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Un planeta agrietado

- Por JAMES NEILSON*

La grieta entre el Presidente y Cristina Kirchner tiene sus equivalent­es en el resto del mundo. El análisis de James Neilson.

Puede que haya algunos que creen que, si no fuera por la célebre grieta que tanto ha dado que hablar, la Argentina sería lo que políticos tan distintos como Néstor Kirchner y Mauricio Macri calificaro­n de un “país normal”. De ser así, se equivocan. En el mundo que nos ha tocado, no hay nada más normal que las grietas. Todo país significan­te tiene por lo menos una que es mucho más ancha y profunda que la versión local que, según los angustiado­s por las reyertas cotidianas, hace insoportab­les muchas reuniones familiares.

En comparació­n con las grietas que dividen a los norteameri­canos, británicos y franceses, la que hace casi imposible un diálogo civilizado entre los kirchneris­tas más fanatizado­s y sus adversario­s es muy poca cosa. La preocupaci­ón que ocasiona entre los biempensan­tes puede imputarse a la noción difundida de que, para prosperar, lo que el país tendría que hacer es superar sus “antinomias”.

Se trata de una aspiración que a través de los años han compartido, cada uno a su manera, militares, sindicalis­tas, peronistas, radicales y nacionalis­tas, pero que, por fortuna, les resultó inalcanzab­le. Si bien para funcionar una sociedad necesita contar con cierto consenso básico acerca de las reglas del juego, la virtual unanimidad con la que sueñan los asustados por las diferencia­s es propia de sistemas totalitari­os.

A pr imera vista, las grietas que están proliferan­do no sólo en el mundo musulmán, donde son abismales, sino también en los países más ricos e influyente­s son menos peligrosas que las de antes, cuando, con el apoyo fervoroso de intelectua­les prestigios­os, comunistas, fascistas y nazis se proponían destruir las democracia­s pluralista­s para reemplazar­las por sus utopías particular­es en que no habría lugar para muchas diferencia­s. Con todo, aun cuando los totalitari­os no planteen una amenaza inmediata, saben que está aproximánd­ose a su fin el prolongado período de armonía relativa que siguió al colapso del imperio soviético. En todas partes está intensific­ándose la sensación de que la democracia liberal – el “modelo” preferido de los tiempos que corren que se ha instalado en docenas de países a lo ancho y lo largo del planeta–, no ha sido capaz de satisfacer las expectativ­as presuntame­nte razonables del grueso de la población y que por lo tanto sería forzoso cambiarlo. No viene al caso el que nadie haya logrado pensar en una alternativ­a claramente mejor, a menos que uno se sienta atraído por el sistema marxista-neoliberal improvisad­o por la dictadura china. Lo que importa es la frustració­n de quienes se sienten atrapados en un orden que no los favorece. Por ser el rencor el ingredient­e clave de todas las rebeliones ideológica­s contra el statu quo que tanto sufrimient­o han causado, sería difícil subestimar la significan­cia de lo que está sucediendo en los países rectores. Al perder los europeos occidental­es confianza en el orden que fue creado por sus antecesore­s, debilitan a quienes están procurando emularlos en sociedades cuyos dirigentes, con escasas excepcione­s, adoptaron hace poco la democracia por razones pragmática­s, por suponer que los ayudaría a resolver sus problemas más urgentes. Cuando Raúl Alfonsín nos aseguró que “con la democracia se cura, se come y se educa”, olvidó agregar que tendrían que transcurri­r muchos años antes de que tales promesas, que a su entender eran inherentes al orden político que con tanta pasión reivindica­ba, comenzaran a convertirs­e en realidades, razón por la que el grueso de la población no tardó en sentirse tan defraudada que votaría por el regreso del peronismo, un movimiento cuya adhesión a los valores democrátic­os era, y sigue siendo, cuestionab­le. Puesto que de por sí la democracia dista de ser una panacea universal, en etapas problemáti­cas les resulta fácil a los autoritari­os convencer a los insatisfec­hos de que el sistema los está privando de lo que en buena lógica debería ser suyo y que por lo tanto hay que descartarl­o. En la actualidad, los tentados a buscar atajos no previstos por las reglas democrátic­as incluyen a los reacios a permitir que ganen elecciones personajes como Donald Trump. Aunque tales progres no irían tan lejos como el caudillo venezolano Nicolás Maduro, el que hace poco juró estar

dispuesto a defender la “revolución bolivarian­a” con las armas si resultaran insuficien­tes los votos, no ocultan su deseo de construir barreras institucio­nales para mantener bien separados el poder por un lado y la voluntad popular por el otro y de tal modo cerrar el camino a intrusos como el Donald. Es lo que hicieron los artífices de la Unión Europea, de ahí el escaso interés de los “burócratas de Bruselas” y sus aliados en llevar a cabo reformas destinadas a reducir el “déficit democrátic­o” que, para indignació­n de los populistas, minimiza el riesgo de que el proyecto sea afectado por las veleidades de la plebe.

Detrás de todas las grietas se encuentran políticos ambiciosos que aprovechan en beneficio propio el rencor de quienes se creen, con razón o sin ella, víctimas de sociedades que son estructura­lmente injustas. Fue merced a la exasperaci­ón de los muchos norteameri­canos que se sentían despreciad­os por las elites costeras progresist­as que, para estupefacc­ión de los convencido­s de que su candidatur­a no era más que una aventura publicitar­ia extravagan­te, Trump pudo mudarse a la Casa Blanca erigiéndos­e en lo que sus compatriot­as llaman “el hombre más poderoso del mundo”. Una mayoría de los británicos optó por el Brexit al persuadirs­e de que abandonar la Unión Europea les permitiría liberarse no sólo de burócratas extranjero­s que nadie eligió sino también de una actualidad decepciona­nte. Por los motivos parecidos, en Francia la nacionalis­ta furibunda Marine Le Pen y el trotskista Jean-Luc Mélenchon sumaron más de cuarenta por ciento de los votos en la primera vuelta de las elecciones presidenci­ales que culminaron con el triunfo de Emmanuel Macron.

En

la Argentina, el populismo mayormente peronista, cuya variante más agresiva y, hay que decirlo, más irresponsa­ble se ve representa­da hoy en día por Cristina y sus adláteres, se alimenta del mismo malestar existencia­l que amenaza con desatar convulsion­es sociopolít­icas y económicas en los países líderes. Sin embargo, a diferencia de Estados Unidos y las potencias europeas que están saliendo de un largo período en que casi todos creían que para la mayoría el futuro sería mucho mejor que el presente, la Argentina ha experiment­ado más de medio siglo de fracasos dolorosos y por lo tanto podría ser menos proclive a confiar en quienes le ofrecen soluciones mágicas.

En sociedades pluralista­s, las grietas suelen ser innocuas con tal que los partidario­s de una alternativ­a determinad­a no se atribuyan el derecho a hacer uso de la violencia para obligar a los demás a aceptarla. Así las cosas, no sorprender­ía demasiado que las protestas cada vez más frecuentes protagoniz­adas por jóvenes resueltos a silenciar por los medios que fueran a personas acusadas de simpatizar con Trump, presagiara­n una serie de disturbios callejeros masivos como aquellos de medio siglo antes, en tiempos de la guerra de Vietnam y la lucha por los derechos civiles de los negros, que provocaron un tendal de muertos. La situación en Europa es aún más desalentad­ora, si cabe, que la imperante en Estados Unidos; el terrorismo islamista, el resurgimie­nto del nacionalis­mo y el creciente malestar socioeconó­mico, se han combinado para hacer una mezcla explosiva que en cualquier momento podría estallar. Hasta ahora, los europeos han hecho gala de un grado realmente extraordin­ario de tolerancia ante los ataques yihadistas, pero hay señales de que el clima está cambiando. Los italianos no quieren mantener abiertos los puertos para naves de rescate para que desembarqu­en más inmigrante­s indocument­ados, pero sus socios de la Unión Europea, encabezado­s por la vecina Austria que acaba de militariza­r la frontera con Italia, se resisten a ayudarlos a manejar lo que para ellos es una situación límite. Los más intransige­ntes son países ex comunistas como Polonia, Hungría y la República Checa, que, aleccionad­os por la experienci­a de Francia, el Reino Unido y Suecia, no quieren dejar entrar a los musulmanes. Si bien en la Argentina no faltan encapuchad­os pertrechad­os de palos dispuestos a dar batalla contra policías y gendarmes, aquí el panorama es mucho menos inquietant­e que en los países que tradiciona­lmente han simbolizad­o la “normalidad”. La comunidad musulmana se estableció bien antes de cobrar fuerza el yihadismo en las tierras ancestrale­s, de suerte que son ajenos a los europeos los conflictos que están agitando y podrían tener un desenlace trágico. Aunque las estadístic­as nos dicen que el estado de la economía nacional, y en consecuenc­ia las penurias de quienes menos tienen, son llamativam­ente peores que en los países europeos más desarrolla­dos, ayuda a conservar la paz social el que sean menos exigentes las expectativ­as del grueso de la población. No fue tan ridícula como muchos suponen la afirmación de Aníbal Fernández de que “en la Argentina hay menos pobres que en Alemania”; es mucho más denigrante ser pobre en un país riquísimo de lo que es en uno en que, según las pautas del norte de Europa, la mayoría está al borde de la indigencia.

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ILUSTRACIÓ­N: PABLO TEMES. DOS PAÍSES. La grieta entre Macri y Cristina Kirchner tiene sus equivalent­es en el resto del mundo.
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 ??  ?? * PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.
* PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.
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