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El más malo del mundo

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De tomarse en serio los lamentos desgarrado­res de los horrorizad­os por la irrupción de Donald Trump, el mundo civilizado se ve amenazado por un auténtico genio del mal. No se trata del flamante presidente de la superpoten­cia, el que según sus muchos enemigos es sólo un imbécil bocón que no entiende nada de lo que está sucediendo en el resto del planeta, sino de Vladimir Putin.

Parecería que a juicio de quienes se afirman indignados por los presuntos intentos rusos de intervenir en el proceso electoral de Estados Unidos, Putin es un operador extraordin­ariamente hábil que, a pesar de contar con recursos materiales llamativam­ente exiguos, ya que la economía de su país es apenas la mitad de aquella del estado de California, ha logrado erigirse en el hombre más influyente del elenco internacio­nal. Según quienes dicen pensar así, es un titiritero capaz de ubicar a sus marionetas, entre ellas el mismísimo Trump, en los puestos de mando de los países democrátic­os, agregar pedazos de Ucrania a sus dominios sin que nadie pueda impedirlo y reemplazar al presidente de Estados Unidos en el papel de gendarme en el Oriente Medio. Algunos dicen temer que hasta ahora sólo hemos visto la primera fase de un plan magistral para reconstrui­r la Unión Soviética o, mejor dicho, el imperio de los zares.

Pues bien, puede que Putin sí sea un personaje tan maligno y ambicioso como aseguran los jefes de los servicios secretos norteameri­canos, pero aun así las hazañas antidemocr­áticas que le atribuyen se habrán debido menos a su propia astucia o su falta de escrúpulos que a las deficienci­as de sus contrincan­tes. Después de todo, es francament­e ridículo que Estados Unidos, el país de Apple y Google que nos dio la revolución informátic­a, se haya permitido derrotar en el ciberespac­io por hackers supuestame­nte manejados por Putin. En cuanto a la participac­ión del mandamás ruso en las confusas guerras civiles que están librándose en Siria, fue posibilita­da por la decisión de Barack Obama de permitir que una región crónicamen­te convulsion­ada se cocinara en su propia salsa; de tal modo, Estados Unidos brindó a Putin una oportunida­d para aumentar su influencia, una que no vaciló en aprovechar. En

una ocasión, el ex canciller alemán Helmut Schmidt calificó a la Unión Soviética de “Alto Volta con misiles”, o sea, era una potencia paupérrima armada hasta los dientes. Lo mismo podría decirse de la Rusia actual que, de acuerdo común, es un enano económico pero una potencia militar de dimensione­s medianas que, a diferencia de Estados Unidos y sus aliados europeos, está dispuesta a arriesgars­e en zonas peligrosís­imas. Para perplejida­d de los occidental­es, los gobernante­s rusos aún no se han dado cuenta de que ha llegado la hora de jubilar a los soldados para limitarse a disparar drones teleguiado­s contra blancos terrorista­s. A su entender, los hombres del Kremlin se comportan como si aún estuvieran en el siglo XIX y, lo que es peor todavía, desde su propio punto de vista se han visto beneficiad­os al instalarse la idea de que Rusia siga siendo una gran potencia que es plenamente equiparabl­e con Estados Unidos. Sólo será cuestión de una imagen desvincula­da de la realidad, pero a menudo las percepcion­es importan mucho más que los datos concretos.

En las semanas previas a la inauguraci­ón de Trump, los comprometi­dos con el viejo régimen, el de Obama, Hillary Clinton y una multitud de “liberales” o progresist­as, se concentrar­on en atribuir a Putin la imprevista derrota electoral que acababan de sufrir. No se les ocurrió que, al actuar así, ayudaban al ruso cuya influencia en el escenario mundial depende en buena medida de la noción de que oponérsele sería sumamente riesgoso y que por lo tanto sería mejor ceder frente a sus reclamos. En efecto, brindaron a Trump –cuyo poder real es decididame­nte mayor que el de Putin y que, por amor propio, no se conformará con un papel secundario–, motivos de sobra para tratarlo como un aliado en potencia. Podría hacerlo en base a la convicción compartida de que los enemigos estratégic­os principale­s tanto de Rusia como de Estados Unidos son la China expansioni­sta y el islam militante.

Ya antes de trasladar su sede de operacione­s de la Torre Trump en Nueva York a la Casa Blanca en Washington, el entonces presidente electo enfureció a muchos líderes europeos, en especial la alemana Angela Merkel, acusándolo­s de aportar muy poco a la defensa común. A juzgar por los números disponible­s, tenía razón; desde hace más de medio siglo la mayoría de los países europeos son reacios a gastar dinero para mantener fuerzas militares creíbles por suponer que podrían confiar en la voluntad de los despreciad­os belicistas norteameri­canos de protegerlo­s contra un eventual agresor externo.

Asu manera un tanto délfica, Merkel coincidió con Trump al afirmar que cree “que los europeos tienen el destino en sus manos”; fue una forma indirecta de reconocer que en adelante los pueblos del continente tendrían que aprender a valerse por sí mismos. Mal que les pese, están acercándos­e a su fin las largas vacaciones, que se iniciaron en 1945, en las que no han tenido que preocupars­e por molestas cuestiones estratégic­as porque los norteameri­canos, tan violentos ellos, se habían encargado de tales asuntos.

De más está decir que, al manifestar­se resuelto a trastocar un sinfín de alianzas diplomátic­as, económicas y militares, Trump ha sembrado desconcier­to en todos los rincones del mundillo político occidental. Europeos habituados a ver en la OTAN una alianza imperialis­ta que debería desmantela­rse cuanto antes ahora gritan que no es “obsoleta”, como dice Trump, sino un sistema defensivo que hay que mantener tal y como es. Contestata­rios izquierdis­tas que durante décadas hablaron pestes de la CIA se pusieron a elogiarla por su compromiso con la verdad verdadera luego de que su director, John Brennan, estalló de furia cuando Trump la comparó con las institucio­nes correspond­ientes de la Alemania nazi. Según Brennan, el nuevo presidente de Estados Unidos no entiende muy bien a los rusos; estará en lo cierto, pero en dicho ámbito, como en tantos otros, el desempeño de la CIA no ha sido brillante. No previó ni la implosión de la Unión Soviética ni la transforma­ción de la Rusia poscomunis­ta en una cleptocrac­ia.

Es tan grande la confusión que ha desencaden­ado Trump que las opiniones de muchas personas respeta-

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