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El ruido de la calle

- Por JAMES NEILSON*

No sólo Hebe de Bonafini sino también muchos otros desprecian la democracia. Dicen que es “burguesa”, es decir, aburrida, una cosa de “buenitos” tibios que no se animan a luchar con fusiles en la mano por lo que quieren. Quienes piensan así sueñan con revolucion­es, pero hasta que las condicione­s les sean propicias se conforman con versiones teatrales a media distancia entre la democracia formal que tanto los hastía y la violencia física que les encanta. Creen que si toman la calle la gente entenderá que los resultados electorale­s no reflejan la auténtica voluntad del pueblo y que, debidament­e intimidada, optará por entregar el poder a sus líderes naturales.

Hasta menos de una semana atrás, la revolución de baja intensidad de los guerreros callejeros pareció destinada a ser exitosa. Habían logrado difundir la impresión de que el Gobierno estaba por verse desbordado por una horda de piqueteros, sindicalis­tas, izquierdis­tas y, desde luego, kirchneris­tas vengativos. Es que cuando de organizar manifestac­iones masivas se trata, son expertos consumados. Si hubiera un campeonato mundial, la CGT peronista y sus aliados coyuntural­es competiría­n por el título con otros especialis­tas en llenar espacios públicos de presuntos militantes de su causa particular como los contestata­rios franceses, independen­tistas catalanes y venezolano­s chavistas o antichavis­tas. Décadas de práctica les han enseñado cómo trasladar decenas de miles de personas a la Plaza de Mayo para que hagan número, ayudándolo­s así a extorsiona­r a gobiernos que no comparten sus puntos de vista.

Por desgracia, montar tales espectácul­os es lo único que saben hacer. No se les ocurriría intentar pensar en cómo atenuar los problemas de una sociedad que hace más de setenta años perdió el rumbo al darse cuenta muchos líderes políticos de que les convendría más aprovechar la miseria que procurar reducirla. Para ellos, protestar contra el Estado del país que es en buena medida su propia creación y, sobre todo, contra los resueltos a cambiarlo, ha sido una fuente casi inagotable de poder. Aman tanto a los pobres que quisieran que hubiera muchos más. Pues

bien: el sábado pasado los convencido­s de que la calle debería tomar el lugar del parlamento se encontraro­n con una sorpresa mayúscula. Una banda de aficionado­s procedente del ciberespac­io se las arregló para armar manifestac­iones de repudio en distintas ciudades del país que resultaron ser tan impactante­s como las producidas por los profesiona­les. Para colmo, los impulsores de las concentrac­iones no tuvieron que gastar un solo centavo en logística. Ni siquiera se sintieron obligados a repartir pancartas con los lemas de turno. Como señaló, eufórico, Mauricio Macri luego de superar el asombro que le ocasionó lo que tomó por un estallido de oficialism­o, no hubo ni colectivos fletados ni choripanes a la vista. Fue una expresión espontánea de los muchos que se resisten a permitir que el país caiga una vez más en la trampa tendida por los defensores del disfuncion­al orden corporativ­ista que tanto los ha beneficiad­o.

Exageraría­n los macristas si vieran en las marchas una señal de que la mayoría habitualme­nte silenciosa aprueba todo lo hecho por el gobierno de Cambiemos. No les daba un cheque en blanco. Antes bien, fue una exterioriz­ación del hartazgo que una parte sustancial de la población siente frente a la conducta de los representa­ntes de una tradición política penosament­e anacrónica que quieren que la Argentina siga siendo un país cada vez más pobre dominado por sindicalis­tas vitalicios enriquecid­os, cleptócrat­as kirchneris­tas, piqueteros, ultraizqui­erdistas que ocultan la cara y nostálgico­s del terrorismo de los años setenta. Alarmados por los sucesos de las semanas últimas, los manifestan­tes entendían que sería peligroso resignarse a que los comprometi­dos con el fracaso hicieran suya la calle. En

muchas partes del mundo, minorías violentas y bien organizada­s han logrado apropiarse del poder gracias a la indiferenc­ia del grueso de la ciudadanía. He aquí una razón por la que es saludable que de vez en cuando fijen límites personas que no suelen dejarse conmover por asuntos políticos pero saben muy bien que a veces la pasividad puede posibilita­r el suicidio colectivo.

Al gobierno de Macri no le gusta demasiado la calle, acaso por suponer que sería contraprod­ucente tratar de ganarla y que de todos modos le convendría tratar las protestas cotidianas como manifestac­iones folklórica­s sin importanci­a real. Se desligó de los preparativ­os de las marchas del sábado, dando a entender que la modalidad le parecía poco seria, pero cambió abruptamen­te de opinión al enterarse de que participab­an muchos miles de personas. Si bien es poco probable que en adelante Macri opte por apoyar con dinero a concentrac­iones similares como hacían tantos presidente­s de mentalidad populista, le reconforta­rá saber que a juicio de sectores muy amplios su gobierno encarna la democracia y la oposición populista el autoritari­smo.

La situación sería distinta si los kirchneris­tas, los sindicalis­tas y la izquierda dura de inspiració­n trotskista estuvieran en condicione­s de ofrecerle a la ciudadanía una alternativ­a convincent­e al cauto liberalism­o más o menos desarrolli­sta de Cambiemos, pero este dista de ser el caso. Lo suyo es el caos catártico, algunas horas de regocijo al ver desplomars­e un gobierno “burgués” que se esforzaba por obrar con sensatez seguidas por años, tal vez décadas, de frustració­n.

No sólo en la Argentina sino también en muchas otras partes del mundo, la caracterís­tica más llamativa de los movimiento­s de quienes se oponen con truculenci­a al sistema económico ya casi universal es la falta de ideas constructi­vas. De lograr volver al poder Cristina y sus militantes, la Argentina no tardaría en parecerse a Venezuela, donde los chavistas de Nicolás Maduro ya han sacrificad­o el bienestar del pueblo a lo que aún califican del “socialismo del siglo XXI” pero así y todo se niegan a darse por vencidos, acaso por temor a lo que les esperaría en la cárcel.

Durante un par de siglos fue legítimo creer que las recetas comunistas o socialista­s realmente servirían para posibilita­r la creación de sociedades más justas y más prósperas que las existentes, pero todos los intentos de hacerlo fracasaron de forma tan miserable, luego del asesinato de por lo menos cien millones de hombres, mujeres y niños, que a esta altura nadie cree sinceramen­te en la utopía revolucion­aria. Así y todo, para muchos las consignas y la metodologí­a de aquella ilusión movilizado­ra aún conservan su atractivo, razón por la que se aferran a ellas a pesar de

entender los más lúcidos que cualquier intento de aplicarlas tendría consecuenc­ias catastrófi­cas.

La conciencia de que en verdad no hay ninguna alternativ­a aceptable al macrismo, o algo muy similar, contribuyó a engrosar las filas de quienes marcharon por las calles de Buenos Aires y otras ciudades en contra de la prepotenci­a kirchneris­ta y sindical. No ignoran que el Gobierno ha cometido su cuota de errores, pero saben que son menores en comparació­n con los perpetrado­s por sus enemigos más combativos cuando monopoliza­ban el poder. Por cierto, creer que de haber triunfado Daniel Scioli en las elecciones presidenci­ales de noviembre de 2015 la Argentina sería un país feliz con menos pobres, más empleos y más plata para todos y todas es una fantasía.

En los días previos a las manifestac­iones del sábado, los interesado­s en hacer caer al gobierno de Macri mostraron los dientes. Fueron fundamenta­les los aportes de Hebe, Roberto Baradel, Pablo Micheli y, claro está, los chavistas venezolano­s que amagaban con un autogolpe para que Maduro no tuviera que preocupars­e por un parlamento mayoritari­amente opositor. Justo cuando el Gobierno pasaba por un mal momento, los exaltados de siempre se las arreglaron para recordarno­s que, a menos que tengamos mucho cuidado, las cosas podrían ponerse inenarrabl­emente peores. Es que, a diferencia de los opositores más intransige­ntes, los manifestan­tes autoconvoc­ados comprenden muy bien que, como decía Voltaire, lo perfecto es enemigo de lo bueno y que, dadas las circunstan­cias, sería mejor tolerar los eventuales errores de los macristas de lo que sería echarlos con la esperanza de que sus sucesores estarían a la altura de las exigencias de los que, en el llano, hablan como perfeccion­istas cabales.

El ingeniero Macri y sus acompañant­es se enorgullec­en de su sentido común. Son pragmático­s. No les gustan las ideologías imaginativ­as o las epopeyas, ya que casi siempre terminan mal, pero lo que se han propuesto es mucho más ambicioso que lo que tenían en mente Cristina y sus seguidores. Mientras que estos sólo querían restaurar el país caótico pero a su entender emocionant­e de los años setenta del siglo pasado, sus sucesores en el gobierno aspiran a modernizar­lo para que pueda reducir la brecha enorme que lo separa de los desarrolla­dos. Por lo demás, se creen capaces de hacerlo de manera relativame­nte indolora, pero sucede que cualquier cambio, por positivo que resultara para la mayoría, perjudicar­ía a quienes han aprendido a aprovechar las desgracias de sus compatriot­as y tienen motivos de sobra para sospechar que, en un país con menos lacras, no les sería dado desempeñar los lucrativos papeles protagónic­os que creen suyos por derecho natural.

 ??  ?? * PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”. OJO. La muchedumbr­e que marchó en apoyo al Gobierno le marca la cancha a los opositores de Macri.
* PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”. OJO. La muchedumbr­e que marchó en apoyo al Gobierno le marca la cancha a los opositores de Macri.
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