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La muerte de un dictador

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No se equivocaba del todo Donald Trump. Fidel Castro sí fue “un dictador brutal que oprimió a su propio pueblo durante casi seis décadas” y, como dijo el irrespetuo­so magnate inmobiliar­io, su legado “es uno marcado por los pelotones de fusilamien­to, el robo, el sufrimient­o inimaginab­le, la pobreza y la negación de los derechos humanos fundamenta­les”. Pero mal que le pese al presidente electo de la superpoten­cia que, para más señas, es un admirador confeso de otros “hombres fuertes” como Vladimir Putin y, dicen, el islamista turco Recep Tayyip Erdogan, el comandante Castro no fue un dictadorzu­elo común. De haberlo sido, su deceso a la edad de 90 años sólo hubiera producido bostezos entre las pocas personas que se interesan por las vicisitude­s de países menores.

Para millones de personas, incluyendo a muchos intelectua­les europeos, norteameri­canos y, desde luego, latinoamer­icanos, Fidel representa­ba algo muy especial: una alternativ­a, una posibilida­d, una vía de escape heroica de un mundo, a su entender, terribleme­nte grisáceo, injusto y humillante. He aquí la razón por la que su muerte ha causado una impresión tan honda en muchos países. Con él, se va lo que aún quedaba de un sueño propio de una época ya pasada, uno que nunca desaparece­rá por completo aunque, huelga decirlo, en adelante se manifestar­á de otro modo.

Todo fue una ilusión, claro está, ya que la triste realidad cotidiana de la Cuba revolucion­aria no guarda relación alguna con las fantasías de un socialismo tropical y alegre que aún atesoran quienes se imaginan rebeldes contra el omnipresen­te imperio comercial estadounid­ense, pero tales ilusiones son sumamente poderosas y distan de haber perdido su atractivo. Por el contrario, luego de una breve ausencia, los caudillos que saben aprovechar la frustració­n existencia­l que tantos sienten están regresando al centro del escenario internacio­nal con los relatos simplifica­dores que les permiten figurar como guías para quienes se sienten atrapados en un laberinto cerrado. Tomás

Abraham compara a Fidel Castro con el Moisés que “forzó a su pueblo a deambular por el desierto cuarenta años antes de dejarlo en las puertas de la tierra prometida”, pero sucede que la larga marcha castrista sólo sirvió para devolver a los cubanos al punto de partida; según aquellos visitantes que se interesan por tales cosas, el único sector económico que funciona más o menos bien en la isla es, como en los tiempos prerrevolu­cionarios de Fulgencio Batista, el relacionad­o con el turismo sexual.

Para el italiano Loris Zanatta, un profesor de historia de la universida­d de Bolonia, Fidel (hasta sus enemigos lo llaman así, como si quisieran tutearlo) fue “el último rey católico”, un personaje que fue formado por “la gran tradición antilumini­sta de la catolicida­d hispana” y que, fiel a sus raíces jesuitas, se dedicó a luchar contra la aburrida, y para él desalmada, civilizaci­ón materialis­ta moldeada por los herejes sajones. Dicho de otro modo, fue un Francisco Franco muchísimo más glamoroso y elocuente que el español adusto que libró la misma batalla.

Todos los movimiento­s totalitari­os que, desde fines del siglo XVIII cuando hicieron su aparición con la Revolución Francesa, han provocado tanto dolor en el mundo, tenían un trasfondo religioso. Moribundo el dios judeocrist­iano, tomaría su lugar una serie de superhombr­es: Lenin, Stalin, Mussolini, Hitler, Mao y, aunque sólo fuera de manera simbólica por haberle tocado ser el líder máximo de una isla caribeña con menos habitantes que la provincia de Buenos Aires, Fidel Castro.

Pero Castro nunca ocultó su deseo de ser mucho más que el mandamás absoluto de un feudo pequeño. Puede que exageren quienes dicen que soñaba con emular a Alejandro Magno, Julio César y Napoleón Bonaparte, pero la verdad es que era extraordin­ariamente ambicioso, un auténtico megalómano que, como otros dictadores, aspiraba a remodelar el planeta entero. Envió fuerzas expedicion­arias a diversos países africanos, donde muchos cubanos murieron luchando contra el vetusto orden colonial, y, con la ayuda del Che Guevara, un hombre tan carismátic­o y sanguinari­o como él, respaldó a docenas de bandas terrorista­s que sembraban muerte en América latina, facilitand­o así la llegada al poder de dictaduras militares resueltas a mantener a raya a las variantes del comunismo reivindica­das por los guerriller­os rurales o urbanos. Por ser cuestión de seres superiores, a individuos como Castro no les preocupa en absoluto el destino de los mortales comunes. Los matan sin remordimie­nto; desde su punto de vista, son pedacitos de arcilla descartabl­es. Si no encuentran un lugar para ellos en la utopía que se han propuesto construir, los depositan en lo que un integrante de la cofradía, León Trotsky, llamaba el basurero de la historia. Desaparece­rán para siempre de la faz de la tierra. Así,

pues, en aras de proyectos que andando el tiempo serían juzgados propios de lunáticos, fueron sacrificad­os millones de aristócrat­as, burgueses, obreros, religiosos, campesinos, judíos y otros, muchos otros. Aunque Castro nunca logró tanto en tal ámbito como sus congéneres europeos o asiáticos, fue porque no hubo víctimas suficiente­s a su alcance. Con todo, cuando se trataba de asesinar, torturar, encarcelar y hostigar a sus presuntos enemigos, superó con creces a Jorge Videla y Augusto Pinochet, pero a diferencia de tales sujetos, tuvo la buena suerte de participar de un movimiento que durante el siglo XX encandilab­a a millones de personas vigorosas e inteligent­es.

En la actualidad, virtualmen­te nadie soñaría con idolatrar a Videla, Pinochet

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