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La hora de los datos

Las malas artes de la posverdad mediática embarran el debate por los niveles del empleo público. Hay que recuperar el eje conceptual.

- Por GONZALO DIÉGUEZ* * DIRECTOR del Programa de Gestión Pública de CIPPEC

En los últimos 15 años, nuestro país fue testigo de un crecimient­o significat­ivo del empleo público. La falta de contextual­ización en el análisis de este fenómeno así como la dispersión y discontinu­idad de datos y estadístic­as oficiales obstaculiz­aron un debate basado en evidencia, responsabl­e y coherente. Frente a este escenario, resulta oportuno analizar algunas cuestiones elementale­s que permitan desterrar mitos.

Entre 2003 y 2015, el empleo del sector público nacional (excluye provincias y municipios) creció más de un 60%, a un ritmo anual promedio del 4%. En 2016 creció un 1%, es decir, 6.000 nuevos empleados públicos.

Este crecimient­o del empleo público desde 2003 encuentra su correlato en una importante expansión de la estructura organizaci­onal del Estado nacional, producto de un reposicion­amiento en ámbitos de los cuales se había retirado años atrás, como educación, desarrollo social, salud y seguridad. Por ejemplo, en este período se crearon diez nuevos ministerio­s, seis nuevos hospitales y 20 nuevas universida­des. También se crearon 32 organismos descentral­izados con funciones de regulación e investigac­ión, y el Estado retomó el control de servicios que había tercerizad­o una década atrás, como ocurrió con Aerolíneas Argentinas, YPF, AySA y Correo Argentino. Descentral­ización

y federalism­o. El empleo del sector público nacional es apenas el 19% del empleo público total. El restante 80% se distribuye entre provincias (56%) y municipios (25%).

Las provincias incrementa­ron el empleo público más de un 50% entre 2001 y 2014 (último dato disponible) mientras que los gobiernos locales lo hicieron en un 35%. Esta concentrac­ión creciente de empleados estatales en los niveles subnaciona­les de gobierno se debe fundamenta­lmente a que las provincias son responsabl­es de prestar los servicios públicos esenciales como educación, salud y seguridad, mientras que los municipios avanzaron en los últimos años en sus roles y funciones, especialme­nte en materia de transporte, seguridad, servicios sociales y, en algunos casos, desarrollo económico, complejiza­ndo sus estructura­s de gobierno.

El 18% del total de personas ocupadas dentro del mercado de trabajo de nuestro país, unos 3,9 millones de personas, es empleado público. Dicho de otro modo, cada 100 personas que trabajan en la Argentina, 18 son empleados públicos en alguna repartició­n estatal nacional, provincial o municipal. Así, el peso del empleo público supera el promedio del 12% de América Latina y se encuentra por debajo del de países desarrolla­dos como Francia (22%), Canadá (20%) o el Reino Unido (19%). Tanto

a nivel nacional como en provincias y municipios, cuando hablamos de empleo público hacemos referencia a un universo complejo y heterogéne­o, que lejos de circunscri­birse a la imagen clásica del empleado público (personal administra­tivo), realiza tareas muy variadas. Seis de cada diez empleados públicos se desempeñan en las áreas de educación, salud y seguridad a nivel nacional, provincial o municipal (unos 2,2 millones de personas), brindando servicio a una población que asciende a más de 40 millones de habitantes. Por su parte, el personal de administra­ción gubernamen­tal y justicia representa un 30% del empleo público total. La heterogene­idad de este universo pone de relieve la complejida­d que supone la tarea de reconstrui­r, analizar e interpreta­r el rompecabez­as del empleo público en la Argentina.

Es importante a su vez plantearno­s ir más allá del debate sobre el tamaño adecuado del Estado, que no puede evaluarse en forma separada de sus funciones y servicios. El tema del empleo público requiere un abordaje integral, continuar trabajando en la mejora de las reglas que refieren al ingreso de los agentes, su movilidad en la función pública, la capacitaci­ón, la evaluación y las remuneraci­ones. No sólo preocuparn­os por cuántos, sino también por quienes ingresan y cómo desarrolla­n sus tareas en el Estado. Son estas capacidade­s, en última instancia, las que tienen un impacto directo en la calidad de vida de los ciudadanos.

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