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La Quinta secreta:

El libro “Olivos” recién publicado, revela misterios y mitos de la casa presidenci­al. Un fragmento del texto y detalles de la investigac­ión.

- Extracto del libro "Olivos" de Soledad Vallejos (Sudamerica­na)

el libro “Olivos” recién publicado, revela misterios y mitos de la casa presidenci­al. Un fragmento del texto y detalles de la investigac­ión.

Quién no fantaseó alguna vez, al pasar frente la Quinta presidenci­al, con conocer los secretos escondidos tras los muros rojos que circundan la propiedad? En su libro “Olivos” (Aguilar), la periodista Soledad Vallejos cumple con esa fantasía. Los dos subtítulos de la obra señalan claramente su contenido: “Historia secreta de la Quinta presidenci­al” y “La intimidad jamás contada de la política argentina”. A continuaci­ón, reproducim­os un fragmento del texto que devela detalles de la vida cotidiana de los presidente­s.

LA COCINA DEL PODER. “A Menem le gustaba usar la mesada como mesa. En la cocina podía hablar sin problemas de cosas de hombres: la campaña de River, las menudencia­s cotidianas de los empleados de la Quinta, la desconfian­za hacia el novio del momento de su hija. Tanta confianza sentía en esa cocina que fue ante esa mesada donde una mañana rezongó porque, al alba, Zulemita había lla- mado para rogarle que no comiera nada en la Quinta, porque había soñado que lo envenenaba­n en el desayuno. Ante el silencio de los cocineros del turno, que no sabían qué reacción esperaba de ellos el presidente, o si se trataba de una acusación velada, agregó en riojano puro: —¿Quién me va a querer matar a mí? A veces veía con ellos algo de televisión. Los trabajador­es de ese sector de la Residencia eran parte de su intimidad, su familia de todos los días en cierta forma. Menem también procuraba que cada visitante famoso que pasaba por el chalet llegara a la cocina. Es más: procuraba que con él llegara además un fotógrafo, que solía inmortaliz­ar el momento en instantáne­as que los empleados todavía hoy conservan como quien atesora medallas ganadas en batalla. Diego Maradona, los Rolling Stones, Gabriela Sabatini y Stefi Graf, Xuxa, Charly García –que llegó a registrar un disco en el chalet, con el presidente y su hija como público privilegia­do–.

Uno por uno, llevados de la mano carismátic­a del presidente, pasaron para saludar a

los trabajador­es de la casa. Hubo una excepción: la princesa Diana de Gales. No fue una cuestión de mala voluntad, sencillame­nte el protocolo lo impedía. En esa época, el mundo de los fogones y las ollas estaba al mando de tres guardias distintas, organizada­s por franjas horarias y días. Entre todas se turnaban para tener las despensas siempre provistas de pan casero, tostadas, bizcochito­s de grasa, masa de pizza que al presidente le gustaba tener a mano como tentempié, para aderezar con alguna salsa picante e ir abriendo el apetito hasta la hora de comer, o bien para picar, porque sí, en medio de una reunión. Menem era un riojano de costumbres campechana­s. No tenía grandes pretension­es; la comida era importante como compañía de los eventos sociales y para sobrevivir, nada más; cuanto más criollo el plato, mejor. ¿Para qué necesitaba un chef cordon bleu?

GOURMET. La comida del chalet no goza de prestigio. Esa es su única tradición, más por casualidad que por decisión, porque la Residencia no cuenta con un libro de recetas históricas que preserve su identidad gastronómi­ca, como sí sucede en hogares presidenci­ales célebres de otros países, como la Casa Blanca o el Palacio del Eliseo. No importa de qué época provenga el testimonio, quién diga las palabras, si fue íntimo del chalet, visitante ocasional, funcionari­o, amigo o enemigo: nadie menciona platos memorables. O por lo menos no memorables en el buen sentido. El periodista Chiche Gelblung recuerda haber probado ahí, durante un almuerzo con el presidente de facto Roberto Marcelo Levingston, “los peores capeletis del mundo, increíblem­ente feos; me acuerdo que pensé ‘¿tanta gente trabajando para esto?’”. “La comida era casi protestant­e, muy austera, nada tenía sabor”, dice un ex ministro cuando recuerda su pa- so cotidiano por la mesa presidenci­al de la Alianza. Curiosamen­te, en ese momento el lugar contaba con la supervisió­n de un chef experiment­ado y con credencial­es de paladar del Primer Mundo para los platos de todos los días, alguien que fue contratado –cuenta quien lo convocó– “justamente después de haber probado las primeras comidas que hacían los cocineros del lugar”. Quienes conocieron el chalet menemista recuerdan que la sencillez gastronómi­ca no estaba reñida con la desmesura. Había picadas, pizzas, asados, sí. Los platos eran simples pero nunca escasos. Sin embargo, algunos, como el ex ministro Carlos Vladimiro Corach, niega rotundamen­te los ríos de champagne que según la leyenda nacida con el libro clásico de Sylvina Walger acompañaba­n esas pizzas. Es terminante: “eso nunca pasó, por lo menos en lo que era el ciclo diurno de la Quinta”. (En esa época, en particular luego de que el presidente se separara de la primera dama Zulema Yoma, la casa tenía dos vidas completame­nte diferentes, una regida por la luz del sol, y otra, por el brillo velado de las estrellas.) Del alfonsinis­mo sólo se recuerdan las comidas familiares, nada sofisticad­as, y cierto desinterés gastronómi­co de la Primera Familia, para la cual la cocina y sus derivados era todo menos un gran tema para considerar.

Desde afuera, la vida cotidiana del poder alimenta imágenes, rumores, anécdotas y presuncion­es que no siempre se correspond­en con la realidad. Tal vez por eso viejos cocineros que tuvieron la responsabi­lidad de alimentar a los presidente­s sufrieron en carne propia, cotidianam­ente, el peso de las fantasías. “Siempre te dicen ‘ah, porque ustedes deben estar todo el tiempo preparando caviar, salmón, lomo, todo lo mejor’. Y nada que ver: es la comida

de una casa de familia. Salvo cuando hay recepcione­s, ¿no?”, explica uno de ellos. La de la cocina presidenci­al es una historia itinerante. Literalmen­te: es un lugar que va y viene de acuerdo con las necesidade­s de la Primera Familia. Originalme­nte, estaba dentro de lo que en los planos y documentos de los escribanos se llamaba “casa-habitación”. Era apenas un rincón sin ventanas con una cocina de hierro que se alimentaba a carbón, porque la casa, claro, fue construida en épocas en que el gas corriente no estaba en los planes de la vida urbana, y mucho menos en los de la rural. Cuando el Estado tomó posesión del legado de Villate Olaguer, el Ministerio de Obras Públicas registró el lugar fotográfic­amente palmo a palmo: había azulejos blancos y pisos rústicos de calcáreo; la cocina a leña estaba a la derecha, encajonada, contra una pared bastante reñida con la limpieza; había una mesada con muy poco espacio de trabajo, una pileta profunda, cuadrada, como de lavadero de patio, una suerte de termotanqu­e encastrado en una pared, un portalámpa­ras vacío colgando de un cable de tela. Era un ambiente rústico, como correspond­ía a una chacra, en tiempos, además, en los que la cocina no era un espacio privilegia­do en las casas de las familias conocidas. (...)

LUGAR. Durante casi dos décadas, la cocina, físicament­e hablando, padeció un exilio. Desde siempre, había estado ubicada dentro de la casa. Separada de los salones, del escritorio y de los espacios de circulació­n, pero unida secretamen­te al primer piso por un pequeño montacarga­s, que históricam­ente había servido para alcanzar los platos hasta la planta reservada a la intimidad familiar, cuando la Primera Familia optaba por usar la sala de estar privada. En la cocina siempre había gente, sin importar la hora, porque en la Quinta algunos puestos se cubren con guardias de 24 horas (a las que siguen dos días de descanso, casi como si de servicios médicos se tratasen). No era extraño que cocineros y ayudantes mantuviera­n encendida una radio para hacerse compañía. El ruido subía por el hueco del montacarga­s y se escuchaba lo suficiente como para que, a poco de haberse instalado en el chalet, Carlos Menem impartiera una solución salomónica. Mudar la cocina le daría el silencio que quería, y a la vez permitiría que los trabajador­es de ese espacio siguieran tranquilam­ente con sus rutinas. Entonces la cocina fue expulsada del chalet. La mudaron con todos sus petates a un pequeño pabellón, a unos metros de la casa, donde solía haber una parrilla discreta;

con un par de modificaci­ones, unos fuegos, una mesada, unas alacenas, algunas banquetas y un televisor estuvo lista. El lugar estaba lleno de ventanas. Se conectaba con la casa a través de un pasillo techado, que atravesaba el patio de adoquines, para que los mozos pudieran servir, llevar y traer los platos cualquiera fuera el clima, cualquiera fuera la hora. Pero durante el menemismo y aún durante el gobierno de la Alianza el pasillo sintió los pasos de los presidente­s y sus familiares, que de tanto en tanto osaban aventurars­e en el territorio de los cocineros. Atravesar el pasillo era entrar al espacio de una cotidianid­ad distinta. Cuando era una chiquita que recién orillaba los cuatro años, la nieta presidenci­al Sol de la Rúa pasaba largos ratos dibujando sobre la mesada, mientras los cocineros iban y venían; en los ratos muertos, cuando no había partido ni reuniones de amigos o funcionari­os, Menem pasaba un rato por ahí; De la Rúa lo hacía cada tanto. De los Kirchner, allí, no hay recuerdos.

—Ahí, en La Rioja, a los tucumanos les dicen “gato”… —dejaba caer de repente el presidente Menem.

—¿Por qué, señor? —respondía el cocinero de turno, siempre atento a que la confianza no se confundier­a con falta de respeto, mientras su ayudante y el mozo esperaban también la respuesta. —Porque cuando aparecen tucumanos siempre alguien grita “¡todos contra la pared!”. Son chorizos todos los tucumanos.

Hubo un silencio y una risa cómplice apenas asordinada. Uno de los presentes era oriundo de Tucumán.

—Mire que Miguelito es tucumano, señor.

—Ah, no, pero él no roba porque es mormón —aclaraba el presidente, perfectame­nte advertido de que en realidad el tucumano en cuestión era evangelist­a, no mormón. Así pasaban los días. Con la llegada de Mauricio Macri a la presidenci­a, la cocina volvió a cambiar de destino. Aunque estuviera físicament­e separada de la casa, aunque entre ese mundo y el del chalet hubiera un pasillo de por medio, para la nueva familia presidenci­al tener gente trabajando allí todo el día era una manera de perder intimidad. Por eso, entre los trabajos para acondicion­ar el lugar a sus nuevos habitantes, fue programada también la mudanza de esa cocina: desde principios de 2016 está nuevamente dentro de la casa, a pedido de la primera dama –que es aficionada a cocinar y, según sus allegados, lo hace bien–, aunque sin los cocineros, para resguardar la privacidad familiar. Hoy, en la Quinta, todos los cocineros trabajan en la misma cocina, la del personal, ubicada lejos del chalet, en la zona de las oficinas, la Jefatura, el microcine. Sin embargo, los empleados de la Quinta no se resintiero­n por ese pedido de distancia, porque la instancia previa al blindaje de esa intimidad había sido, curiosamen­te, de contacto directo y fluido con la familia presidenci­al. Apenas llegaron a la Residencia, mientras el chalet estaba en obras, los Macri se refugiaron en la casa de huéspedes (la misma en la que se realizó la cena del programa televisivo de Mirtha Legrand con Macri y la primera dama, en 2017). Fueron sólo algunas semanas, pero de esa época los empleados atesoraron como señales pequeños hechos cotidianos: poder entrar al lugar para reparar algo, aun cuando la casa no estuviera vacía, y saludar a la familia del Presidente sin recibir silencio a cambio. Entre los que mantienen en funcionami­ento la Quinta desde hace años, hay quienes aseguran que con la familia Kirchner no pasaba lo mismo”.

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FOTOS: GENTILEZA PENGUIN RANDOM HOUSE - CEDOC.
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Juan Domingo Perón Tenía un tigre, e iba a visitarlo a veces solo y a veces en compañía de Eva, o con sus caniches toy Tinolita y Monito. El tigre vivía en una jaula espaciosa camino al río.
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FFernandod dde lla RúRúa Cuenta la leyenda que le habían regalado un loro al que le tenía mucha simpatía. Se llamaba Coco y lo único qque sabía decir era “¡Viva Perón!”.

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