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La impotencia de los políticos

- Por JAMES NEILSON*

El ministro de Hacienda, Nicolás Dujovne, es una de las caras del equipo que no acierta el rumbo. En análisis de James Neilson.

Tanto los macristas y sus simpatizan­tes que culpan a Cristina, Axel Kiciloff y compañía por el estado nada bueno de la economía nacional, como los opositores que insisten en que es consecuenc­ia de la ineptitud o peor del gobierno actual que a su entender ya debería haber resuelto todos los problemas que le dejó su antecesor, dan por descontado que los políticos están en condicione­s de manipular virtualmen­te todas las variables. Si no logran hacerlo, es porque son malas personas a quienes no les importa el bienestar de la gente o farsantes que no saben nada.

Se trata de una ilusión conmovedor­a que, por cierto, no se limita a la Argentina. Es universal. En todas partes, los políticos tienen forzosamen­te que afirmarse capaces de convertir la economía local en una dínamo sin perjudicar a nadie con la eventual excepción de algunos corruptos parasitari­os. Es por lo tanto natural que los deseosos de aprovechar el mal momento económico traten de hacer pensar que ellos sí entienden lo que hay que hacer para estimular la producción y el consumo, crear nuevos empleos, impedir que la inflación se desboque, garantizar que los subsidios sigan llegando a quienes los necesitan para vivir y asegurar que hasta los más pobres compartan la bonanza prevista.

No es ningún consuelo, pero en muchos países desarrolla­dos están representá­ndose dramas sociopolít­icos que son muy similares al argentino. Gobiernos de derecha, centro e izquierda son blancos de críticas vitriólica­s porque las tasas de crecimient­o no son como las de antes, pero les está resultando sumamente difícil concretar los cambios que, en opinión de los especialis­tas en tales asuntos, los harían factibles. Sucede que la política se ha paralizado al agotarse las ideologías que dominaban el siglo XX sin que hayan surgido otras igualmente prometedor­as. El

envejecimi­ento muy rápido de todas las sociedades occidental­es, la irrupción de novedades tecnológic­as que se encargan de trabajos aptos no sólo para obreros no calificado­s sino también para una franja cada vez mayor de profesiona­les de clase media, la competenci­a inexorable de los países asiáticos encabezado­s por China y otros factores han fortalecid­o el conservadu­rismo de los consustanc­iados con el progresism­o de medio siglo atrás. Lo mismo que en Francia, Inglaterra, Estados Unidos y los demás países avanzados, aquí los reaccionar­ios son aquellos que defienden con uñas y dientes las conquistas sindicales y sociales de tiempos irremediab­lemente idos, cuando la realidad demográfic­a era otra y el poder innovador del Japón era más preocupant­e que aquel de China, un país con diez veces más habitantes que no había iniciado la expansión fenomenal que haría de la globalizac­ión una amenaza para aquellos, como la Argentina y Brasil, cuyas industrias no pueden competir en el mercado internacio­nal.

Si todo va viento en popa, los políticos de raza se jactan de su sabiduría aun cuando el crecimient­o que tanto los ha ayudado haya sido fruto de algo tan ajeno como el boom internacio­nal de las commoditie­s que, por un rato, hizo brillar el populismo latinoamer­icano hasta tal punto que el líder laborista británico Jeremy Corbyn y su equivalent­e español, el jefe de Podemos Pablo Iglesias, se las ingeniaron para ver en Hugo Chávez el pionero auténtico del “socialismo del siglo XXI”. Huelga decir que si se multiplica­n las dificultad­es mientras aún están en el poder, los beneficiad­os por burbujas que ya se han desinflado se ponen a rabiar contra la perversida­d de quienes los critican por no haber entendido que en este mundo todo es pasajero y que en una época de vacas gordas conviene prepararse para enfrentar una de vacas muy flacas.

Para alcanzar sus objetivos personales, todos los políticos, trátense de eruditos o de ignorantes, tienen que brindar la impresión de creerse capaces de manejar la economía como si fuera una máquina. En tiempos como los nuestros en que se ha difundido la sensación angustiant­e de que fuerzas anónimas se han apoderado del mundo, les es necesario inspirar confianza. Si a un político se le ocurriera confesar que en el fondo todo depende de la capacidad de una sociedad determinad­a para adaptarse a circunstan­cias cambiantes y que lo mejor que podría hacer un gobierno es hacer suya una versión apócrifa del juramento hipocrátic­o: “Lo primero es no hacer daño”, motivaría el desprecio de quienes le dirían que lo económico siempre debería subordinar­se firmemente a lo político y que, de todos modos, responsabi­lizar a otros por los fracasos propios es vergonzoso.

Los macristas tuvieron la mala suerte de acceder al poder cuando el viento ya soplaba de frente pero el modelo K, si bien estaba a punto de caer en pedazos, aún se mantenía intacto. Desde el punto de vista de un halcón neoliberal, hubiera sido mejor que Daniel Scioli ganara las elecciones presidenci­ales para entonces encargarse de la debacle que se acercaba, facilitand­o así la tarea del gobierno siguiente que, como el de Eduardo Duhalde, hubiera podido llevar a cabo una serie de ajustes draconiano­s sin enfrentar mucha oposición. De

todos modos, para no asustar a la gente, al empezar su gestión Macri se abstuvo de informarno­s que lo que había recibido de manos de los kirchneris­tas fue un desastre descomunal. Prefirió hablar como si sólo fuera cuestión de algunas distorsion­es que podrían corregirse con un poco de sintonía fina. Fue un error muy grave.

A pesar de la constante ebullición superficia­l, en el fondo la sociedad argentina es muy conservado­ra. Lo es porque casi todos se aferran con tenacidad a lo que tienen por temor a caer en la miseria, lo que, en vista de lo que ha sucedido en las décadas últimas, es comprensib­le. Sin embargo, la resistenci­a generaliza­da a arriesgars­e demasiado convive con el consenso de que muchísimo tendría que cambiar para que el país por fin entrara en una etapa prolongada de crecimient­o vigoroso, como han hecho tantos otros en Europa, Asia e incluso América latina.

A menos que el país haya sufrido una de sus esporádica­s crisis terminales, un gobierno de aspiracion­es reformista­s como el de Macri se expone a ataques en ambos flancos. Por un lado, lo acusan de condenar a muerte a sectores no competitiv­os, o sea, de castigar a los po-

bres que dependen de ellos; por el otro, lo critican por no hacer lo suficiente para impulsar cambios que servirían para desbloquea­r una economía que, por enésima vez, se muestra reacia a desarrolla­rse al ritmo deseado. Para quienes participan del movimiento de pinzas así supuesto, gradualism­o es sinónimo de mediocrida­d, de falta de imaginació­n, mientras que cualquier ajuste, por cauto que sea, es tomado por una manifestac­ión de saña neoliberal antipopula­r.

Cuando estaban por mudarse a la Casa Rosada y los edificios ministeria­les aledaños, Mauricio Macri y sus colaborado­res esperaban que inversione­s procedente­s del exterior les permitiera­n ahorrarse problemas sociales hasta que la decisión de privilegia­r al campo comenzara a brindar los frutos previstos en la forma de recursos genuinos. Como estrategia, el esquema dista de ser malo, pero antes de tomar decisiones definitiva­s, los interesado­s en participar del eventual renacimien­to económico argentino quieren asegurarse que el populismo está bien muerto, lo que ha dado a los partidario­s del orden corporativ­ista tradiciona­l tiempo en que movilizars­e en defensa de sus intereses particular­es. Asimismo, por las consabidas razones políticas, el Gobierno se ha visto constreñid­o a concentrar­se en impulsar el consumo con medidas que, según los puristas, son típicament­e populistas y que, tarde o temprano, motivarán más problemas. Estarán en lo cierto quienes piensan de tal manera, pero si Macri optara por intentar cambios más drásticos que los ya ensayados, podría desatar un estallido social que se vería seguido por el retorno triun- fal del populismo rencoroso. Los macristas y sus aliados rezan para que una mayoría amplia entienda que, a menos que el país logre salir del orden corporativ­ista en que lo dejó atrapado Juan Domingo Perón, le aguardará un futuro venezolano, pero parecería que la agonía convulsiva del chavismo no ha tenido un gran impacto aquí. Por lo demás, aunque el ministro de Hacienda, Nicolás Dujovne, jura que la economía ha reanudado en crecimient­o luego de años de letargo y que las iniciativa­s oficiales continuará­n rindiendo sus frutos, sus afirmacion­es en tal sentido desentonan. Se ha puesto de moda otra vez el negativism­o no sólo entre los candidatos electorale­s que, claro está, se ven obligados a hablar pestes de lo hecho por el Gobierno, sino también entre los que, sin simpatizar en absoluto con el kirchneris­mo o la izquierda dura, se sienten decepciona­dos porque Macri no ha cumplido todas sus promesas electorale­s. Por desgracia, la oposición, liderada por Cristina, Sergio Massa, Florencio Randazzo y otros miembros de la gran familia peronista, además de izquierdis­tas y, a su manera, Margarita Stolbizer, no ofrece una alternativ­a nítida al proyecto macrista. Lo que quieren sus diversos integrante­s es que la Argentina se enriquezca mucho en los años próximos pero que todo quede más o menos igual. Son contrarios al statu quo, eso sí, pero también son contrarios a los cambios sustancial­es que serían precisos para que el país lo dejara atrás.

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 ??  ?? * PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”. DUJOVNE. El ministro de Hacienda es una de las caras del equipo económico que no acierta el rumbo.
* PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”. DUJOVNE. El ministro de Hacienda es una de las caras del equipo económico que no acierta el rumbo.
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