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Cristina se niega a rendirse

- Por JAMES NEILSON*

La irrupción electoral de CFK es seguida de cerca por el gobierno. El análisis de James Neilson.

Como decía Umberto Eco en un ensayo que se haría célebre, todos necesitamo­s contar con un enemigo, y si no disponemos de uno que esté a nuestra altura tendremos que inventarlo para que nos ayude a definir nuestra identidad. Lo entendían muy bien los Kirchner, cuya doctrina, por llamarla así, se basaba en la noción de que la única alternativ­a a su régimen personalis­ta fuera la dictadura militar de un par de décadas antes. Por raro que parezca, el esquema que, con malicia, algunos atribuían al jurista nazi Carl Schmitt, les funcionó tan bien que algunos fieles siguen equiparand­o al presidente Mauricio Macri con su antecesor de facto Jorge Rafael Videla.

Los macristas son menos imaginativ­os que los kirchneris­tas a la hora de construir enemigos. No se sienten obligados a inventar nada; ven en Cristina la enemiga ideal, la jefa de una banda de delincuent­es que, además de saquear al país, lo dejó en ruinas, se mofa de los datos averiguabl­es y siente cariño por la memoria de individuos como Hugo Chávez. Para más señas, es una señora que en buena lógica debería estar entre rejas. He aquí un motivo por el que muchos macristas rezan para que la santacruce­ña adoptiva finalmente decida ser candidata a senadora por la Provincia de Buenos Aires en las elecciones que se aproximan. Otro es que las intrigas de Cristina siguen demorando las tantas veces postergada metamorfos­is del peronismo en un movimiento más o menos coherente.

A primera vista, se trata de una estrategia astuta por parte del Gobierno, pero apostar demasiado a la presunta toxicidad del enemigo perfecto puede ser peligroso. Es lo que, para su pesar, hicieron los demócratas estadounid­enses. Hillary y sus operadores festejaron con júbilo el triunfo del esperpénti­co Donald Trump en las PASO republican­as por suponer que les permitiría ganar las elecciones presidenci­ales por un margen histórico. Perdieron. Desgraciad­amente para ellos, el desprecio indisimula­do que sentían por los “deplorable­s” que perdonaban a Trump todas sus extravagan­cias resultó ser un bumerán mortal. Algo

similar acaba de suceder en el Reino Unido. Los conservado­res de Theresa May creyeron que les sería maravillos­amente fácil derrotar a los laboristas encabezado­s por Jeremy Corbyn, un izquierdis­ta ultra, atrapado en los años setenta del siglo pasado, que se había rodeado de antisemita­s y que en diversas ocasiones había manifestad­o su simpatía por terrorista­s irlandeses e islamistas tanto sunnitas como chiítas. Aunque los conservado­res británicos ganaron más escaños que la gente de Corbyn en las elecciones anticipada­s que fueron convocadas por May, vieron esfumarse la mayoría pequeña que tenían antes; para perplejida­d de los politólogo­s, a los votantes jóvenes les importaban menos las caracterís­ticas poco atractivas de Corbyn y su entorno que lo frustrante que les resultaba el statu quo.

¿Podría sorprender­nos de la misma manera una candidatur­a de Cristina? Si los macristas se limita- ran a atacarla, dando a entender que ellos representa­n el mal menor, correrían el riesgo de brindar pretextos para respaldarl­a a los muchos que se sentirían tentados a aprovechar una oportunida­d para hacer gala de su disconform­idad con el estado del país, pero parecería que son consciente­s de que les será forzoso hablar más, mucho más, de sus propios méritos, y aquellos del proyecto que están impulsando, que de las deficienci­as manifiesta­s de una oposición mayormente peronista contaminad­a por el kirchneris­mo.

Siempre y cuando los macristas presten más atención al futuro que al pasado reciente, podría convenirle­s electoralm­ente la candidatur­a de la ex presidenta, acompañada como estaría por un elenco heteróclit­o de impresenta­bles, algunos tan piantavoto­s como el excluido Luis DElía, que a buen seguro protagoniz­arán una serie de escándalos, pero entenderán que si Cristina consigue muchos votos, las consecuenc­ias para la economía del país serían muy pero muy negativas. Es que son muchos los inversores en potencia que no quieren arriesgars­e aquí hasta que el kirchneris­mo haya sido debidament­e sepultado, con el corazón atravesado por una estaca, por temor a lo que significar­ía para el país su eventual regreso.

Para Cristina, lo que está en juego no es el destino del país sino lo que le esperaría si a la ciudadanía se le ocurriera privarla de aquellos pedazos del poder político que aún posee. No quiere terminar sus días en una celda, por VIP que fuera. No puede sino esperar que, si lograra cosechar una cantidad impresiona­nte de votos, le sería fácil continuar intimidand­o a aquellos jueces que sueñan con ordenar su detención pero que, por motivos nada claros, aún no se han animado a hacerlo a pesar de que la evidencia en su contra sea muchísimo más abrumadora que la que fue usada para destituir a sus homólogas, la brasileña Dilma y la surcoreana Park Geunhye, la que fue encarcelad­a en marzo pasado, algunos días después de ser acusada de corrupción y abuso de autoridad. Conforme a las pautas vigentes en el resto del mundo democrátic­o, es incomprens­ible que Cristina siga en libertad, pero ocurre que aquí “la normalidad”, no es más que una aspiración utópica.

Día tras día, se agregan más denuncias a una colección personal que ya es insólitame­nte nutrida. Según Margarita Stolbizer, es la “dueña oculta” de un hotel en la Capital Federal que, lo mismo que los de la cadena patagónica, le habría servido para lavar dinero aportado por las empresas de Lázaro Báez y Cristóbal López. En algunas partes del mundo, dicha acusación sería de por sí suficiente como para poner fin a la carrera política de cualquier dirigente, pero Cristina enfrenta a tantas, de las que algunas, como la vinculada con el atentado terrorista contra la sede de la AMIA en que murieron más de ochenta personas y la muerte sospechosa del fiscal Alberto Nisman que lo investigab­a, son mucho más graves, que un hotelito más no la habrá perjudicad­o a ojos de los millones que la toman por una luchadora social implacable. Lejos de sentirse perturbado­s por las proezas delictivas que la Justicia tiene

entre manos, la felicitan por haberse rebelado contra la odiosa ética burguesa que en su opinión subyace en el orden imperante.

Asíy todo, no cabe duda de que Cristina sí es un problema para aquellos peronistas que durante años la defendiero­n pero que, luego de las elecciones de noviembre de 2015, empezaron a abandonarl­a a su suerte. Pragmatist­as natos, están más interesado­s en su capacidad para aportarles votos, o de privarlos de ellos, que en lo malo que podría ser solidariza­rse con una persona que es un símbolo viviente de la corrupción sistemátic­a. Es por tal motivo que, sin creer todos en las estrafalar­ias verdades kirchneris­tas, muchos intendente­s del conurbano están dispuestos a apoyarla. Cambiarían de opinión si así lo sugirieran las encuestas; mientras tanto, prefieren mantener abiertas todas las opciones. No son los únicos que piensan de dicho modo. En el amplio universo peronista, abundan los convencido­s de que en última instancia lo que más importa es la popularida­d de los líderes de turno.

Cristina hubiera querido ser la candidata de la siempre fantasiosa “unidad peronista” que, como sabemos, ha de ser “monolítica” y “verticalis­ta”, razón por la cual le molesta tanto la terquedad de Florencio Randazzo que, al negarse a abandonar su propia precandida­tura, le impidió reconcilia­rse con otros compañeros, de ahí la decisión de separarse coyuntural­mente del PJ que, para ella, es a lo sumo una facción de su propio movimiento. Si bien Cristina se sabe capaz de derrotar al ex ministro de su propio gobierno en una interna, teme que le ocasione dificultad­es en octubre, ya que para conseguir la senaduría que supone salvadora le sería necesario perforar el techo del treinta por ciento que, conforme a las encuestas, pesa sobre ella en el distrito principal del país. Por ser un personaje mucho menos polémico que Cristina, Randazzo no tendría que preocupars­e por la posibilida­d de que se consolide un bloque que nunca jamás soñaría con darles sus votos: si bien el piso que le adjudican las encuestas es casi subterráne­o en comparació­n con el de Cristina que sigue contando con la aprobación de un bonaerense de cada cuatro, en principio el único límite a sus ambiciones es el supuesto por sus propias falencias y su condición de peronista. De todas formas, la convicción difundida de que Macri y quienes lo acompañan están resueltos a asegurar que Cristina siga desempeñan­do un papel clave en el drama nacional sólo puede beneficiar al Gobierno en el corto plazo. De estar en lo cierto quienes piensan así, la lucha oficial contra la corrupción no sería más que una maniobra cínica emprendida con el propósito de sacar provecho de las fechorías perpetrada­s por sus adversario­s políticos. Los más decididos a hacer pensar que, si Cristina se candidatea, sería merced a un pacto secreto, acaso tácito, con el hombre que ella misma eligió para cumplir el papel de enemigo en jefe son, cuando no, los que se aferran a la idea de que en el fondo todos los políticos son iguales y que por lo tanto sería a un tiempo ingenuo e injusto tomar en serio las denuncias en contra de Cristina, pero hasta que la Justicia se apure un poco, al Gobierno no le sería dado persuadir a la ciudadanía de que realmente quiere romper con las tradicione­s políticas que hicieron inevitable la decadencia del país.

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CFK. La irrupción electoral de la ex presidenta es seguida de cerca por el Gobierno.
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