FUEGOS ARTIFICIALES
Las pirotécnicas promesas de Donald J. Trump reconocen una paternidad política: el propio Partido Republicano. El magnate sólo le dio tono agresivo, desmesurado y extravagante a un programa radical alimentado desde usinas ultraconservadoras, como he descrito en mi libro “Historia Urgente de Estados Unidos”. Estamos ante la culminación de un proceso que inició el candidato Barry Goldwater en 1964 y –Ronald Reagan, mediante– terminó dando a luz al Tea Party en la última década.
Esa radicalización atrajo a sectores blancos medios y bajos descontentos, pero es liderada por minorías privilegiadas y reaccionarias que controlarán Congreso y se alistan para darle forma a un nuevo país. Y eso es más que Trump.
Trump no podrá sentarse y gobernar por decreto. Ordenará endurecer el ingreso de extranjeros o acelerar las deportaciones, pero los inmigrantes son millones y una mano de obra imprescindible. Se aliará con Rusia para liquidar al ISIS, pero el Congreso no le permitirá al nuevo presidente convertirse en otro Vladimir Putin.
Lo esencial de este cambio político es menos ruidoso y pasa por el Congreso. La mayoría republicana rebajará impuestos a los ricos; recortará programas sociales; afectará a las minorías; revisará acuerdos comerciales; introducirá un sistema de salud restrictivo; y, designará en la Corte Suprema a jueces conservadores que legitimen esas y otras reformas en cuestiones relevantes: inmigración, educación, género, aborto, religión y reglas electorales.
Para entonces, los fuegos artificiales de Trump se habrán apagado.