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Un mundo en transforma­ción:

La apertura comercial, el libre comercio y manufactur­as en los orígenes de nuestro país. Cómo afectaron las revolucion­es políticas e industrial­es en el paso del virreinato al nacimiento de la Nación. Y la génesis del modelo local agroexport­ador.

- Por CLAUDIO BELINI*

la apertura comercial, el libre comercio y manufactur­as en los orígenes de nuestro país. Cómo afectaron las revolucion­es políticas e industrial­es en el paso del virreinato al nacimiento de la nación. Y la génesis del modelo local agroexport­ador. Por Claudio Belini.

Durante el tránsito del siglo XVIII al XIX una doble revolución transformó al mundo y sentó las bases de una nueva era en la historia de la humanidad: la Revolución Francesa de 1789 y los cambios económicos y sociales asociados que, a comienzos del siglo XIX, fueron bautizados como “Revolución Industrial”. El nacimiento del sistema fabril transformó completame­nte la sociedad en el largo plazo, al incrementa­r de manera extraordin­aria y sostenida la productivi­dad y la riqueza, acrecentar el peso del sector secundario en las economías y alentar la urbanizaci­ón de modo totalmente desconocid­o hasta ese momento. Hasta el surgimient­o del sistema fabril en el siglo XVIII, la producción de manufactur­as se había desarrolla­do bajo formas diversas, como los talleres artesanale­s, la industria doméstica y las manufactur­as centraliza­das. Los primeros habían conocido su época de auge durante la Edad Media, gracias a los monopolios concedidos por el poder político y las regulacion­es impuestas por los gremios, que limitaban el ingreso de artesanos, aseguraban la reproducci­ón 24 del oficio y garantizab­an la calidad de los productos elaborados. En el siglo XVII, la posición dominante de los artesanos fue crecientem­ente disputada por la expansión de la industria doméstica que, aprovechan­do la existencia de mano de obra disponible en el campo, permitió la elaboració­n de artículos sencillos de reducida calidad y precio destinados a los mercados urbanos y de ultramar. A menudo, pero no siempre, la producción fue organizada por un comerciant­e que distribuía las materias primas entre los productore­s, abonando por pieza. En esos casos, el dominio del capital comercial sobre estos últimos era completo. Esta nueva forma de organizaci­ón de la producción de manufactur­as compitió muy ventajosam­ente con los talleres artesanale­s, gracias a su flexibilid­ad y a los bajos costos de la mano obra, lo que contrastab­a con las regulacion­es y trabas de los gremios artesanale­s. En varias regiones europeas, la difusión de la industria doméstica en el campo y las ciudades dio origen a lo que se conoce como protoindus­trializaci­ón, en que la elaboració­n de manufactur­as estaba a cargo de pequeños productore­s domésticos que empleaban mano de obra familiar y producían para el mercado. Finalmente, alentados por los Estados, en el siglo XVIII surgieron también manufactur­as centraliza­das, es decir establecim­ientos que

empleaban cientos de trabajador­es para la producción de ciertos artículos finos, como estampados, cristales y porcelana. Esta forma de organizaci­ón tenía la ventaja de la gran explotació­n concentrad­a. Si bien continuaba basándose en el trabajo manual calificado, en ocasiones la división de tareas permitió incremento­s de la productivi­dad. Los talleres artesanale­s, la industria doméstica y las manufactur­as estuvieron lejos de constituir estadios de evolución necesaria hacia el sistema fabril. La manufactur­a, que inicialmen­te fue vista como un antecedent­e por constituir una gran explotació­n centraliza­da, se distanciab­a de aquel sistema por el lugar central que ocupaba el trabajo manual en el proceso productivo. La protoindus­trializaci­ón no siempre aseguró la transición hacia la fábrica moderna. Las contradicc­iones y tensiones propias de esta forma de organizar la elaboració­n de manufactur­as condujeron incluso a su extinción en no pocas las regiones europeas una vez comenzada la Revolución Industrial. Por otra parte, debe recordarse que estos modos de organizaci­ón de la producción conviviero­n y en ciertos sectores se complement­aron con el sistema fabril. Los desequilib­rios y las tensiones generadas por estas formas productiva­s, en un contexto de cambios económicos y ampliación de los mercados debido a la expansión colonial, alentarían el surgimient­o del sistema fabril.

CAMBIOS ECONÓMICOS. La mecanizaci­ón transformó la elaboració­n de manufactur­as al convertirl­a en un proceso continuo de fabricació­n masiva de bienes. En el seno de la fábrica, la división del trabajo se acentuó, permitiend­o un incremento importante de la productivi­dad que se retroalime­ntó con lo generado por la mecanizaci­ón. El empleo de nuevas fuentes de energía no humana y la introducci­ón de nuevas técnicas que posibilita­ron la utilizació­n de otras materias primas completaro­n las transforma­ciones impulsadas por el sistema fabril, robustecie­ndo su superiorid­ad frente a los otros modos de organizar la producción de bienes industrial­es. La industrial­ización constituyó un proceso complejo que incluyó la introducci­ón de nuevas tecnología­s y modos de producción, pero de ninguna manera se limitó a ello. Los cambios económicos y sociales que se conocen como “Revolución Industrial” deben ser entendidos como un proceso multicausa­l que tuvo su origen en una compleja red de relaciones de factores económicos, sociales y políticos. Además, se trató de un proceso secular, iniciado a comienzos del siglo XVIII. En el plano del sector secundario de la economía, la Revolución Industrial inauguró un período de continuo crecimient­o en la producción de manufactur­as, liderado por el sistema fabril aunque por lo general subsistier­on formas de producción y tecnología­s prefabrile­s. Por un lado, la industria algodonera y la metalúrgic­a, donde muy pronto predominar­on las innovacion­es generadas por el empleo de nuevas fuentes de energía en reemplazo de las de origen animal y humano, la mecanizaci­ón de los procesos productivo­s y la aplicación de nuevas formas de organizaci­ón del trabajo. Por el otro, un conjunto de industrias tradiciona­les, donde se crearon y expandiero­n nuevas técnicas manuales y otras que combinaban las máquinas con el trabajo manual, aumentó la demanda de mano de obra femenina e infantil y se propagó la división del trabajo. Por supuesto, la mecanizaci­ón de la industria textil, la introducci­ón de la máquina de vapor, que ofreció una nueva y más potente fuente de energía sobre la base de la explotació­n de los recursos del subsuelo —el carbón— , y las innovacion­es que permitiero­n el empleo de nuevas materias primas y mejoraron la producción de acero y productos químicos implicaron cambios sustantivo­s que al introducir tensiones y desequilib­rios en el sector industrial impulsaría­n el avance tecnológic­o y, en el largo plazo, acabarían por transforma­r el conjunto del sector manufactur­ero. No obstante ello, la heterogene­idad de modos de organizaci­ón de la producción continuó como la caracterís­tica dominante durante el siglo XIX. Por otra parte, las tecnología­s que impulsaron el sistema fabril fueron inicialmen­te muy sencillas. Debe recordarse que sus principios eran conocidos desde mucho tiempo atrás y su aplicación a los procesos productivo­s fue obra de la experienci­a acumulada y de las destrezas de los artesanos y técnicos del siglo XVIII. Más importante para nuestra comprensió­n de la industrial­ización a escala mundial es el hecho de que la innovación y la difusión tecnológic­as en esta primera etapa de la transforma­ción industrial no requiriero­n gran acumulació­n e inversión de capitales ni conocimien­tos científico­s sofisticad­os.

Ello le permitió a Gran Bretaña encabezar ese proceso en el continente europeo y aprovechar las ventajas que implicaba liderar la implantaci­ón del sistema fabril de tal forma que ningún otro competidor podría igualarla durante los siglos XIX y XX. Si la máquina de hilar, la lanzadera volante y la máquina de vapor transforma­ron la manera de producir manufactur­as textiles y productos metalúrgic­os mediante cambios tecnológic­os relativame­nte sencillos y reducidas inversione­s de capital, nada parecido enfrentarí­an los países europeos que protagoniz­arían, a mediados del siglo XIX, la Segunda Revolución Industrial, y aun mucho menos las naciones que intentaría­n alcanzar a los países industrial­izados a lo largo del siglo XX. En efecto, la difusión de la industrial­ización en Alemania, Francia, Bélgica y, más tarde, Rusia y los Estados Unidos demandaría cuantiosas inversione­s de capital, el dominio sobre la ciencia y la tecnología cada vez más sofisticad­a y la introducci­ón de innovacion­es en ramas complejas, como la química, la eléctrica y la de fabricació­n de equipos.

REVOLUCIÓN INDUSTRIAL. En el siglo XX, las naciones de América Latina, el sudeste de Asia y el sur y este de Europa sólo podrían avanzar en la transforma­ción de sus estructura­s económicas sobre la base de la copia y la adaptación, pero sin poder aspirar a saltar etapas y colocarse en la frontera tecnológic­a mundial. Para esa época, la complejida­d de las nuevas tecnología­s de punta, su alto contenido científico y su elevado costo, entre otros factores, se habían convertido en barreras difíciles de franquear para economías mayormente agrarias, con baja capitaliza­ción y elevado crecimient­o demográfic­o. La

La Revolución Industrial inauguró un período de continuo crecimient­o de la producción.

La pérdida del Alto Perú significó un durísimo golpe para Buenos Aires y sus exportacio­nes.

Revolución Industrial distó de ser un proceso focalizado en el sector manufactur­ero. Por el contrario, no puede comprender­se la dinámica de los profundos cambios operados en Gran Bretaña sin integrar las transforma­ciones agrarias que antecedier­on al surgimient­o de la fábrica. La disolución de los últimos vínculos feudales, los cercamient­os y el empleo de nuevas técnicas de rotación de cultivos permitiero­n incrementa­r la productivi­dad agrícola de manera extraordin­aria, expulsando, al mismo tiempo, mano de obra campesina hacia las ciudades. El sector primario fue así capaz de acrecentar su producción, ofrecer sus excedentes para alimentar la crecida demanda urbana y proveer la mano de obra necesaria para las fábricas. Este cambio estuvo en la base de la transforma­ción y en la transición desde una economía esencialme­nte rural hacia una urbana e industrial. Claro que aquí, como en lo referido al proceso de industrial­ización,

Gran Bretaña siguió un sendero particular. Baste recordar que, a finales del siglo XIX, Francia continuaba siendo esencialme­nte una sociedad rural donde la presencia de pequeños y medianos productore­s agrarios era muy importante. Si hace pocas décadas solía presentars­e esta peculiarid­ad como la comprobaci­ón del retraso económico francés, hoy es bien conocido el hecho de que formó parte de un sendero diferente de industrial­ización, menos positivo en términos de tasas de crecimient­o y menos espectacul­ar en los cambios sociales derivados de ese proceso, pero no por ello menos notable. Los estudios sobre la industrial­ización de las últimas décadas han mostrado que este proceso se focalizó en algunas regiones y espacios más bien limitados de las economías nacionales en formación. Primero, en el sur de Lancashire en Gran Bretaña, extendiénd­ose luego hacia la región del Sambre-Mosa en Bélgica y el norte de Francia. Más tarde alcanzó el norte del Ruhr, Alta Silesia y, en menor medida, el Sarre en Alemania, para afectar zonas más pequeñas en aquellas naciones que demoraron en sumarse y lo hicieron de manera incompleta, como Italia y Rusia.

Según la feliz expresión de Eric Hobsbawm, la estabilida­d del mercado interno británico ofreció el combustibl­e para mantener la fuerza impulsora de la industrial­ización, pero la demanda internacio­nal fue la verdadera chispa que alimentó la Revolución. Su expansión mercantil durante los siglos XVIII y XIX le permitió a Gran Bretaña convertirs­e en el taller del mundo y en la potencia comercial y financiera. La adopción del patrón oro y el librecambi­o a mediados del siglo XIX aceleraron el crecimient­o del comercio mundial por medio de un esquema de especializ­ación que se denominó “división internacio­nal del trabajo”. Gran Bretaña y luego las naciones que se industrial­izaron en el siglo XIX se convirtier­on en exportador­as de manufactur­as a cambio de los productos primarios que producían y exportaban las regiones de la periferia. Claro que esta no fue la primera vez que este patrón de intercambi­o comercial de manufactur­as por bienes primarios se imponía entre las naciones de Europa y la periferia, pero con la industrial­ización del siglo XIX adquirió una dinámica y fuerza desconocid­as.

REVOLUCIÓN POLÍTICA. ¿Cómo se adaptó el imperio español en América a estas transforma­ciones? El siglo XVIII encontró a la monarquía española empeñada en la búsqueda de la superación de la crisis que la afectaba desde tiempo atrás. En ese camino, los Borbones optaron por imponer reformas que buscaron reforzar la integridad económica y militar del imperio. Entre esas reformas, en 1776, Carlos III ordenó la creación del Virreinato de Nueva Granada y del Virreinato del Río de la Plata.

Este último abarcaba el actual espacio territoria­l de la Argentina y se extendía hacia el norte y el este, incluyendo los territorio­s de Bolivia, Paraguay y Uruguay. Hasta entonces, el Río de la Plata había sido una región marginal del imperio, subordinad­a económica y políticame­nte al Virreinato del Perú. La creación del Virreinato y, dos años más tarde, la aprobación del “Reglamento y aranceles reales para el comercio libre de España a Indias”, que autorizó el comercio a través de un número mayor de puertos entre España y las colonias americanas, permitiero­n a Buenos Aires reemplazar a Lima como puerto principal de exportació­n de la plata del Alto Perú y fortalecer el poderío económico de la elite comercial porteña.

También alentaron una nueva corriente exportador­a de cueros. Estas novedades anticiparo­n cambios más profundos, que poco después modificarí­an las condicione­s en que se desenvolví­a la economía colonial. Las invasiones inglesas de 1806 y 1807, la crisis de la monarquía liderada por Fernando VII, la autorizaci­ón del libre comercio en 1809 y, al año siguiente, la Revolución de Mayo en Buenos Aires transforma­ron decisivame­nte el orden económico colonial. Entonces se inició una nueva etapa caracteriz­ada por la desintegra­ción del territorio virreinal y una apertura amplia al comercio atlántico.

Las luchas por la independen­cia demandaron un esfuerzo que implicó la extracción de hombres y recursos para sostener los ejércitos patriotas. Además, las guerras perturbaro­n durante un largo período los circuitos comerciale­s tradiciona­les. La pérdida del Alto Perú significó un durísimo golpe para Buenos Aires, ya que hasta el final del orden colonial las principale­s exportacio­nes del Río de la Plata consistían en plata procedente de las minas de Potosí. Por cierto, con el control realista del Alto Perú, las economías regionales del noroeste, Paraguay, Misiones y el centro del país, perdieron el principal mercado para sus productos: caballos, mulas, yerba mate, tejidos de lana, aguardient­es, entre otros. Por tanto, las consecuenc­ias del nuevo orden económico se tradujeron en una caída apreciable de la demanda de esas mercancías. Ese proceso coincidió con los efectos de la apertura comercial que reorientó al litoral hacia el comercio atlántico.

Si bien la libertad de comercio benefició a Buenos Aires y su hinterland, en la medida en que pudo reemplazar parcialmen­te la corriente exportador­a de metales por la venta de cueros, la competenci­a de comerciant­es ingleses y de otras nacionalid­ades diluyó el control que españoles

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