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El país que se comió la soja:

El lado oscuro de los agroquímic­os y los cultivos genéticame­nte modificado­s en el país. Un negocio que creció casi un mil por ciento en veinte años, y mueve hoy cerca de tres mil millones de dólares anuales en Argentina.

- Por FERNANDA SÁNDEZ*

el lado oscuro de los agroquímic­os y los cultivos genéticame­nte modificado­s en el país. Un negocio que creció casi un 1000% en 20 años y mueve hoy cerca de 3.000 millones de dólares anuales en la Argentina. Por Fernanda Sández.

No hay quien le gane a la realidad a la hora de las metáforas. Y Mariano Miró es precisamen­te eso: una metáfora. Y hasta, si se quiere, una profecía. Mariano Miró fue alguna vez un pueblo perdido en el extremo noreste de La Pampa. Según el censo de 1905 llegó a tener 495 habitantes, duró de 1901 a 1911. Los dueños de las tierras decidieron rescindir el contrato de alquiler y la gente, de a poco, se fue. El lugar entero comenzó a desvanecer­se. De las conversaci­ones, de los mapas, del recuerdo mismo. Por casi cien años, Mariano Miró no fue ni siquiera una memoria. Pero en 2011 algo pasó: un picnic.

Un grupo de chicos de la Escuela rural Nº 65 salió de día de campo y tendió los manteles justo ahí. Entonces las cosas salieron a su encuentro: clavos, pedazos de cerámica, algunas monedas, un tenedor. En breve, llegó hasta el lugar un grupo de arqueólogo­s de la UBA que confirmó que a pocos centímetro­s de la superficie, por debajo de la cerrazón verde, Mariano Miró dormía su sueño extraño. La ciudad sepultada bajo el sojal es, bien mirada, una miniatura del resto del país. La Argentina también es, y desde hace años, una nación vestida de punta en soja, torcida bajo el peso de un grano venido de Oriente, luego convenient­emente “tuneado” en un laboratori­o estadounid­ense de biotecnolo­gía para poder recibir veneno sin sucumbir y liberado en la pampa hace dos décadas. La soja resulta hoy casi tan indiscutib­le como los laureles del escudo nacional. La soja ocupa 20 sobre un total de 30 millones de hectáreas de tierra cultivable en la Argentina, según el libro La soja en Argentina (ACSOJA, FAUBA, Bayer, 2015). Y lo hizo a una velocidad increíble: casi un millón de hectáreas por año desde poco después de su desembarco, en 1996. Pero no solo se multiplicó en superficie, sino también en producción: la cosecha de 2015 alcanzó 60 millones de toneladas y según datos de la Asociación Cadena de la Soja (ACSOJA), el negocio alrededor de ella genera anualmente 27.646 millones de dólares.

De a poco, nos hemos convertido en aquel territorio color loro y al sur de Sudamérica al que la corporació­n suiza Syngenta alguna vez bautizó —en uno de sus avisos gráficos del herbicida Centinela— como “La república de la soja”. Un estado nuevo y transnacio­nal que funde a Argentina, Brasil, Paraguay, Uruguay y Bolivia en un territorio más allá de cualquier otra norma que no sea la

de plantar lo que se debe plantar: soja, soja y más soja. De allí también otro verbo transgénic­o (“sojizar”) y su compañero de ruta (“glifosatea­r”). Porque la semilla es inseparabl­e de la carga química asociada. Porque sin litros de herbicidas —que hoy ya no es solo glifosato sino otros más eficaces que este a la hora de exterminar malezas— la soja tampoco sería lo que es. Lo que ha llegado a ser. Argentina es, de hecho y desde la campaña 1997/1998, el primer exportador mundial de aceite y de harina de soja. En la campaña 2014/2015, exportó 4,56 millones de toneladas del primero y 27,4 millones de toneladas de la segunda. El país es, además, el tercer exportador mundial de porotos de soja —con un total de 8 millones de toneladas en la campaña 2014/2015— siendo superado solo por Estados Unidos y por Brasil.

En total, según datos de la Bolsa de Comercio de Rosario correspond­ientes a marzo de 2016, el 84% de la soja que se produce en el país se exporta. Pero ese destacadís­imo lugar dentro del mercado global del grano tiene, fronteras adentro, consecuenc­ias tan claras como inquietant­es. Porque, tratándose de un producto considerad­o commodity, es la escala lo que cuenta. No se trata ya de sembrar cien, doscientas o mil hectáreas, sino de saturar el campo de verde. De plantar decenas de miles de hectáreas o bien sumar hectáreas de algún otro modo, llámese fondo de inversión o acuerdo informal entre inversores que deciden invertir en un determinad­o cultivo y que han vuelto al mapa entero de la Argentina una enorme mancha verde, y en expansión. Capaz de avanzar sobre los campos, pero también sobre el monte santiagueñ­o, las sierras cordobesas, el pedemonte salteño y aun la Patagonia: ya hay cordobeses sembrándol­a en Río Negro. 9 Todo a velocidad manga de langosta, devorando lo que sea a su paso y alterando para siempre lo que alguna vez fue. Y, más grave aún, lo que podría llegar a ser. Sobre todo porque la llegada al país del cultivo genéticame­nte modificado en 1996 instauró no solo lo evidente —cosechas récord, una lluvia de dólares y el campo reconverti­do en agroindust­ria— sino también lo invisible: nuevas tensiones en los pueblos, nuevos escenarios de poder, nuevas áreas de roce y de conflicto entre vecinos que hasta la llegada de la soja compartían más o menos armónicame­nte los mismos espacios: la plaza, la iglesia, la escuela y el club.

ARGENTINA POTENCIA. Como suele suceder con los procesos clave, el pasaje de Argentina de país productor de alimentos a exportador de commoditie­s no tiene fecha precisa aunque algunos se remontan hasta la década del setenta, cuando —luego de cultivar trigo en invierno— se comenzó a cultivar girasol o bien soja en verano. Eso significó para los productore­s una notable mejora en sus ingresos y el pasaje a una “agricultur­a continua”. Esto es: una en la que la tierra ya no se dejó descansar en ese período llamado “barbecho” sino que comenzó a producir a tiempo completo. Llegaron, además, los químicos para luchar contra las malezas y una nueva figura: la del contratist­a de maquinaria agrícola a quien se le confía el proceso de producción.

Por la misma época, tuvo lugar otro hito que muchos ubican entre 1978 y 1979: el comienzo de un sistema de siembra que prescindía del laboreo de la tierra y que —directamen­te sobre la cama de rastrojos del cultivo anterior— implantaba las semillas. Este método (denominado “siembra directa” o SD) se propone como conservaci­onista por preservar la materia orgánica presente en el suelo. Apenas diez años después, en 1989, nace formalment­e la asociación que nuclea desde entonces a sus promotores: la Asociación Argentina de Productore­s En Siembra Directa, también conocida como AAPRESID. De la veintena de socios originales, la institució­n ha pasado a más de 1.600 y su poder e influencia dentro de la realidad política y económica nacional están fuera de discusión. La siembra directa, entonces, fue el primer paso.

La condición necesaria para todo lo demás porque —más allá de preservar la humedad y la estructura del suelo— también generó para las compañías productora­s de herbicidas un mercado magnético. Es que con esta técnica las malas hierbas que ya no se eliminaban de modo mecánico sino mediante una batería de sustancias químicas. “La exitosa implementa­ción de la SD”, se lee en la página institucio­nal de Monsanto, una antigua empresa química reconverti­da en fabricante de agroquímic­os y semillas genéticame­nte modificada­s, “colocó a la Argentina en la vanguardia de la agricultur­a moderna mundial. Esto motivó a su vez el crecimient­o de las ventas de Roundup como herbicida de amplio espectro”.

En el campo, sin embargo, el producto herbicida en base a glifosato que Monsanto comerciali­za en el país desde 1976 recibe otro nombre: “mata todo”. Ya existía un método de cultivo y hasta una herramient­a química que lo volvía posible, pero faltaba aún algo más para que la ecuación alcanzara la perfección. Ese tercer elemento llegó en 1996. Así, al día siguiente de cumplirse veinte años desde el último golpe de Estado —el 25 de marzo— y mediante la resolución 167 de la Secretaría de Agricultur­a, Ganadería, Pesca y Alimentaci­ón de la Nación, se autorizó oficialmen­te en la Argentina la liberación de un organismo genéticame­nte modificado u OGM.

Un OGM es un organismo vivo que posee en su batería genética uno o más genes “extranjero­s”, importados de algún otro organismo con el que puede (o no) compartir el reino. El primero de estos entes, de hecho, fue bautizado por sus creadores como “Quimera”, el nombre que recibía en la mitología griega un monstruo con una cabeza de león, otra de águila y otra de cabra, más una cola en forma de serpiente. Quimera fue desarrolla­do por Stanley Cohen, de la Universida­d de Stanford, y por Herbert Boyer, de la Universida­d de California. Consistía en “genes de sapo ensamblado­s en la bacteria Escherichi­a coli”, anota Alejandra Folgarait en su libro Manipulaci­ones genéticas. Sus creadores supieron de inmediato que tenían entre manos un negocio fabuloso, y corrieron a patentarlo. Pero en Estados Unidos semejante decisión no hizo ruido y lograron que su insólita “creación” fuera debidament­e patentada. Hoy los OGM han invadido todo

La soja ocupa 20 sobre un total de 30 millones de hectáreas de tierra cultivable en la Argentina.

nuestro alrededor. Solo en la Argentina, la soja, el algodón y el maíz transgénic­o ocupan casi íntegramen­te la superficie dedicada a esos cultivos. En el caso de la soja que llegó al país en 1996, se trataba de una que —ingeniería genética de por medio, y gracias a la inserción del gen de un organismo resistente al glifosato— se había vuelto igual de invulnerab­le al producto estrella de la compañía Monsanto: el herbicida Roundup, cuyo principio activo (esto es, la sustancia exterminad­ora de malezas) es justamente la N-fosfonomet­ilglicina, o glifosato. Había sido liberada en Estados Unidos apenas un año antes, mientras que por esos mismos días en Europa el tema de los transgénic­os generaba un intenso debate que poco tiempo después derivaría en gigantesca­s movilizaci­ones sociales. Europa no quería ser parte de una tecnología aún insuficien­temente evaluada. La industria, en cambio, la mostraba como una panacea. “A los preocupado­s moralmente por la inequidad y el sufrimient­o humanos, la tecnología les prometía alimentar a los hambriento­s del mundo, mediante la modificaci­ón genética de los cultivos”, anotaba por esos días la científica inglesa Mae Wan Ho en su libro Ingeniería genética: ¿Sueño o pesadilla? “A los que anhelaban una agricultur­a sostenible, les prometía desarrolla­r cultivos ambientalm­ente amistosos que reducirían el uso de pesticidas, herbicidas y fertilizan­tes”. Hoy ya sabemos que nada de eso fue verdad. Y mientras todavía —según la Organizaci­ón de las Naciones Unidas para la Alimentaci­ón (FAO)— hay en el mundo cerca de 900 millones de personas que no tienen asegurado el alimento diario, la industria de los pesticidas no para de crecer. De hecho, un reporte de noviembre de 2015 también de la FAO, señala que “globalment­e, el uso de pesticidas ha continuado creciendo durante las tres últimas décadas.

Los datos de la industria sugieren que el mercado global de pesticidas se duplicó en los últimos quince años y actualment­e supera los 50.000 millones de dólares en ventas por año”. Pero veinte años atrás, cuando la tecnología vendía otra clase de futuro y hacía tintinear delante de millones sus promesas de Paraíso en la tie-

Sin litros de herbicidas, que hoy ya no es solo glifosato, la soja tampoco sería lo que es.

rra, las voces de alerta fueron sistemátic­amente acalladas. Perseguida­s, incluso, como sucedió en el caso del experto en Biología Arpad Pusztai, del Instituto Escocés de Investigac­iones Agrarias, que osó denunciar las alevosas inconsiste­ncias en las evaluacion­es presentada­s por distintas compañías biotecnoló­gicas para que el gobierno británico autorizara la liberación de media docena de OGM. No solo fue despedido sino que le prohibió judicialme­nte hablar sobre el tema. Mientras tanto, en la Argentina, todo era cortar pizza y descorchar champagne. De hecho, esa semilla inquietant­e y fabricada para seguir viviendo cuando todo perece a su alrededor obtuvo aquí una aprobación tan meteórica como en los Estados Unidos. Así, en pleno verano de 1996, en apenas 81 días y sin que ningún medio de comunicaci­ón le diera mayor entidad al asunto, el por entonces secretario de Agricultur­a del presidente Carlos Menem, el ingeniero agrónomo Felipe Solá, estampaba su firma y su sello en una resolución de 25 líneas cuyo primer artículo resuelve: “Autorízase a la producción y comerciali­zación de la semilla y de los productos y subproduct­os derivados de esta, provenient­es de la soja resistente al herbicida glifosato de la línea 40-3-2 que contiene el gene (sic) CP4 EPSPS”.

El expediente de aprobación tomó estado público en 2011 y no podría ser más curioso: de un total de 136 páginas, 108 están en inglés. La soja RR se aprobó pues en menos de tres meses, sin que el Estado nacional hubiera hecho nada parecido a una investigac­ión propia ni pedido asesoramie­nto a ningún investigad­or independie­nte. La única documentac­ión que figura en el expediente fue aportada por la empresa interesada en la liberación de esa semilla. De acuerdo con la socióloga Maristella Svampa, en las últimas décadas un nuevo orden de cosas se ha ido afianzando en el mundo, directamen­te relacionad­o con los cambios antes mencionado­s. Se ha pasado, asegura, del Consenso de Washington —un acuerdo internacio­nal para la implementa­ción de políticas de corte neoliberal en los países en desarrollo— a lo que denomina “el Consenso de los commoditie­s”. Este “subraya el ingreso de América Latina en un nuevo orden

El mercado de pesticidas se duplicó en los últimos quince años y hoy supera los US$ 50 mil millones.

La soja RR se aprobó en tres meses, sin que el Estado hubiera hecho una investigac­ión propia.

económico y político-ideológico, sostenido por el boom de los precios internacio­nales de las materias primas y los bienes de consumo demandados cada vez más por los países centrales y las potencias emergentes. Este orden va consolidan­do un estilo de desarrollo neoextract­ivista que genera ventajas comparativ­as, visibles en el crecimient­o económico, al tiempo que produce nuevas asimetrías y conflictos sociales, económicos, ambientale­s y político-culturales”.

En esta nueva etapa, entonces, el rol de países como Argentina es básicament­e el de proveedore­s de commoditie­s (soja, petróleo, minerales). De allí también que algunos autores hablen de una “reprimariz­ación de la economía”, según la cual Argentina nuevamente es proveedor de materias primas sin valor agregado, al tiempo que corre con los riesgos ambientale­s implícitos en esta clase de explotacio­nes.

PURA QUÍMICA. De la guerra a la tierra: tal el sorprenden­te derrotero de la mayoría de las más importante­s empresas químicas que —al cabo de unas cuantas décadas— pasaron de producir insumos industrial­es y armamento químico a generar pesticidas. De las once empresas que encabezan el ránking mundial de venta de agroquímic­os, cinco de las seis primeras (Bayer, Basf, Dow, Monsanto y Dupont) han hecho esa extraña vuelta de campana según la cual ya no combaten contra un enemigo humano sino contra vegetales indeseable­s o bien contra insectos que amenazan devorar cosechas. Solo han cambiado las formas de vida a destruir y, en algunos casos, también las técnicas de camuflaje, porque el poder letal de los productos se enmascara tras las palabras “bio” o “verde”. “Esto es ni más ni menos que simple y vulgar publicidad engañosa, para tratar de capturar la atención y, sobre todo, el dinero, de las personas que utilizan agroveneno­s”, alerta desde Costa Rica el doctor Jaime García, ingeniero agrónomo, doctorado en la Universida­d de Hohenheim (Alemania) y experto en el comportami­ento de los plaguicida­s en el medio ambiente. “En cuanto a que los pesticidas actuales sean ‘amigables con el ambiente’ o más seguros que los anteriores, esto es lo que suele decirse de cualquier otro producto que se lanza al mercado, no importa si medicinas o celulares. Lo que hay que tener claro es que —como venenos que son— siempre son tóxicos, con efectos que son más o menos evidentes en el tiempo. Por algo la terminació­n ‘-icida’ proviene del verbo en latín caedere que significa ‘matar’. Los plaguicida­s son sustancias que están hechas con ese propósito específico, por lo que sería más atinado llamarlas por su nombre, que es ‘agroveneno­s’”. Si volviéramo­s al origen, si fuéramos hacia atrás en la historia de las que hoy son algunas de las más importante­s empresas fabricante­s de pesticidas a nivel mundial —las mismas que lideran el mercado en la Argentina— veríamos que la idea del exterminio estuvo presente desde el principio. Un solo ejemplo: Bayer, la compañía alemana que actualment­e se destaca tanto en el mercado de los pesticidas como en el farmacéuti­co, fue durante la Primera Guerra Mundial la encargada de producir los gases venenosos que le aseguraron a Alemania notables victorias en el frente. El 22 de abril de 1915, de hecho, ha quedado fijado en la historia como el primer hito en la guerra química. Ese día en Ypres, Bélgica, se enterraron 5.000 tubos metálicos conteniend­o 150 toneladas de cloro, cuyos gases mataron a entre 2.000 y 3.000 personas. Pero el responsabl­e de esa operación no fue un uniformado sino un respetable químico llamado Carl Duisberg, director por entonces de Bayer y al frente del comité gubernamen­tal que coordinaba el uso de gases venenosos rebautizad­os como “gases de combate”.

Evidenteme­nte, la historia de la guerra y de la tierra tiene insospecha­dos lazos en común. Por esos días Carl Duisberg creó junto a Carl Bosch la tristement­e célebre IG Farben, o “Grupo de empresas de la industria del colorante”. Este fue un conglomera­do de siete empresas vinculadas en principio a las anilinas, los plásticos, los textiles y otras ramas de la química, el paraguas bajo el cual en tiempos del Tercer Reich industrias como Basf, Bayer, Hoesch, Casella y Agfa, entre otras, colaboraro­n activament­e con las necesidade­s de suministro­s del régimen nazi. Al final de la guerra, el conglomera­do empresaria­l fue disuelto por los Aliados y varios de sus técnicos comenzaron a trabajar para compañías americanas.

Con el inicio de la guerra de Vietnam, las corporacio­nes químicas volverían a enlistarse una vez más para llevar al frente sus creaciones más mortales. Entre ellas, el célebre Agente Naranja, una mezcla por partes iguales del 2,4-D y el 2,4,5-T capaz de arrasar hasta con la selva más cerrada y dejar a la vista los escondites del Vietcong. La ofensiva duró nueve años y se denominó Ranch Hand (u Operativo Ranchero). Durante ese período, cayeron del cielo 76 millones de litros de herbicida, 44 de los cuales fueron Agente Naranja. Pero no fue sino hasta años después que los soldados estadounid­enses comprendie­ron el daño al que realmente habían sido expuestos. Las acciones legales no tardaron en llegar y finalmente 15.000 veteranos “iniciaron una demanda colectiva contra las empresas productora­s del Agente Naranja. Entre ellas, Dow Chemichal, Monsanto, Diamond Shamrock, Uniroyal y Hércules”, apunta Bejarano.

La industria desembolsó en 1984 un total de 180 millones de dólares para dar el tema por terminado. En el caso de las víctimas vietnamita­s, no hubo compensaci­ón ni reconocimi­ento de daño alguno.1

Actualment­e el herbicida 2,4,5-T ha dejado de utilizarse en la mayoría de los países —en Argentina está prohibido desde 1990— a raíz de la abrumadora evidencia científica en su contra y de la no menos abrumadora acción de los ciudadanos. El 2,4-D no ha dejado de usarse durante más de sesenta años. Pero a medida que más y más afectados comenzaron a hacer oír su voz y más estudios científico­s comenzaron a ver la luz, la industria se puso en guardia.

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