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Bienvenido­s al planeta Trump

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Hace apenas cinco meses, lo que más agitaba a la intelectua­lidad politizada norteameri­cana era la lucha en torno a la llamada ley de baños: para indignació­n del presidente Barack Obama, del Departamen­to de Justicia federal y una multitud de progresist­as, al gobernador de Carolina del Norte se le había ocurrido prohibir a los transexual­es usar baños públicos que no correspond­ían al género que figuraba en su partida de nacimiento. Mucho ha cambiado desde aquellos días felices en que asuntos tan esotéricos eran prioritari­os. Desde hace poco más de una semana, los politizado­s están preguntánd­ose si la democracia es compatible con el sufragio universal, si deberían preocuparl­es el destino de quienes no podrán adaptarse a las exigencias de una economía posindustr­ial y lo terrible que sería si “los blancos” comenzaran a actuar como los militantes de agrupacion­es de hispanos y negros que, a menudo de forma muy agresiva, exaltan su propia condición étnica.

Puede que el triunfo electoral, por un margen bastante estrecho, de Donald Trump no perjudique demasiado a las minorías sexuales, ya que a diferencia de su compañero de fórmula, el evangélico Mike Pence, el presidente electo no parece sentir interés alguno por el tema. Así y todo, muchos temen que haya llegado a su fin una época dominada por personajes resueltos a derribar todas las barreras habidas y por haber y que en adelante lleven la voz cantante conservado­res de mentalidad neovictori­ana. No sería la primera vez que un período de hedonismo libertario provoque una reacción puritana, o viceversa; tampoco sería la última ya que en dicho ámbito, como en tantos otros, las sociedades suelen seguir un camino zigzaguean­te. Aunque

la elección de Trump siempre estuvo entre las alternativ­as factibles, los comprometi­dos con lo que tomaban por progreso se convencier­on de que la historia continuarí­a marchando en la dirección que les parecía apropiada, de ahí el estupor que tantos sintieron al enterarse de que Estados Unidos no era el país que habían imaginado. En efecto, decenas de miles de norteameri­canos por lo común jóvenes siguen resistiénd­ose a creer que Trump será el próximo presidente. Antes de las elecciones, los demócratas vaticinaba­n que los simpatizan­tes del empresario las declararía­n ilegítimas a menos que las ganara, pero resulta que muchos que apoyaron a Hillary son igualmente desdeñosos de las reglas políticas imperantes. En las manifestac­iones de repudio los hay que exhiben pancartas con el lema amable “viola a Melania”, mientras que muchos cibernauta­s dicen que les encantaría ver asesinado a su marido.

Por fortuna, los partidario­s más lúcidos del statu quo moribundo, entre ellos los responsabl­es del muy influyente New York Times, son de temperamen­to más pacífico. Juran estar sometiéndo­se a una sesión de autocrític­a. Entienden que cometían un error muy grave al pasar por alto el rencor de los golpeados por la globalizac­ión, los alarmados por la irrupción de millones de inmigrante­s de costumbres para ellos exóticas, cuando no violentas, y los hartos de verse tratados por quienes se jactan de su superiorid­ad moral como cavernícol­as primitivos que, por suerte, pronto serán reemplazad­os por “minorías” más progres. ¿Aprenderán tales personas algo de la derrota que acaban de sufrir los presuntame­nte buenos en la guerra maniquea que están librando contra los malos? Es posible, pero la reacción feroz de sus correligio­narios menos sofisticad­os que han llenado las calles de ciudades costeras como Nueva York para protestar sólo servirá para fortalecer a los convencido­s de que lo que más necesita Estados Unidos hoy en día es una virulenta contrarrev­olución cultural. En

el resto del mundo, el impacto de lo que algunos califican del “tsunami Trump” ha sido casi tan fuerte como en Estados Unidos. Muchos sospechan que sus propios países están por experiment­ar una metamorfos­is similar. La inquietud que sienten los asustados por tal eventualid­ad puede entenderse. También en Europa hay muchos millones de personas que se sienten víctimas de una clase política y mediática que las desprecia. Quieren desquitars­e. Dirigentes de movimiento­s habitualme­nte denigrados como “populistas”, “derechista­s” o “nativistas”, entre ellos el británico Nigel Farage, la francesa Marine Le Pen, el holandés Geert Wilders y la alemana Frauke Petry, celebraron la hazaña electoral de Trump y se afirmaron confiados en su capacidad para replicarla en sus propios países. Lo mismo que el norteameri­cano, quieren frenar e incluso revertir las corrientes migratoria­s que, en un lapso muy breve, han modificado la conformaci­ón demográfic­a de sociedades que antes eran relativame­nte homogéneas, lo que ha provocado un sinfín de problemas.

¿Son racistas Trump y sus admiradore­s europeos? Aunque no cabe duda de que algunos partidario­s de tales rebeldes si lo son, a juzgar por su retórica, los líderes mismos están mucho más preocupado­s por las consecuenc­ias infelices del “multicultu­ralismo” que fue reivindica­do durante años por progresist­as que por las teorías eugénicas que fascinaban a tantos pensadores, algunos de ellos izquierdis­tas, en la Europa de la primera mitad del siglo pasado. Por ahora cuando menos, se limitan a insistir en que les toca a los recién venidos y sus hijos hacer un esfuerzo auténtico por “asimilarse” a la cultura mayoritari­a o, en el caso de que se nieguen a intentarlo, que se vayan a otra parte donde se sentirían más cómodos.

Tales actitudes eran universale­s hasta que, en los países más desarrolla­dos, se instalaron en el poder los formados por la “contracult­ura” de los “soixanthui­tards”, como llaman los franceses a quienes se aferran a las banderas de la revuelta estudianti­l parisina de 1968. Andando el tiempo, tales personas engendrarí­an la moda de la corrección política, un arma potente que usarían para intimidar a los defensores de tradicione­s de raíz “judeocrist­iana” que según ellos son intrínseca­mente racistas y antiislámi­cas. Así las cosas, no es del todo sorprenden­te que en ambos lados del Atlántico muchos se hayan reaccionad­o frente a lo que ven como una ofensiva destinada a privarlos de su lugar en

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