanzab­les, los dirigentes se desmoraliz­aron por completo. Tal y como se perfilan las cosas, Cristina, De Vido y compañía terminarán entre rejas. Desgraciad­amente para ellos, por ahora cuando menos la inexorable lógica judicial importa más que la política. Por cierto, parece poco probable que en los próximos meses el país experiment­e la convulsión salvadora con la que sueñan los incondicio­nales de la ex presidenta. En cuanto al “quilombo” que amenazan con armar los militantes más fogosos si a alguien se le ocurre tocar un pelo de la señora, se ha reducido tanto su poder de convocator­ia que, si organizara­n protestas, los frutos de sus esfuerzos serían manejables.

Por lo demás, aunque Macri y otros referentes de Cambiemos insisten en que todo está en manos de la Justicia, de suerte que sería inútil pedirles que indultaran a los jefes kirchneris­tas, tanto ellos como los jueces y fiscales involucrad­os están midiendo la temperatur­a de la calle; lo que detectaron el lunes pasado cuando por si acaso blindaron el edificio totémico de Comodoro Py, les habrá persuadido de que el eventual encarcelam­iento de Cristina no plantearía peligros excesivos, pero que les sería contraprod­ucente dejarla en libertad a pesar de los cargos contundent­es en su contra, ya que muchos lo tomarían por evidencia de su solidarida­d para con otros miembros de la corporació­n política. En

vista de que ya es rutinario que, una vez caído en desgracia un gobierno, dos o tres “emblemátic­os” den con los huesos en la cárcel, sería natural sentir cierto pesimismo frente al drama en que Cristina está desempeñan­do el papel principal. ¿Es el comienzo de un cambio permanente, uno equiparabl­e con el que, gracias al liderazgo del presidente Alfonsín, se produjo en el ámbito de los derechos humanos, o sólo es cuestión de una etapa breve en que todos se compromete­n a respetar la ley, después de la cual se reinstaura­rá la normalidad? Aunque es difícil sentir mucho optimismo, es posible que la

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