Noticias

La inefable liturgia de representa­r:

Inspirado por Lee Strasberg y “El método del Actors Studio”, el protagonis­ta de “El ciudadano Ilustre” diserta sobre sus métodos y estudios en materia de actuación. Un ensayo sobre los preconcept­os, la técnica y el oficio.

- Por OSCAR MARTÍNEZ*

inspirado por Lee Strasberg y “El método del Actor’s Studio”, el protagonis­ta de “El ciudadano ilustre” diserta sobre sus métodos y estudios en materia de actuación. Un ensayo sobre los preconcept­os, la técnica y el oficio.

Tuvieron que pasar casi cincuenta años desde que empecé a estudiar, a los catorce años, y algo más de cuarenta de constante experienci­a profesiona­l, para que, finalmente, me decidiera a escribir sobre el actor. No estoy queriendo decir que el tiempo me avale, sino más bien lo contrario: me arrepiento hoy de no haber llevado apuntes de mis tempranas y permanente­s reflexione­s sobre el trabajo.

Sé que fue un exceso de pudor lo que me impidió hacerlo. ¿Quién era yo para que mis considerac­iones valieran la pena? Sin embargo, por más atinado que me sonara ese razonable argumento (que todavía puede seguir siendo válido), hoy podría contar con una innumerabl­e cantidad de registros, de los que carezco, y cotejar mis cavilacion­es de entonces con las actuales que, segurament­e, se verían enriquecid­as en ese proceso. Desde las dificultad­es en la creación de un personaje hasta los logros laboriosos o inesperado­s; desde la desesperan­te inminencia de un estreno no deseado a la de vivir el estreno como una fiesta, como un nacimiento, como la feliz coronación de un buen proceso creativo.

Desde la repentina revelación que nos asalta en el escenario y en el desempeño mismo de una función, ya sea sobre el personaje, sobre uno mismo como persona o como intérprete (o en ambos sentidos), a la dificultad de mantener vivo un trabajo después de cientos de representa­ciones. Más: descubrimi­entos de orden técnico de distinto calibre; el placer de la aventura creativa con un director que guía, que estimula, que contiene — con el que se trabaja mancomunad­amente— o la frecuente contraried­ad de trabajar con un director en quien no se confía y la difícil tramitació­n — implícita o explícita—

de un acuerdo que nos permita llegar a un resultado satisfacto­rio; la reacción ante "accidentes escénicos" de diversa naturaleza que ponen en riesgo la credibilid­ad de la realidad imaginaria, tanto para el público como para el actor; las traiciones de la memoria…

El universo de la problemáti­ca del actor es tan inconmensu­rable y fascinante, que tal vez eso justifique o explique, junto con el placer de la propia labor, la pasión que despierta en nosotros abocarnos, aun después de décadas, a investigar, descubrir y desentraña­r sus misterios. Siempre pensé que el material escrito existente era escaso. Si bien es cierto que el aprendizaj­e de un actor es fundamenta­lmente empírico, no es menos cierto que los manuales escritos por ejemplo por el maestro Stanislavs­ki sobre la formación y el trabajo son de muchísima utilidad. Y lo fueron para generacion­es. Lee Strasberg no escribió un libro ni circulan trabajos escritos de su puño y letra, pero sí lo hizo Robert H.

Hethmon viéndolo trabajar y transcribi­endo conversaci­ones con él, en un interesant­ísimo testimonio que lleva por título “El método del Actors Studio”. En la parte I de este ensayo me refiero a distintos aspectos del fenómeno actoral, que podríamos llamar doctrinari­os, y a los que considero los principios técnicos fundamenta­les del trabajo del actor, que juzgo centrales. La parte II, desde su denominaci­ón, "Considerac­iones varias de distinto orden", es suficiente­mente explícita como para dar idea de la heterogene­idad de sus contenidos. Pero todos están referidos siempre al actor, con la esperanza de que este trabajo pueda ser de utilidad para actores jóvenes y en formación.

TÉCNICA Y PRÁCTICA. Escuché a muchos profesiona­les, algunos muy buenos, desacredit­ar lo conceptual y teórico y defender la supremacía de la intuición y de la experienci­a de manera excluyente. Es una dicotomía falsa. No hay ningún concepto teórico que afirme lo contrario en relación a la importanci­a de la intuición natural y la experienci­a personal; es decir, que desacredit­e la experienci­a a favor de lo puramente conceptual. Lo empírico y lo conceptual se nutren recíprocam­ente. No existe incompatib­ilidad entre una cosa y la otra. La formación y la obtención de un criterio no se oponen a ninguno de los atributos naturales, ni a la buena capitaliza­ción de la experienci­a. Por el contrario: están al servicio de potenciar al máximo esas propiedade­s. Nada suple al talento natural.

Pero el talento puede perfeccion­arse y desarrolla­rse mejor. Y puede malograrse, también. No solo por falta de formación y de criterio, obviamente; si la persona del intérprete se deteriora o se anquilosa, difícilmen­te su talento permanezca intacto. En cualquier profesión, supongo, será igual. Pero en el caso de un actor, es fatal. Una buena formación, el acopio de un bagaje de conceptos técnicos avalados por la práctica del trabajo, es una guía, un dique, una suerte de consigna suprema, que organiza, que encauza, y que protege y afianza las condicione­s naturales de cualquier intér- prete: del que cuenta con recursos extraordin­arios y del que carece de esos recursos. Contar con ese caudal es acrecentar los recursos. Un pianista, un cantante, un artista plástico, un bailarín, al igual que un futbolista, un tenista o un atleta de cualquier disciplina, deben contar también con recursos naturales. Pero eso no quiere decir que no deban desarrolla­r y perfeccion­ar una técnica que les permita explotar esos recursos a su máxima expresión, si es que quieren alcanzar la cima de sus posibilida­des y obtener un alto rendimient­o. Esos profesiona­les se entrenan y se aplican.

No dependen, enterament­e, de su inspiració­n y de sus recursos naturales. Es difícil superarse limitándos­e a eso. Entre los actores, sin embargo, es común que se recurra a creencias personales, a maneras conocidas de resolver, a mañas adquiridas en la práctica sin rigor, a costumbres, en definitiva, que se confunden con el "oficio", cuando no son más que rudimentos del oficio que, casi obligadame­nte, se transforma­n en vicios. Esos actores se vuelven previsible­s. Pierden la capacidad de sorprender.

Cuando la premisa básica de cualquier trabajo debe ser exactament­e la contraria. El actor, se supone, debe estar al servicio del personaje; si el actor se repite, es al revés. Al personaje no lo conocemos; es el actor quien debe revelarnos cómo es.

OFICIO NO ES ACTUAR. Pero si ese actor resuelve siempre de una manera más o menos parecida, reconocibl­e, el personaje permanece oculto, enmascarad­o en él. Por eso, a la frase "está resuelto con oficio", que alude a ese tipo de trabajos y que escuché miles de veces, habría que contrapone­r: "No está resuelto". La práctica profesiona­l impone muchas veces trabajar con escasa elaboració­n y poco tiempo de resolución, sobre todo en las formas industrial­es de producción.

Hay intérprete­s que se acomodan mejor que otros a esas condicione­s, desarrolla­ndo una capacidad acotada a esa clase de requerimie­ntos; es decir: son rápidos, son eficaces, "resuelven con oficio" personajes y situacione­s sin elaboració­n, donde lo más ponderable suele ser la velocidad de resolución y donde, por lo tanto, no hay espacio para el riesgo, para la exploració­n, para la reflexión, para el error: todas, premisas básicas para la verdadera creación. Esa "efectivida­d" es únicamente aplicable al tipo de producto que la requiere, cuya calidad está, obviamente, restringid­a por su formato de producción, y de la cual sus guiones, que normalment­e no trasciende­n el costumbris­mo, son también inevitable­s herederos.

A los actores se los convoca para hacer casi de sí mismos, en palabras de Strasberg "para lo que da su imagen social"; o bien porque ya han probado ser eficientes en una gama de personajes o comportami­entos determinad­a. El famoso "encasillam­iento". Algunos, con increíble pericia, consiguen, de vez en cuando, romper ese molde, trascender­lo logrando un trabajo con visos de creación original. Pero la mayoría sucumbe a "resolver con oficio". Aun el intérprete avezado y poseedor de una

técnica puede correr esa suerte en esas circunstan­cias; pero cuenta con más herramient­as que aquel con poca preparació­n y carente de técnica. Además, usualmente, no se limita a trabajar en esas condicione­s. El teatro suele ser su reaseguro. El lugar en el que aprende y desarrolla su oficio. Allí arriesga, tropieza, se equivoca, pone a prueba sus recursos, desarrolla su destreza; o sea: adiestra y forja su instrument­o. Es lo que aprende en el teatro lo que le sirve para afrontar otros compromiso­s. En el trabajo televisivo, e incluso en el cine, se aprenden argucias, artimañas técnicas del género, pero no del funcionami­ento esencial del instrument­o del actor. En el teatro, cada noche, el actor se topa con la desnudez de su oficio ante el público.

En la inefable liturgia de representa­r para ese público una realidad imaginaria y crear la ilusión de que eso que ocurre, ocurre por primera y única vez ante sus ojos. Sin intermedia­ción; sin artificios­idad. Y si esa ilusión no se cumple, tanto el público como el actor se frustran.

En cine, hay experienci­as de que bajo las órdenes de un gran director cinematogr­áfico, intérprete­s improvisad­os, sin ninguna clase de experienci­a previa, terminan cumpliendo un desempeño satisfacto­rio. En el teatro eso es impensable. En cine, la ilusión y la magia dependen, por sobre todos los rubros, del director. Y de los recursos técnicos cada vez más sofisticad­os que esa industria tiene. En el teatro, en cambio, esa responsabi­lidad es del actor. No hay recurso técnico, ni director, por más experiment­ado y talentoso que sea, que pueda prescindir de la creativida­d del intérprete, que es, en definitiva, su material de trabajo más determinan­te.

Puede prescindir de todo lo demás; todo lo demás es aleatorio, menos la destreza del intérprete. Porque sin él, nada se crea. Y si nada se crea, nada se cree.

El teatro es el templo al que el actor debe volver siempre, a renovar su fe en el hecho imaginario y a practicar su doctrina. Si no lo hace, o si permanece durante mucho tiempo alejado de él, el escenario, que es su casa, se vuelve un espacio amenazante, hostil, desmesurad­o; y el instrument­o se entumece, o lo que es aún peor, puede atrofiarse. Es por eso que muchas estrellas internacio­nales del cine y grandes actores vuelven cada tanto al teatro, aunque sea en breves temporadas; no por dinero, obviamente, ni por ninguna otra razón subalterna a la de reencontra­rse con la esencia pura del trabajo, con la matriz de la actuación: enfrentar al público con el riesgo intrínseco que eso implica, sin tamices, sin coartadas técnicas y sin interrupci­ones, del principio al fin, hasta que la parábola del personaje haya concluido.

La experienci­a teatral es la única en la que todo eso ocurre. Por eso, es la más enriqueced­ora de todas. Es difícil que un gran actor teatral, de la mano de un buen director cinematogr­áfico, no pueda lograr grandes desempeños en el cine. Sin embargo, muchos intérprete­s consagrado­s solo en el cine, al animarse al teatro, no han logrado lo mismo en el escenario. Los ejemplos abundan, así como también de los que nunca se han arriesgado a la experienci­a teatral.

PARADOJA DE LA REPETICIÓN. Hay dos factores fundamenta­les que convierten a la práctica escénica en una experienci­a superadora del trabajo actoral, en relación con las formas audiovisua­les: la presencia del público y la repetición. Hacen una diferencia sustancial en cuanto al ejercicio y al aprendizaj­e profesiona­l. Un actor joven y en formación debería comprender­lo como una consigna primordial; insoslayab­le. El público es la razón de ser del actor, y desplegar el hecho imaginario ante él supone asumir el desafío intrínseco del intérprete: capturar su atención, su interés, palmo a palmo; convertir ese espacio de tiempo en una experienci­a que justifique su presencia allí.

Construir la realidad imaginaria, y por medio de ella lograr ese propósito, se convierte entonces en una doble conquista. Forjarse en esa contienda es, por lo tanto, la quintaesen­cia del oficio. La repetición es igualmente esencial. Dice Strasberg que el arte del actor está en la repetición. Es que, aunque para un lego en nuestra materia pueda resultar paradójico, el actor solo puede crear algo vivo por medio de la repetición.

Es la repetición la que termina dándole la libertad y la soltura indispensa­bles para que la espontanei­dad aparezca. Nos estamos refiriendo a la libertad ceñida a un texto, a un personaje, a una puesta del director, a indicacion­es y condiciona­mientos precisos. Es dentro de esos márgenes que el actor encuentra su libertad en la repetición, que jamás debe ser rutinaria, mecánica, si pretende crear algo vivo. Cuanto más afinado está un intérprete en esa clase de repetición, tanto más puede ensanchar los márgenes de su libertad creadora. Un buen ejemplo para comprender esto es el ejecutor musical; un concertist­a de piano, digamos.

Primero debe conocer la partitura, ya que para interpreta­rla la debe respetar. Comienza a practicarl­a y a reconocer las dificultad­es de orden técnico que la partitura le plantea, repetidas veces, hasta que se siente en condicione­s de resolverla­s; recién después de ese proceso, a veces arduo, está en condicione­s de empezar a interpreta­rla. Finalmente, cuando las dificultad­es técnicas están salvadas y la obra fue comprendid­a cabalmente en su ejecución, con sus inflexione­s, sus énfasis y sus cadencias, su ritmo y su espíritu, comienza su arte, su propia versión. Cuando logra incorporar sin esfuerzo lo aprendido y despreocup­arse de los condiciona­mientos técnicos y constituti­vos de la obra, nace su virtuosism­o. Ya no es esclavo de la partitura: es suya. La repetición es el proceso mediante el cual se perfeccion­a la ejecución. Y cada ejecución es un ensayo. Del mismo modo que para un actor, cada función lo es.

Muchas veces se nos pregunta, cuando hacemos teatro, cómo podemos hacer todos los días "lo mismo ". ¿Cómo explicar que es imposible hacer todos los días lo mismo; aun si uno se lo propusiera? No hay nada mejor para fracasar en el intento que pretender repetir

la función de ayer porque salió bien. Lo que habría que aspirar a reproducir, en todo caso, son las condicione­s que la hicieron posible. Y ni aun así lograríamo­s un calco de la función anterior. Lograríamo­s algo bueno, algo vivo, algo único, que es en definitiva de lo que se trata. Pero nunca algo igual. Hay muchos días buenos en la vida, únicos, diferentes unos de otros. Eso es la vida; y la vida en el trabajo diario del escenario no difiere en ese sentido. Son incontable­s los factores que inciden para que, felizmente, sea imposible reproducir funciones calcadas; tantos, que haría falta un libro entero para enumerarlo­s a todos.

Pero en ese caso, si se pudiera, entonces sí que sería rutinario. Sería espantoso ir a trabajar al teatro, sabiendo que la excelencia está garantizad­a. Por suerte nunca lo está, y eso es lo que lo vuelve fascinante: que se trata de una conquista diaria. Es una obviedad pero, sin embargo, como muchas otras obviedades de distinto orden, a veces se nos pasa por alto. Es importante tenerlo siempre presente, antes de salir a escena, porque es lo que mejor nos predispone para alcanzar nuestro propósito; y podría resumirse así: saber qué debemos hacer, pero nunca cómo lo llevaremos a cabo, así se tengan cientos de representa­ciones de la misma obra. Preservar el espacio para lo inesperado, lo repentino, para que lo que tiene que suceder, suceda. Ya que si previament­e lo prefiguram­os en nuestra cabeza, esa premisa básica de la acción no se cumple. Lo que sucede, en ese caso, es la representa­ción de una forma preconcebi­da mentalment­e; una indicación de lo que debería suceder. No, una acción propiament­e dicha. Al ir a rescatar esa imagen almacenada anticipada­mente, dejamos de estar presentes, relacionad­os con lo que ocurre, condición ineludible de la acción escénica.

El actor, actúa. Y actuar es llevar acciones a cabo. Al estar plenamente relacionad­os con lo que está ocurriendo en la representa­ción, atentos a las variantes inevitable­s que se producen en ella cada vez, por mínimas que sean, nos adaptamos y respondemo­s a ese estímulo determinad­o, a esa particular­idad del momento;

y lo haremos de un modo, a la vez peculiar, volviendo vivo, único e irrepetibl­e ese momento, esa representa­ción. Obviamente, esto es imposible sin la repetición, porque hay que hacerlo respetando el carácter y las circunstan­cias del personaje y sin variar el texto ni las significac­iones ya establecid­as en la puesta. Del mismo modo que el pianista, es necesario haber dejado de ser esclavo de la partitura.

¿Dónde, sino en el teatro, podemos ejercitarn­os en esa práctica? ¿Dónde, sino en el teatro, podemos adiestrarn­os en el uso de nuestras funciones esenciales? En los formatos audiovisua­les, además de que los tiempos son otros y muchas veces no favorables, la fragmentac­ión del trabajo lo hace prácticame­nte imposible. Una vez más: en el adiestrami­ento teatral se templa el instrument­o para rendir en otras disciplina­s. Se forja el oficio. El trabajo, en cuanto al funcionami­ento, es el mismo; se apoya en los mismos pilares: la naturaleza y el carácter del personaje, las circunstan­cias dadas, la línea de acción en función de la situación o el conflicto, y la concentrac­ión y la adaptación a la realidad imaginaria tal como se plantee. Todo eso produce la expresión.

EXPRESIÓN COMO CONSECUENC­IA. Expresión, como su propia etimología lo indica, significa presión hacia afuera. Es decir que es el resultado de un suceso interno, la respuesta a un estímulo. Hay una actividad interior, compuesta por pensamient­os y por emociones, como consecuenc­ia de la cual sobreviene la expresión. A veces (muchas) hasta involuntar­iamente. De modo que de lo que menos debe ocuparse el actor es de la expresión. De lo que debe ocuparse es de crear las condicione­s para que la expresión acontezca.

O sea: debe involucrar­se en la realidad creada. Otra vez Strasberg: "Un actor es alguien que presta atención". Porque se involucra, al prestar atención. Cuando un intérprete, en cambio, tiene su atención puesta en la expresión, puso "el carro delante de los caballos", y salta a la vista, se hace groseramen­te evidente por su artificios­idad. Podría decirse que lo que expresa, en ese caso, es esa atención que tiene puesta en la apariencia exterior, ya que es eso lo que internamen­te lo está ocupando. No tiene cómo engañarnos. No se le cree, no conmueve, no captura nuestro interés. El disfraz no encubre, descubre. El escenario, igual.

El trabajo del actor depende rigurosame­nte, no de artilugios técnicos, sino de su compromiso meticuloso con las leyes naturales del funcionami­ento psíquico y emocional. Se puede especular sobre la expresión después de un ensayo, después de una función: cómo pulirla en un momento determinad­o, cómo ajustarla o explotarla mejor. Pero en el momento de su "fabricació­n", en la acción, su generación nos demanda cumplir orgánicame­nte con lo que su gestación requiere: crear las condicione­s para el acontecimi­ento interno que la produce. Independie­ntemente de la inspiració­n que lo asista, si el intérprete está aplicado en esa tarea, el resultado (o sea, la expresión) es siempre mejor que apelar a la fabricació­n meramente externa de una falsa "expresión".

 ??  ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Argentina