La inefable liturgia de representar:
Inspirado por Lee Strasberg y “El método del Actors Studio”, el protagonista de “El ciudadano Ilustre” diserta sobre sus métodos y estudios en materia de actuación. Un ensayo sobre los preconceptos, la técnica y el oficio.
inspirado por Lee Strasberg y “El método del Actor’s Studio”, el protagonista de “El ciudadano ilustre” diserta sobre sus métodos y estudios en materia de actuación. Un ensayo sobre los preconceptos, la técnica y el oficio.
Tuvieron que pasar casi cincuenta años desde que empecé a estudiar, a los catorce años, y algo más de cuarenta de constante experiencia profesional, para que, finalmente, me decidiera a escribir sobre el actor. No estoy queriendo decir que el tiempo me avale, sino más bien lo contrario: me arrepiento hoy de no haber llevado apuntes de mis tempranas y permanentes reflexiones sobre el trabajo.
Sé que fue un exceso de pudor lo que me impidió hacerlo. ¿Quién era yo para que mis consideraciones valieran la pena? Sin embargo, por más atinado que me sonara ese razonable argumento (que todavía puede seguir siendo válido), hoy podría contar con una innumerable cantidad de registros, de los que carezco, y cotejar mis cavilaciones de entonces con las actuales que, seguramente, se verían enriquecidas en ese proceso. Desde las dificultades en la creación de un personaje hasta los logros laboriosos o inesperados; desde la desesperante inminencia de un estreno no deseado a la de vivir el estreno como una fiesta, como un nacimiento, como la feliz coronación de un buen proceso creativo.
Desde la repentina revelación que nos asalta en el escenario y en el desempeño mismo de una función, ya sea sobre el personaje, sobre uno mismo como persona o como intérprete (o en ambos sentidos), a la dificultad de mantener vivo un trabajo después de cientos de representaciones. Más: descubrimientos de orden técnico de distinto calibre; el placer de la aventura creativa con un director que guía, que estimula, que contiene — con el que se trabaja mancomunadamente— o la frecuente contrariedad de trabajar con un director en quien no se confía y la difícil tramitación — implícita o explícita—
de un acuerdo que nos permita llegar a un resultado satisfactorio; la reacción ante "accidentes escénicos" de diversa naturaleza que ponen en riesgo la credibilidad de la realidad imaginaria, tanto para el público como para el actor; las traiciones de la memoria…
El universo de la problemática del actor es tan inconmensurable y fascinante, que tal vez eso justifique o explique, junto con el placer de la propia labor, la pasión que despierta en nosotros abocarnos, aun después de décadas, a investigar, descubrir y desentrañar sus misterios. Siempre pensé que el material escrito existente era escaso. Si bien es cierto que el aprendizaje de un actor es fundamentalmente empírico, no es menos cierto que los manuales escritos por ejemplo por el maestro Stanislavski sobre la formación y el trabajo son de muchísima utilidad. Y lo fueron para generaciones. Lee Strasberg no escribió un libro ni circulan trabajos escritos de su puño y letra, pero sí lo hizo Robert H.
Hethmon viéndolo trabajar y transcribiendo conversaciones con él, en un interesantísimo testimonio que lleva por título “El método del Actors Studio”. En la parte I de este ensayo me refiero a distintos aspectos del fenómeno actoral, que podríamos llamar doctrinarios, y a los que considero los principios técnicos fundamentales del trabajo del actor, que juzgo centrales. La parte II, desde su denominación, "Consideraciones varias de distinto orden", es suficientemente explícita como para dar idea de la heterogeneidad de sus contenidos. Pero todos están referidos siempre al actor, con la esperanza de que este trabajo pueda ser de utilidad para actores jóvenes y en formación.
TÉCNICA Y PRÁCTICA. Escuché a muchos profesionales, algunos muy buenos, desacreditar lo conceptual y teórico y defender la supremacía de la intuición y de la experiencia de manera excluyente. Es una dicotomía falsa. No hay ningún concepto teórico que afirme lo contrario en relación a la importancia de la intuición natural y la experiencia personal; es decir, que desacredite la experiencia a favor de lo puramente conceptual. Lo empírico y lo conceptual se nutren recíprocamente. No existe incompatibilidad entre una cosa y la otra. La formación y la obtención de un criterio no se oponen a ninguno de los atributos naturales, ni a la buena capitalización de la experiencia. Por el contrario: están al servicio de potenciar al máximo esas propiedades. Nada suple al talento natural.
Pero el talento puede perfeccionarse y desarrollarse mejor. Y puede malograrse, también. No solo por falta de formación y de criterio, obviamente; si la persona del intérprete se deteriora o se anquilosa, difícilmente su talento permanezca intacto. En cualquier profesión, supongo, será igual. Pero en el caso de un actor, es fatal. Una buena formación, el acopio de un bagaje de conceptos técnicos avalados por la práctica del trabajo, es una guía, un dique, una suerte de consigna suprema, que organiza, que encauza, y que protege y afianza las condiciones naturales de cualquier intér- prete: del que cuenta con recursos extraordinarios y del que carece de esos recursos. Contar con ese caudal es acrecentar los recursos. Un pianista, un cantante, un artista plástico, un bailarín, al igual que un futbolista, un tenista o un atleta de cualquier disciplina, deben contar también con recursos naturales. Pero eso no quiere decir que no deban desarrollar y perfeccionar una técnica que les permita explotar esos recursos a su máxima expresión, si es que quieren alcanzar la cima de sus posibilidades y obtener un alto rendimiento. Esos profesionales se entrenan y se aplican.
No dependen, enteramente, de su inspiración y de sus recursos naturales. Es difícil superarse limitándose a eso. Entre los actores, sin embargo, es común que se recurra a creencias personales, a maneras conocidas de resolver, a mañas adquiridas en la práctica sin rigor, a costumbres, en definitiva, que se confunden con el "oficio", cuando no son más que rudimentos del oficio que, casi obligadamente, se transforman en vicios. Esos actores se vuelven previsibles. Pierden la capacidad de sorprender.
Cuando la premisa básica de cualquier trabajo debe ser exactamente la contraria. El actor, se supone, debe estar al servicio del personaje; si el actor se repite, es al revés. Al personaje no lo conocemos; es el actor quien debe revelarnos cómo es.
OFICIO NO ES ACTUAR. Pero si ese actor resuelve siempre de una manera más o menos parecida, reconocible, el personaje permanece oculto, enmascarado en él. Por eso, a la frase "está resuelto con oficio", que alude a ese tipo de trabajos y que escuché miles de veces, habría que contraponer: "No está resuelto". La práctica profesional impone muchas veces trabajar con escasa elaboración y poco tiempo de resolución, sobre todo en las formas industriales de producción.
Hay intérpretes que se acomodan mejor que otros a esas condiciones, desarrollando una capacidad acotada a esa clase de requerimientos; es decir: son rápidos, son eficaces, "resuelven con oficio" personajes y situaciones sin elaboración, donde lo más ponderable suele ser la velocidad de resolución y donde, por lo tanto, no hay espacio para el riesgo, para la exploración, para la reflexión, para el error: todas, premisas básicas para la verdadera creación. Esa "efectividad" es únicamente aplicable al tipo de producto que la requiere, cuya calidad está, obviamente, restringida por su formato de producción, y de la cual sus guiones, que normalmente no trascienden el costumbrismo, son también inevitables herederos.
A los actores se los convoca para hacer casi de sí mismos, en palabras de Strasberg "para lo que da su imagen social"; o bien porque ya han probado ser eficientes en una gama de personajes o comportamientos determinada. El famoso "encasillamiento". Algunos, con increíble pericia, consiguen, de vez en cuando, romper ese molde, trascenderlo logrando un trabajo con visos de creación original. Pero la mayoría sucumbe a "resolver con oficio". Aun el intérprete avezado y poseedor de una
técnica puede correr esa suerte en esas circunstancias; pero cuenta con más herramientas que aquel con poca preparación y carente de técnica. Además, usualmente, no se limita a trabajar en esas condiciones. El teatro suele ser su reaseguro. El lugar en el que aprende y desarrolla su oficio. Allí arriesga, tropieza, se equivoca, pone a prueba sus recursos, desarrolla su destreza; o sea: adiestra y forja su instrumento. Es lo que aprende en el teatro lo que le sirve para afrontar otros compromisos. En el trabajo televisivo, e incluso en el cine, se aprenden argucias, artimañas técnicas del género, pero no del funcionamiento esencial del instrumento del actor. En el teatro, cada noche, el actor se topa con la desnudez de su oficio ante el público.
En la inefable liturgia de representar para ese público una realidad imaginaria y crear la ilusión de que eso que ocurre, ocurre por primera y única vez ante sus ojos. Sin intermediación; sin artificiosidad. Y si esa ilusión no se cumple, tanto el público como el actor se frustran.
En cine, hay experiencias de que bajo las órdenes de un gran director cinematográfico, intérpretes improvisados, sin ninguna clase de experiencia previa, terminan cumpliendo un desempeño satisfactorio. En el teatro eso es impensable. En cine, la ilusión y la magia dependen, por sobre todos los rubros, del director. Y de los recursos técnicos cada vez más sofisticados que esa industria tiene. En el teatro, en cambio, esa responsabilidad es del actor. No hay recurso técnico, ni director, por más experimentado y talentoso que sea, que pueda prescindir de la creatividad del intérprete, que es, en definitiva, su material de trabajo más determinante.
Puede prescindir de todo lo demás; todo lo demás es aleatorio, menos la destreza del intérprete. Porque sin él, nada se crea. Y si nada se crea, nada se cree.
El teatro es el templo al que el actor debe volver siempre, a renovar su fe en el hecho imaginario y a practicar su doctrina. Si no lo hace, o si permanece durante mucho tiempo alejado de él, el escenario, que es su casa, se vuelve un espacio amenazante, hostil, desmesurado; y el instrumento se entumece, o lo que es aún peor, puede atrofiarse. Es por eso que muchas estrellas internacionales del cine y grandes actores vuelven cada tanto al teatro, aunque sea en breves temporadas; no por dinero, obviamente, ni por ninguna otra razón subalterna a la de reencontrarse con la esencia pura del trabajo, con la matriz de la actuación: enfrentar al público con el riesgo intrínseco que eso implica, sin tamices, sin coartadas técnicas y sin interrupciones, del principio al fin, hasta que la parábola del personaje haya concluido.
La experiencia teatral es la única en la que todo eso ocurre. Por eso, es la más enriquecedora de todas. Es difícil que un gran actor teatral, de la mano de un buen director cinematográfico, no pueda lograr grandes desempeños en el cine. Sin embargo, muchos intérpretes consagrados solo en el cine, al animarse al teatro, no han logrado lo mismo en el escenario. Los ejemplos abundan, así como también de los que nunca se han arriesgado a la experiencia teatral.
PARADOJA DE LA REPETICIÓN. Hay dos factores fundamentales que convierten a la práctica escénica en una experiencia superadora del trabajo actoral, en relación con las formas audiovisuales: la presencia del público y la repetición. Hacen una diferencia sustancial en cuanto al ejercicio y al aprendizaje profesional. Un actor joven y en formación debería comprenderlo como una consigna primordial; insoslayable. El público es la razón de ser del actor, y desplegar el hecho imaginario ante él supone asumir el desafío intrínseco del intérprete: capturar su atención, su interés, palmo a palmo; convertir ese espacio de tiempo en una experiencia que justifique su presencia allí.
Construir la realidad imaginaria, y por medio de ella lograr ese propósito, se convierte entonces en una doble conquista. Forjarse en esa contienda es, por lo tanto, la quintaesencia del oficio. La repetición es igualmente esencial. Dice Strasberg que el arte del actor está en la repetición. Es que, aunque para un lego en nuestra materia pueda resultar paradójico, el actor solo puede crear algo vivo por medio de la repetición.
Es la repetición la que termina dándole la libertad y la soltura indispensables para que la espontaneidad aparezca. Nos estamos refiriendo a la libertad ceñida a un texto, a un personaje, a una puesta del director, a indicaciones y condicionamientos precisos. Es dentro de esos márgenes que el actor encuentra su libertad en la repetición, que jamás debe ser rutinaria, mecánica, si pretende crear algo vivo. Cuanto más afinado está un intérprete en esa clase de repetición, tanto más puede ensanchar los márgenes de su libertad creadora. Un buen ejemplo para comprender esto es el ejecutor musical; un concertista de piano, digamos.
Primero debe conocer la partitura, ya que para interpretarla la debe respetar. Comienza a practicarla y a reconocer las dificultades de orden técnico que la partitura le plantea, repetidas veces, hasta que se siente en condiciones de resolverlas; recién después de ese proceso, a veces arduo, está en condiciones de empezar a interpretarla. Finalmente, cuando las dificultades técnicas están salvadas y la obra fue comprendida cabalmente en su ejecución, con sus inflexiones, sus énfasis y sus cadencias, su ritmo y su espíritu, comienza su arte, su propia versión. Cuando logra incorporar sin esfuerzo lo aprendido y despreocuparse de los condicionamientos técnicos y constitutivos de la obra, nace su virtuosismo. Ya no es esclavo de la partitura: es suya. La repetición es el proceso mediante el cual se perfecciona la ejecución. Y cada ejecución es un ensayo. Del mismo modo que para un actor, cada función lo es.
Muchas veces se nos pregunta, cuando hacemos teatro, cómo podemos hacer todos los días "lo mismo ". ¿Cómo explicar que es imposible hacer todos los días lo mismo; aun si uno se lo propusiera? No hay nada mejor para fracasar en el intento que pretender repetir
la función de ayer porque salió bien. Lo que habría que aspirar a reproducir, en todo caso, son las condiciones que la hicieron posible. Y ni aun así lograríamos un calco de la función anterior. Lograríamos algo bueno, algo vivo, algo único, que es en definitiva de lo que se trata. Pero nunca algo igual. Hay muchos días buenos en la vida, únicos, diferentes unos de otros. Eso es la vida; y la vida en el trabajo diario del escenario no difiere en ese sentido. Son incontables los factores que inciden para que, felizmente, sea imposible reproducir funciones calcadas; tantos, que haría falta un libro entero para enumerarlos a todos.
Pero en ese caso, si se pudiera, entonces sí que sería rutinario. Sería espantoso ir a trabajar al teatro, sabiendo que la excelencia está garantizada. Por suerte nunca lo está, y eso es lo que lo vuelve fascinante: que se trata de una conquista diaria. Es una obviedad pero, sin embargo, como muchas otras obviedades de distinto orden, a veces se nos pasa por alto. Es importante tenerlo siempre presente, antes de salir a escena, porque es lo que mejor nos predispone para alcanzar nuestro propósito; y podría resumirse así: saber qué debemos hacer, pero nunca cómo lo llevaremos a cabo, así se tengan cientos de representaciones de la misma obra. Preservar el espacio para lo inesperado, lo repentino, para que lo que tiene que suceder, suceda. Ya que si previamente lo prefiguramos en nuestra cabeza, esa premisa básica de la acción no se cumple. Lo que sucede, en ese caso, es la representación de una forma preconcebida mentalmente; una indicación de lo que debería suceder. No, una acción propiamente dicha. Al ir a rescatar esa imagen almacenada anticipadamente, dejamos de estar presentes, relacionados con lo que ocurre, condición ineludible de la acción escénica.
El actor, actúa. Y actuar es llevar acciones a cabo. Al estar plenamente relacionados con lo que está ocurriendo en la representación, atentos a las variantes inevitables que se producen en ella cada vez, por mínimas que sean, nos adaptamos y respondemos a ese estímulo determinado, a esa particularidad del momento;
y lo haremos de un modo, a la vez peculiar, volviendo vivo, único e irrepetible ese momento, esa representación. Obviamente, esto es imposible sin la repetición, porque hay que hacerlo respetando el carácter y las circunstancias del personaje y sin variar el texto ni las significaciones ya establecidas en la puesta. Del mismo modo que el pianista, es necesario haber dejado de ser esclavo de la partitura.
¿Dónde, sino en el teatro, podemos ejercitarnos en esa práctica? ¿Dónde, sino en el teatro, podemos adiestrarnos en el uso de nuestras funciones esenciales? En los formatos audiovisuales, además de que los tiempos son otros y muchas veces no favorables, la fragmentación del trabajo lo hace prácticamente imposible. Una vez más: en el adiestramiento teatral se templa el instrumento para rendir en otras disciplinas. Se forja el oficio. El trabajo, en cuanto al funcionamiento, es el mismo; se apoya en los mismos pilares: la naturaleza y el carácter del personaje, las circunstancias dadas, la línea de acción en función de la situación o el conflicto, y la concentración y la adaptación a la realidad imaginaria tal como se plantee. Todo eso produce la expresión.
EXPRESIÓN COMO CONSECUENCIA. Expresión, como su propia etimología lo indica, significa presión hacia afuera. Es decir que es el resultado de un suceso interno, la respuesta a un estímulo. Hay una actividad interior, compuesta por pensamientos y por emociones, como consecuencia de la cual sobreviene la expresión. A veces (muchas) hasta involuntariamente. De modo que de lo que menos debe ocuparse el actor es de la expresión. De lo que debe ocuparse es de crear las condiciones para que la expresión acontezca.
O sea: debe involucrarse en la realidad creada. Otra vez Strasberg: "Un actor es alguien que presta atención". Porque se involucra, al prestar atención. Cuando un intérprete, en cambio, tiene su atención puesta en la expresión, puso "el carro delante de los caballos", y salta a la vista, se hace groseramente evidente por su artificiosidad. Podría decirse que lo que expresa, en ese caso, es esa atención que tiene puesta en la apariencia exterior, ya que es eso lo que internamente lo está ocupando. No tiene cómo engañarnos. No se le cree, no conmueve, no captura nuestro interés. El disfraz no encubre, descubre. El escenario, igual.
El trabajo del actor depende rigurosamente, no de artilugios técnicos, sino de su compromiso meticuloso con las leyes naturales del funcionamiento psíquico y emocional. Se puede especular sobre la expresión después de un ensayo, después de una función: cómo pulirla en un momento determinado, cómo ajustarla o explotarla mejor. Pero en el momento de su "fabricación", en la acción, su generación nos demanda cumplir orgánicamente con lo que su gestación requiere: crear las condiciones para el acontecimiento interno que la produce. Independientemente de la inspiración que lo asista, si el intérprete está aplicado en esa tarea, el resultado (o sea, la expresión) es siempre mejor que apelar a la fabricación meramente externa de una falsa "expresión".