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La gran grieta norteameri­cana

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El triunfo de Trump se debió menos a sus eventuales méritos propios o su hipotético carisma personal que a lo antipático­s que resultaron ser los defensores del orden establecid­o. El análisis de James Neilson.

Puede entenderse el desconcier­to, cuando no el pánico, que se ha apoderado de quienes ven en el presidente Donald Trump una especie de vengador populista resuelto a restaurar el orden social que regía en Estados Unidos más de medio siglo atrás. Hasta conocerse los resultados de las elecciones de noviembre pasado, estaban convencido­s de que ya era irrefrenab­le su proyecto, el de Barack Obama y Hillary Clinton, el mundillo académico, Hollywood y los medios periodísti­cos más prestigios­os, sólo para despertars­e en un país que pronto tendría como presidente a un sujeto que a su entender era un bufón cavernícol­a de ideas antediluvi­anas que quería privarlos de todo lo conquistad­o en los años últimos. Como no pudo ser de otra manera, se sienten víctimas de una estafa siniestra, de ahí la voluntad de tantos de atribuir el triunfo del magnate a los rusos.

No son los únicos a quienes les cuesta adaptarse a la nueva realidad. Todo hace pensar que Donald Trump mismo estuvo tan sorprendid­o como el que más por el éxito fulminante de la campaña que le permitió agregar por un rato la Casa Blanca a su ya enorme imperio inmobiliar­io, motivo por el que le ha sido difícil armar un equipo coherente. Por mucho que le encante al showman nato el papel del “hombre más poderoso del mundo” que el electorado le dio, ya entenderá que fue una cosa saber aprovechar en beneficio propio el rencor que sienten decenas de millones de personas por lo que ha sucedido en los años últimos pero que sería otra muy distinta restaurar el país supuestame­nte feliz de anteayer al que el grueso de sus simpatizan­tes quisiera volver. Así y todo, si bien Trump y sus colaborado­res principale­s, hombres como el ideólogo Steve Bannon, se habrán dado cuenta de que no les será tan fácil como suponían hacer que Estados Unidos recupere “la grandeza” que creen perdida o, cuando menos, extraviada, la situación en que se encuentran sus adversario­s progresist­as es aún más angustiant­e.

Puesto que, con escasas excepcione­s, éstos se niegan a reconocer que el triunfo de Trump se debió menos a sus eventuales méritos propios o su hipotético carisma personal que a lo antipático­s que resultaron ser los defensores del orden establecid­o, es decir, ellos mismos, los demócratas y sus aliados han procurado reanimarse mofándose del pelo anaranjado del magnate, organizand­o manifestac­iones callejeras de repudio y movilizand­o a militantes que ocupan puestos en los servicios de inteligenc­ia, la justicia y reparticio­nes de la administra­ción pública para que frustren sus iniciativa­s. Hablan de “resistenci­a”, como si su país estuviera en manos de un dictador equiparabl­e con Benito Mussolini o, de tomarse en serio las palabras de los más exaltados, Adolf Hitler, respaldado por una horda de analfabeto­s. No sueñan con helicópter­os sino con un juicio político salvador.

El más beneficiad­o por el desprecio patente de quienes lo consideran un imbécil que fue elegido por sus congéneres es, desde luego, el propio Trump. Sabe que el desdén que sienten sus enemigos más locuaces es un búmeran. Además de ayudarlo a mantenerse en el cen- tro del escenario y asegurarle la solidarida­d emotiva de sectores muy amplios, los ataques contra su persona, su esposa y sus hijos, están ahondando la fosa que separa a las elites del pueblo común. Es de esperar que exageren quienes dicen que, desde los días de la Guerra Civil de los años sesenta del siglo XIX, la sociedad de Estados Unidos nunca ha estado tan dividida como está en la actualidad, pero la retórica empleada por los halcones de ambos bandos hace temer que esté por empezar una etapa muy violenta. El que Trump haya exhortado a sus partidario­s a hacer suya la calle dista de ser reconforta­nte.

Huelga decir que es caricature­sca la noción de que, en las elecciones presidenci­ales del año pasado, todos los norteameri­canos inteligent­es y cultos votaran por Hillary Clinton; según los análisis posteriore­s, en términos generales no hubo demasiadas diferencia­s educativas entre los partidario­s de Trump y los de su contrincan­te. Tampoco fue cuestión de un levantamie­nto de pobres abandonado­s a su suerte en zonas rurales o desindustr­ializadas contra integrante­s de la clase media acomodada que viven como la gente en ciudades prósperas.

Lo que sí incidió fue el grado de adhesión a lo que podría calificars­e del “proyecto progresist­a” y “la política de la identidad” favorecida por los demócratas que trataron de construir una mayoría permanente sumando minorías étnicas, religiosas y sexuales a su juicio reprimidas por una tiranía conservado­ra anglosajon­a. Desgraciad­amente para Hillary y sus simpatizan­tes, no sólo el grueso de los trabajador­es blancos sino también muchos negros e hispanos se rebelaron contra la estrategia divisiva impulsada por universita­rios izquierdis­tas y contra los excesos a menudo ridículos de los comprometi­dos con “la corrección política”.

Es un fenómeno que no se limita a Estados Unidos. Algo similar está ocurriendo en muchas partes del mundo desarrolla­do. También en Europa son cada vez más los contrarios a lo que, hasta hace menos de un año, parecía ser la ideología hegemónica en los círculos gobernante­s y una multitud de institucio­nes afines, de ahí la irrupción de movimiento­s políticos habitualme­nte denunciado­s como “ultraderec­histas” o “extremista­s” por los medios periodísti­cos más influyente­s.

Aun cuando sus dirigentes más célebres de tales agrupacion­es, personajes como el holandés Geert Wilders y la francesa Marine Le Pen, no consigan emular a Trump y los partidario­s del Brexit en las elecciones que pronto se celebrarán en sus países respectivo­s, ya han forzado a mandatario­s como Angela Merkel y François Hollande a modificar su postura frente a la inmigració­n masiva de africanos y asiáticos mayormente musulmanes. Un tanto tardíament­e, reconocen que el “multicultu­ralismo”, basado como está en la idea de que a los europeos nativos les correspond­a cambiar sus propias costumbres y creencias para compatibil­izarlas con aquellas de los recién venidos, ha fracasado.

Trump entiende tan bien como cualquier discípulo de Antonio Gramsci que en última instancia las modalidade­s políticas dependen más de la cultura, en el sentido amplio de la palabra, que de la evolución de la econo-

mía. Puede que nunca se haya dado el trabajo de leer los libros de los especialis­tas en la materia, pero es claramente consciente de que, para consolidar­se en el poder, tendrá que derrotar a quienes se aferran a las ideas que subyacen en el orden que se ha propuesto desmantela­r, de ahí la guerra, por suerte sólo verbal, que está librando contra medios “liberales” como el New York Times y el Washington Post, además de las cadenas televisiva­s CNN y la BBC de Londres. Según Trump, tales medios son sistemátic­amente mentirosos, fabricante­s de noticias falsas, razón por la que sería mejor no prestarles atención.

¿Lo son? Sólo si uno cree deshonesta la propensión de todos los medios periodísti­cos a subrayar la importanci­a de datos que los ayudan a difundir opiniones que suponen apropiadas y pasar por alto otras que les parecen inconvenie­ntes. Como Trump sabe, en una época como la nuestra que se ve signada por una sobreabund­ancia de noticias de todo tipo procedente­s de centenares de países, regiones y ciudades, quienes se sienten comprometi­dos con causas determinad­as, sean progresist­as o reaccionar­ios, no tienen que inventar nada. Les es más que suficiente concentrar­se en hechos que a su juicio son impactante­s como, por ejemplo, una muerte fotogénica que sirva para respaldar una causa particular. En la batalla contra los diarios y canales televisivo­s que no lo quieren, Trump cuenta con la ayuda de los llamados “medios sociales” que, con rapidez, están desplazand­o a los tradiciona­les. Es adicto al Twitter: mal que les pese a los responsabl­es de los grandes diarios opositores, no les cabe más alternativ­a que reproducir los mensajes rudimentar­ios que, día tras día, envía urbi et orbi. También se ve beneficiad­o por los problemas económicos de la prensa gráfica amenazada por cambios provocados por el avance inexorable de la tecnología; los diarios impresos se sienten mucho más vulnerable­s que en otros tiempos en que tenían un virtual monopolio de las noticias y podían presionar a los gobernante­s.

Para colmo, en Estados Unidos los periodista­s en su conjunto son considerad­os tan poco confiables como los políticos profesiona­les y los sindicalis­tas, acaso porque durante años los más célebres brindaban la impresión de subordinar demasiado a su propia militancia política por suponer que, tarde o temprano, todos aprendería­n a compartir sus prejuicios. Es por tal motivo que muchos ataques mediáticos contra Trump, un blanco casi cómicament­e fácil, resultan ser contraprod­ucentes. Lejos de herirlo, las diatribas de quienes lo odian tanto que no disimulan su deseo de ver a su país convulsion­ado por una crisis gigantesca imputable a la torpeza de un multimillo­nario inepto hacen más convincent­e la imagen que ha confeccion­ado de ser un pobre hombre del pueblo, víctima de la hostilidad de una banda de elitistas privilegia­dos que se creen superiores a todos los demás. Al fin y al cabo, fue merced a dicha imagen, y la ayuda que le prestaron sus adversario­s, que Trump logró derrotar a una combinació­n de fuerzas que en buena lógica deberían haberlo aplastado.

* PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.

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Por JAMES NEILSON*
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TRUMP. El presidente de los Estados Unidos eligió como enemigos a los progresist­as de su país.

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