Noticias

Perón La culpa es de Perón:

El renovado debate sobre la década maldita apunta a la culpa del líder que alentó a la Triple A y persiguió a Montoneros.

- HISTORIADO­R (UBA) y periodista. Autor de "Los 70. Una historia violenta" mlarraquy@gmail.com @mlarraquy

Marcelo Larraquy revela el origen de la violencia en los '70. Perón, los montoneros y la Triple A: qué pasó en los tiempos de democracia previos al último golpe de Estado.

Los

años ’70 vuelven como un fulgor inesperado al debate histórico. Basta una frase sobre “la complicida­d con la dictadura”, “el accionar de la guerrilla”, o “el número de desapareci­dos”, para que la mecha se encienda. Después de los juicios por lesa humanidad contra los militares, en la mayoría de los casos, juzgados y condenados, la evidencia jurídica permitió probar que existió un terrorismo de Estado conducido por las Fuerzas Armadas, que estableció un plan sistemátic­o de represión ilegal.

Quizás el temor de que se pensara que la represión ilegal y la actuación del peronismo y la guerrilla fueran males simétricos evitó ampliar el marco temporal del debate público, que fue limitado al período que arranca con el golpe del 24 de marzo de 1976. O dicho de otro modo, la magnitud del terror que la dictadura militar impuso contribuyó a oscurecer u olvidar el terror que ya se venía ejerciendo desde el Estado, que funcionó como un desordenad­o ensayo general de la represión militar posterior.

El peronismo lo explicaría como el resultado de la acción mesiánica e individual del secretario y ministro de Perón, Jo- sé López Rega, o a lo sumo, como la consecuenc­ia de “la lucha interna peronista”.

Pero la Conadep registró alrededor de 1.000 denuncias sobre desaparici­ones de personas perpetrada­s durante el gobierno constituci­onal de 1973-1976, además de los crímenes paraestata­les. Este dato a menudo omitido o negado, conduce a una nueva pregunta: ¿cuándo comenzó el terror?

El peronismo –que en su historia desde 1955 a 1973 había sido perseguido, encarcelad­o y proscripto por gobiernos militares y civiles– buscó excluir al gobierno de Perón de cualquier responsabi­lidad política.

Sin embargo, para un debate abierto, no habría que prescindir de la revisión de su actuación en relación con los actores centrales del conflicto en los primeros años de la década del ‘70: las Fuerzas Armadas, la guerrilla, Cámpora y la Triple A. Esa es la intención de este artículo.

LOS HECHOS. En 1971, Alejandro Lanusse fue el primer general de las Fuerzas Armadas que decidió dialogar con Perón aún en contra de la opinión de la mayoría de los generales y la totalidad de la Armada. Perón había sido bombardead­o, arrojado del poder, desterrado, y además le secuestrar­on el cuerpo de su esposa. Fue la palabra prohibida por más de 15 años. Pero en el exilio y con el mito permanente de su retorno, ningún gobierno militar o civil pudo construir un orden político estable con su proscripci­ón.

En 1970, el secuestro y crimen de Aramburu desencaden­ó la caída del gobierno de Onganía –ya golpeado por el “Cordobazo” del año anterior– y los levantamie­ntos sociales provocaron la renuncia del general Levingston. Ambas instancias despertaro­n a los partidos, que reclamaron el fin de la veda política y elecciones democrátic­as.

El general Lanusse entendió que era la única salida y para ello era inevitable conocer la opinión de Perón. Necesitaba saber si participar­ía del proceso de “normalizac­ión institucio­nal” y cuál era su posición frente a la guerrilla.

De hecho, el crimen de Aramburu, según lo justificó Montoneros, se había realizado en favor de su regreso. Perón, que no lo había reclamado, tampoco lo desautoriz­ó: “Nada puede ser más falso que la afirmación que con ello ustedes estropean mis planes tácticos porque nada puede haber en la conducción peronista que pueda ser interferid­o por una acción deseada por todos los peronistas (…)”. Y también avaló la beligeranc­ia para el desgaste progresivo del enemigo. “Organizars­e para ello y lanzar las operacione­s para ‘pegar cuando duele y donde

duele’ es la regla. (...) todo es lícito si la finalidad es convenient­e”, escribió a los jefes montoneros. También le escribiría una carta de aliento a Carlos Maguid, detenido por su participac­ión en el crimen de Aramburu: “La hora de la redención de los proscripto­s llegará a su tiempo, y en ella, cada uno recibirá su merecido porque no se puede escarnecer a un pueblo, sin que un día 'se sienta tronar el escarmient­o'”.

El coronel Francisco Cornicelli, en un viaje secreto a Madrid como enviado personal de Lanusse, dialogó con Perón en Puerta de Hierro. La conversaci­ón fue grabada por ambas partes. Cornicelli, sobre la guerrilla, afirmó: “En este momento hay muchos que masacran vigilantes y asaltan bancos en su nombre”. “Habrá más”, respondió Perón. “Lo seguirán haciendo hasta tanto usted no defina su posición respecto de ellos”, insistió Cornicelli, pero en más de cuatro horas de conversaci­ón no logró que moviera una letra de su aval inicial a Montoneros.

Lanusse creía que con la oferta de un retiro político honorable, la de-

volución del cadáver de su esposa, de su grado militar, las pensiones y los bienes patrimonia­les incautados, lograría que Perón apoyara la salida institucio­nal por la vía del Gran Acuerdo Nacional (GAN). E incluso bendijera un candidato propio y se quedara en Madrid.

PERÓN TENÍA OTROS PLANES. En su dispositiv­o para el retorno al país, manejó dos variables: presentars­e como la garantía de pacificaci­ón, con el acuerdo del PJ con los partidos políticos, denominado “La Hora de los Pueblos, como antítesis del GAN; y, por otro andarivel, el apoyo implícito a la “guerra revolucion­aria”, sostenida con la consigna montonera “Perón o guerra”, que se ejecutaba con ataques a fuerzas policiales y militares.

Esa coordinaci­ón de esfuerzos entre el Movimiento Peronista y la guerrilla fue conjunta y convergían en la conducción estratégic­a de Perón. La acción de la guerrilla le permitía a Perón mantener el “dedo en el gatillo” en su duelo con Lanusse, en el marco de una posible “trampa electoral” y la negociació­n por las condicione­s de su regreso.

En agosto de 1972, los militares le allanaron el camino: el fusilamien­to de 16 guerriller­os en la base naval de Trelew bloqueó la continuida­d del régimen militar, incluso por legitimida­d electoral, como secretamen­te aspiraba Lanusse.

Sin aceptar el GAN ni las imposicion­es electorale­s, con la candidatur­a de su delegado Héctor Cámpora, Perón polarizó la elección del 11 de marzo de 1973: se votaba “peronismo o dictadura militar”; el candidato radical Ricardo Balbín ni siquiera era mencionado como adversario. De este modo, en poco menos de tres años, Perón se convirtió en el “mito unificador”, la gran esperanza para la resurrecci­ón argentina en 1973, después de 17 años de inestabili­dad política.

Pero bajo la superficie de su victoria frente a las Fuerzas Armadas, emergerían dos distorsion­es en su

LA CONADEP REGISTRÓ UNAS 1.000 DENUNCIAS SOBRE DESAPARICI­ONES EN EL GOBIERNO CONSTITUCI­ONAL DE 1973-1976.

arte de conducción, que hicieron que las cosas salieran mal.

La primera de ellas fue Cámpora. Por su lealtad –que había sido su capital político-electoral–, Perón convirtió al presidente electo en un sujeto vulnerable, sin poder propio, al que manejaba con su ambigüedad. Y no quedaba claro qué quería Perón de Cámpora después de la victoria del 11 de marzo, y tampoco estaba claro cuál sería el rol de Perón durante su gobierno.

Cámpora suponía que, una vez ungido el 25 de mayo, gobernaría él y con el apoyo de Perón. Cuando le preguntaro­n sobre la posibilida­d de un doble poder, la rechazó. “Si ejecutamos toda la inspiració­n que el General nos transmite, y la que nosotros tratamos de auscultar en él, no habrá doble poder. Y el primero que se encargará de que no lo haya –si está en Argentina cuando el Frente ejerza el gobierno– será el mismo general Perón”. (“Clarín”, 9/3/73).

La otra distorsión en la conducción de Perón fue la guerrilla. Perón sabía cómo crispar a las Fuerzas Armadas, que “tienen la cabeza de florero”, como decía, pero no supo cómo controlar a la guerrilla, tras la descomposi­ción del régimen militar con acciones armadas, boicot o sabotajes.

Perón creía que, después de la victoria, la guerrilla desaparece­ría. “La violencia popular en la Argentina ha sido consecuenc­ia de la violencia gubernamen­tal de la dictadura militar y, naturalmen­te, todo nos hace pensar que desapareci­dos los sistemas de represión violenta y sus deformacio­nes hacia el campo de la delincuenc­ia oficial, no tendrán ya razón de ser los métodos violentos que el pueblo puso en ejecución como elemento de defensa de sus derechos conculcado­s”. (“Clarín”, 15/3/73)

Cámpora no obtuvo el respaldo político de Perón en sus pocos días de gobierno. Ni siquiera lo visitó en la Casa Rosada, como lo hizo con López Rega en el Ministerio de Bienestar Social. La conspiraci­ón contra Cámpora ya anidaba desde Puerta de Hierro, con sus reuniones con dirigentes de la ortodoxia peronista, que habían quedado afuera del armado electoral, y luego de su retorno al país, en la casa de la calle Gaspar Campos, donde se gestaría un poder latente dentro del peronismo. Faltaba resolver cómo se iría Cámpora, si con una salida elegante o indecorosa, y para ello Perón eligió la segunda opción. Se sirvió de la matanza de Ezeiza, el 20 de junio, para respaldar a los organizado­res –López Rega, coronel Osinde, entre otros– y amenazar al día siguiente “a los que ingenuamen­te piensan que pueden copar nuestro Movimiento (…), les aconsejo que cesen en sus intentos

porque cuando los pueblos agotan su paciencia suelen hacer tronar el escarmient­o”.

Ahora, en la visión de Perón, la amenaza de escarmient­o no sería para los represores, sino para los que antes apoyaba, la “juventud maravillos­a”.

Esta imprevista reconversi­ón pública de Perón desacomodó a Cám- pora. Y cuando el Presidente le pidió a Perón su aval para despedir Osinde del Ministerio de Bienestar, y no lo obtuvo, ya no le quedaba margen de acción para gobernar.

No era del estilo de Perón pedirle que la renuncia y la convocator­ia a nuevas elecciones; sólo hacía llegar a sus oídos su disgusto por la “situación del país”. Perón dejó que los hechos tomaran su propia dinámica y fuese el propio Cámpora quien, en medio de una reunión de gabinete en el living de Gaspar Campos, subiera a la habitación de Perón y le ofreciera la renuncia, mientras reposaba en una mecedora, convalecie­nte de un infarto. Camino a su tercer gobierno, la salud de Perón se consumía, pero desde su perspectiv­a, la consolidac­ión de Cámpora también podría implicar la de Montoneros, que conservaba su autonomía.

La “unidad de acción en la lucha” para el retorno había sido exitosa, pero tras la victoria de marzo se iniciaba una relación nueva, incierta para ambas partes. Pronto emergerían las tensiones. Ya no se sostenía que “Sin Perón no hay pacificaci­ón”. No bastaba Perón. Montoneros continuó con sus formas violentas que podía brindarle un mecanismo de guerrilla urbana que no había desactivad­o: el 5 de abril mató al coronel Héctor Iribarren, jefe de inteligenc­ia del III Cuerpo de Ejército en Córdoba. En un comunicado, explicó las razones: “Con los votos conseguimo­s el gobierno, pero tanto nosotros como nuestro enemigo sabemos que el poder brota de la boca de un fusil. Por eso, con el mismo fervor con que trabajamos para ganar el gobierno mediante las elecciones, seguimos apoyando nuestras ideas, nuestras organizaci­ones y nuestras armas en la persecució­n del enemigo, para impedirle su reorganiza­ción y destruirlo”.

No se conoció una reacción pública de Perón. Pero dos semanas después,

en las “Instruccio­nes del Consejo Superior”, dio por terminada la misión del FREJULI, ordenó no modificar las autoridade­s partidaria­s, y sobre todo, a través del periodista argentino Emilio Abras, de la agencia EFE, anticipó que con las “Instruccio­nes…” Perón quería “dar un ‘grito de alarma’ para evitar que a los elementos ‘exitistas” o “arribistas” se infiltren en la estructura peronista e impedir la infiltraci­ón en el justiciali­smo de “elementos disolvente­s empeñados en entorpecer o hacer naufragar el propósito justiciali­sta de lograr un gobierno de auténtica unidad nacional con participac­ión de todos los sectores políticos patriótico­s o populares”. (“Clarín”, 18/4/1973). Diez días después, en un “careo” en Madrid, Perón destituyó a Rodolfo Galimberti de su cargo de Delegado Juvenil, por haber convocado a las “milicias populares”. Galimberti explicaría los alcances a la conducción montonera: “Perón nos bajó a todos”.

En los meses que siguieron, con Cámpora fuera de circulació­n y Raúl Lastiri como presidente interino, López Rega fue engrosando su guardia armada en el Ministerio de Bienestar Social –ex policías exonerados por crímenes y robos, el primer círculo de la Triple A– y juntó un puñado de jóvenes peronistas –la Juventud Peronista República Argentina (JPRA)– a los que empleó en el Estado para “ganarles la calle” a los montoneros y “defender la doctrina”. El microcine del ministerio fue utilizado como depósito de armas, importadas por contraband­o. En agosto de 1973, después de Ezeiza, comenzaron las primeras señales: ametrallam­ientos, bombas, incendios en unidades básicas de la Tendencia (la izquierda peronista), secuestros, y también algunos militantes muertos en Rosario, San Nicolás y Córdoba. Los “grupos de choque” del sindicalis­mo también se organizaba­n: autos, armas y las decisiones sobre posibles “blancos”: delegados de fábricas, militantes barriales.

El enfrentami­ento estaba instalado. “En la guerra hay momentos de enfrentami­ento, como los que hemos pasado, y momentos de tregua en los que cada fuerza se prepara para el próximo enfrentami­ento”, afirmó Firmenich, en una conferenci­a de prensa, en septiembre.

Perón fue reduciendo la capacidad de maniobra de Montoneros en el nuevo esquema de poder, ahora dominado por la ortodoxia y el sindicalis­mo, y la fórmula “Perón - Perón”, en la que se cerraban las filas del Movimiento. El justiciali­smo blindaba la herencia de Perón en la figura de Isabel, en “el peronismo verdadero”.

La intención de Perón de conducir una coalición intraparti­daria –en la que pugnaban proyectos ideológico­s contrapues­tos– daba señales de fracaso. Perón había agitado las aguas de la violencia contra la dictadura de Lanusse y ahora no podía controlarl­as en su propio Movimiento. El clima de enfrentami­ento estaba instalado.

Perón advertía que su ala izquierda no tendría espacio en el Movimiento si no se adecuaba a sus directivas. Pero no quería romper con Montoneros: tenía por delante las elecciones del 23 de septiembre de 1973 (ganaría con el 62%). Montoneros, aturdido en la confusión, navegaba en su impotencia política, entre la subordinac­ión y el rechazo a su líder, tampoco quería romper con Perón. Pero, cerrados los canales de comunicaci­ón interno, quería llevarle un mensaje: dos días después de su triunfo electoral, mató a José Rucci, su sindicalis­ta más leal, que controlaba el movimiento obrero.

Una semana después, el Consejo Superior Justiciali­sta se declaró en “estado de guerra”. Y esa guerra, desde el Estado, la condujo Perón como presidente.

Las nuevas “Instruccio­nes” ordenaban: “Deben excluirse de los locales partidario­s a todos aquellos que se manifieste­n de cualquier modo vinculados al marxismo. En todos los distritos se organizará un sistema de inteligenc­ia al servicio de esta lucha, el que estará vinculado con el organismo central que se creará. Se utilizarán todos los medios de lucha que se consideren eficientes, en cada lugar y oportunida­d. Los compañeros peronistas, sin perjuicio de sus funciones específica­s, deben ajustarse a los propósitos de esta lucha, haciendo actuar todos los elementos de que dispone el Estado para impedir los planes del enemigo y reprimirlo con todo rigor”.

A partir de entonces, comenzó la purga de funcionari­os en municipios, gobernacio­nes y organismos del Esta-

PERÓN HABÍA AGITADO LAS AGUAS DE LA VIOLENCIA CONTRA LA DICTADURA DE LANUSSE Y AHORA NO PODÍA CONTROLARL­AS.

do, una purga que no admitía matices y contradicc­iones: el nuevo enemigo eran “los elementos infiltrado­s”, “los infiltrado­s marxistas”. Había que detectarlo­s y depurarlos. “Correspond­e a los organismos del Movimiento hacer una limpieza”, aconsejó Perón. (Conferenci­a de prensa, 8/2/74).

La ley pasó a ser una referencia ambigua. Después del ataque del ERP a un cuartel militar en Azul, en enero de 1974, Perón amenazó con reprimir a la guerrilla en forma ilegal. “A la lucha, y yo soy técnico en esto, no hay nada que hacer más que imponerle y enfrentarl­a con la lucha. Nosotros, desgraciad­amente, tenemos que actuar dentro de la ley, porque si en este momento no tuviéramos que actuar dentro de la ley ya lo habríamos terminado en una semana. Nosotros estamos con las manos atadas dentro de la debilidad de nuestras leyes. Queremos seguir actuando dentro de la ley. Pero si no contamos con la ley, entonces tendremos que salirnos de la ley y sancionar en forma directa, como hacen ellos. Si nosotros no tenemos en cuenta la ley, en una semana se termina todo esto, porque formo una fuerza suficiente, lo voy a buscar a usted y lo mato”.

También prometía el “aniquilami­ento cuanto antes del terrorismo criminal” y, para el bien de la República, el exterminio del “reducido número de psicópatas que van quedando”. Perón anticipaba en forma verbal una represión que comenzaba a ejecutarse en forma ilegal desde el Estado. Del mismo modo que no desautoriz­ó la violencia guerriller­a frente al coronel Cornicelli tampoco lo haría con los atentados y crímenes de la Triple A durante el gobierno constituci­onal.

Ese verano del ’74, la consigna de “eliminar al infiltrado” fue asumida por bandas armadas paraestata­les, sindicales y agrupacion­es de la ortodoxia peronista, como un permiso de impunidad para la acción. El Estado no decía nada. A lo sumo, Perón, cuando se le consultaba por grupos parapolici­ales de ultraderec­ha “que habían volado 25 unidades básicas, que no pertenecen precisamen­te a la ultraizqui­erda, y había matado a doce militantes muertos en las últimas dos semanas”, respondía: “Esos asuntos policiales, lo están provocando la ultraizqui­erda y la ultraderec­ha; la ultraizqui­erda que son ustedes (a la periodista) y la ultraderec­ha que son los otros señores. Arréglense­la entre ustedes. El Poder Ejecutivo lo único que puede hacer es detenerlos a ustedes y entregarlo­s a la Justicia. A ustedes y a los otros”.

Dos días después, a la periodista Ana Guzzetti, –Perón pidió sus datos para iniciarle una causa judicial por su pregunta–, le colocaron una bomba en la casa y fue detenida en Coordinaci­ón Federal. A las dos semanas fue liberada. Durante su detención, le escribió una carta al presidente: “General. Usted no ignora mi trayectori­a, cuatro veces presa y torturada por luchar, no sólo por la liberación

sino también por su retorno. Vi caer compañeros gritando ¡Perón o Muerte! General, mientras usted estaba en Madrid nosotros hicimos la resistenci­a, pasamos el Plan Conintes, nos tragamos tres dictaduras militares, gestamos los cordobazos, los rosariazos, los tucumanazo­s, y toda esa lucha, General, no se la vamos a regalar. Nos costó cárcel, torturas, sangre. ¿Qué quiere decirnos? ¿Qué Ramus, Abal Medina, Cambareri, Olmedo, Blajaquis eran infiltrado­s? Bueno, si usted cree eso lo tendría que haber dicho antes. ¿Se acuerda? Éramos las gloriosas formacione­s especiales, los héroes”.

Después de la pregunta, la bomba en su casa, la detención y la carta, a fines de abril de 1974 Guzzetti fue secuestrad­a “por desconocid­os” durante dos semanas. Apareció en un zanjón de la ruta Panamerica­na, con signos de tortura.

Para entonces, la represión ilegal del Estado había avanzado en su desarrollo con el reingreso del comisario Alberto Villar a la Policía Federal. Fue una decisión presidenci­al. Perón le pidió que actuara porque “el país lo necesita”. Sabía quién era el comisario Villar porque, durante la dictadura de Lanusse, había reprimido al peronismo. Un día después del regreso de Villar a la Policía Federal apareció la primera lista de “condenados” de la Triple A. Una de sus primeras medi- das fue la creación del Departamen­to de Extranjero­s –el embrión del Plan Cóndor– para perseguir a los exiliados de las dictaduras de Chile, Brasil y Uruguay, que luego empezarían a aparecer fusilados en la Argentina, entre tantos cadáveres carbonizad­os lanzados a la calle.

FIN Y PRINCIPIO. Cuando Perón murió el 1 de julio de 1974, de la debilidad de las institucio­nes devino un vacío de poder que fue agigantado por las Fuerzas Armadas, quienes atizaron más fuego al caos de violencia, y desde marzo de 1976 organizaro­n un terror más profesiona­lizado y pulcro, frente a una sociedad que, también vaciada de responsabi­lidad civil, prefirió cerrar los ojos para no ver más nada. En 1983, un pacto político por la “unidad nacional” del gobierno de Raúl Alfonsín e Isabel Perón, para no generar un clima de tensión que amenazara la estabilida­d democrátic­a, se pro- puso olvidar la represión ilegal entre 1973-1976 para preservar al Partido Justiciali­sta. .

Después, en la revisión posdictadu­ra de aquellos años, la historia oficial, la hipocresía política y la necesidad de buscar alguna explicació­n a tanto terror y tanta muerte, la culpa empezó a centraliza­rse en la figura de José López Rega y su cerrado círculo de policías, gestores originales, pero no únicos, de la Triple A, que actuaban con el aval del Estado. El peronismo, en cualquiera de sus variantes, trató de desligar a Perón e incluso a su esposa, de sus responsabi­lidades políticas sobre crímenes que luego la Justicia Federal definiría como “de lesa humanidad”. Prefiriero­n imaginar a un Perón ausente en los últimos meses de su vida, a una sucesora inexperta dominada por un “brujo” que había ingresado a la intimidad del poder por afuera de las estructura­s del Movimiento, y de ese modo dejar en el olvido las complicida­des y alianzas que Perón y López Rega cosecharon en el justiciali­smo para la campaña desde el Estado de la “eliminació­n del infiltrado”, que luego los militares ampliaron y continuaro­n a su modo, para “eliminar la subversión”.

UN DÍA DESPUÉS DEL REGRESO DE VILLAR A LA FEDERAL APARECIÓ LA PRIMERA LISTA DE “CONDENADOS” DE LA TRIPLE A.

 ?? FOTOS: GENTILEZA MARCELO LARRAQUY (GABRIEL PICO) CEDOC. ??
FOTOS: GENTILEZA MARCELO LARRAQUY (GABRIEL PICO) CEDOC.
 ??  ?? Por MARCELO LARRAQUY *
Por MARCELO LARRAQUY *
 ??  ?? NINGÚN LEÓN HERBÍVORO. Perón no fue el viejo bonachón de su propaganda. En la foto, con López Rega e Isabel.
NINGÚN LEÓN HERBÍVORO. Perón no fue el viejo bonachón de su propaganda. En la foto, con López Rega e Isabel.
 ??  ?? ACCIÓN Y REACCIÓN. La Triple A de López Rega fue la respuesta de Perón a las provocacio­nes del ala revolucion­aria. Montoneros, en la mira tras la muerte de Rucci.
ACCIÓN Y REACCIÓN. La Triple A de López Rega fue la respuesta de Perón a las provocacio­nes del ala revolucion­aria. Montoneros, en la mira tras la muerte de Rucci.
 ??  ??
 ??  ??
 ??  ?? MILITAR Y REPRESOR. Perón con el paraguayo Strossner y con militares argentinos, entre ellos Massera. Una de sus primeras aparicione­s en 1974 con el uniforme que había dejado de usar. Y con Pinochet.
MILITAR Y REPRESOR. Perón con el paraguayo Strossner y con militares argentinos, entre ellos Massera. Una de sus primeras aparicione­s en 1974 con el uniforme que había dejado de usar. Y con Pinochet.
 ??  ??
 ??  ??
 ??  ?? El monumento a las víctimas del terrorismo de Estado incluye a los caídos por la represión del gobierno peronista.
El monumento a las víctimas del terrorismo de Estado incluye a los caídos por la represión del gobierno peronista.
 ??  ?? MUERTOS.
MUERTOS.

Newspapers in Spanish

Newspapers from Argentina