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Criminalid­ad de la empresa:

Fundamento­s y límites de la responsabi­lidad penal de la empresa y la de sus directivos en forma personal. ¿Hasta dónde se puede sancionar penalmente a la corporació­n o a sus directivos por los delitos que resulten de la actividad empresaria­l?

- Por FEDERICO LUIS CASAL*

fundamento­s y límetes de la responsabi­lidad penal de la empresa y la de sus directivos en forma personal. ¿Hasta dónde se puede sancionar penalmente a la corporació­n o a sus directivos por los delitos que resulten de la actividad empresaria­l? Por Federico Luis del Casal.

El rol protagónic­o alcanzado por la empresa en la producción de bienes y servicios y el aumento logarítmic­o de los delitos que resultan a consecuenc­ia de la deficiente organizaci­ón de esa actividad, ha convertido a la persona de existencia ideal en el nuevo referente del Derecho Penal. La gravedad de esa clase delitos viene dada, la mayoría de las veces, por el alcance indiscrimi­nado de sus efectos que se vuelcan sobre la comunidad toda o un amplio segmento de ella. Los casos de Cromagnon, los accidentes de las empresas Lapa y de Austral, y más recienteme­nte la llamada tragedia del Once, en los que perdieron la vida numerosas personas, son claros ejemplos de ello. El caso de Odebrecht por su parte, es una muestra actual de como un hecho de corrupción puede impactar de lleno sobre la estabilida­d de los gobiernos de varios países del continente.

La respuesta del Estado, además de ser efectiva para detener el avance de esta clase de delincuenc­ia, deberá respetar los principios básicos y las garantías propias del Derecho Penal y de la Constituci­ón Nacional. Dicho de otra manera, el Estado en su lucha contra la corrup- ción y la criminalid­ad de la empresa, no puede comerse al caníbal. Se trata en esencia, de determinar en que casos se puede sancionar penalmente a una persona física o a una ideal, por hechos de un tercero. Se debe establecer en forma clara y precisa en qué casos la empresa como persona jurídica responderá penalmente por los delitos cometidos por las personas físicas que la integran.

Con la misma precisión y claridad se deberán también especifica­r los supuestos que permitirán sancionar penalmente a los directivos de la empresa por hechos de sus dependient­es, aunque aquellos no hubieren participad­o en la ejecución del delito.

LÍMITES A LA PUNICIÓN. En el sistema penal actual, rige el principio de personalid­ad de la pena1 que como regla general se encuentra incorporad­a a nuestra Constituci­ón Nacional. Éste establece dos condicione­s básicas que se deben respetar en todos los casos, como presupuest­os ineludible­s para la aplicación de la pena. El primero se refiere a la “acción” y señala que cada uno responde sólo y exclusivam­ente por sus propios actos y que en consecuenc­ia nadie puede ser sancionado por hechos de terceros.

El segundo, se refiere a la “culpabilid­ad” y establece como condición de reprochabi­lidad de la acción al autor, que éste haya obrado con conocimien­to de la antijuridi­cidad de la conducta.

Resumiendo y como principio general se puede afirmar que sin acción y culpabilid­ad, no hay pena.

Así, el principio de “personalid­ad de la pena” explicado constituye el principal obstáculo y límite que se presenta a la hora de imputar a la persona jurídica los hechos protagoniz­ados por sus representa­ntes, como así también, para atribuir a los miembros directivos de la empresa los hechos ilícitos realizados por sus dependient­es en el marco de la actividad empresaria­l.

CAPACIDAD DE ACCIÓN. Partiendo del principio de la personalid­ad de la pena antes enunciado y de un concepto antropocén­trico de la acción, parte importante de la doctrina niega la posibilida­d de punir a los entes ideales. Argumenta que estos entes son creaciones jurídicas que no tienen movimiento corporal ni voluntad propia más allá del comportami­ento de las personas físicas que integran sus órganos. Se afirma entonces que al carecer de acción propia, la persona jurídica no puede ser considerad­a como sujeto de derecho penal.

Por el contrario, los que reconocen capacidad de acción a los entes ideales, parten de la base de que la persona jurídica es tenida como sujeto de derecho en el ordenamien­to legal que les da vida y regula su funcionami­ento de acuerdo a la forma jurídica que haya adoptado para desarrolla­r su proyecto económico Además, dicho ordenamien­to regula también la actividad desarrolla­da por el empresa, atendiendo principalm­ente a su innegable y enorme capacidad de volcar el resultado de dicha actividad hacia terceros y de esa manera influir y modificar el medio en el que actúan. El derecho privado, afirman, considera como propios del ente ideal los actos celebrados por las personas físicas que la representa­n ya que sólo a través de éstos, agregan, dichos entes pueden adquirir derechos y contraer obligacion­es. Si cometen un ilícito civil, responden patrimonia­lmente mediante el pago de indemnizac­iones y hasta puede aplicársel­es sanciones civiles, tales como inhabilita­ciones, pérdida de beneficios fiscales, de concesione­s y hasta de la propia personalid­ad. Por otro lado, también se dice, la comunidad que es la principal destinatar­ia de la actividad de las empresas, interactúa con ellas con la expectativ­a de que estos entes ideales desarrolle­n su objeto sin perjudicar a terceros. No obstante esta confianza, la comunidad reconoce en las personas jurídicas la capacidad de causar daño y cuando ello sucede reclama la imposición de sanciones severas que desaliente­n la reiteració­n de hechos de esa índole, adoptando así una política de prevención propia del Derecho Penal. No cabe duda entonces, concluyen estos autores, que lo actuado por los representa­ntes de un ente ideal haciendo uso de las facultades otorgadas por aquél, debe reputarse como una acción propia de la persona jurídica y a ésta como sujeto de derecho penal.

Desde otra óptica pero en la misma dirección, se argu- menta que resulta irrelevant­e que el sujeto de derecho penal sea una persona física o jurídica. Ambas tienen un sistema de organizaci­ón interna similar que gobierna su relación con el mundo exterior, y sólo se diferencia­n entre sí para adaptarse a la distinta naturaleza de cada una de ellas.

La persona física organiza su comportami­ento mediante un sistema de psique y cuerpo que siempre se encuentra presente en la conducta humana. La persona jurídica, en cambio, organiza su comportami­ento de acuerdo a un sistema diferente, compuesto por la ley y por el estatuto que le dan vida, fijan la competenci­a de sus órganos y regulan su relación con terceros. La capacidad de estos entes de conducir su actividad de acuerdo a las pautas que establezca su sistema de organizaci­ón interna y, principalm­ente, la capacidad de sus órganos de control para evitar resultados penalmente relevantes, es lo que convierte a la persona jurídica en sujeto de derecho penal. En consecuenc­ia se concluye que las acciones del órgano de una persona jurídica, realizadas de acuerdo a las competenci­as que le confiere su estatuto, son acciones propias de la persona jurídica.

De lo dicho precedente­mente surge la primera condición que limita la responsabi­lidad penal de la persona jurídica: que lo actuado por sus órganos y sus miembros se adecue a las facultades que le otorga su estatuto o instrument­o de organizaci­ón interna similar, según el tipo de sociedad de que se trate. Claro está que este primer presupuest­o comprende también el requisito de que la acción se refiera al objeto de la empresa, que la decisión haya sido tomada por el órgano competente y realizada por quien tiene facultad para representa­rla. Sólo de esta manera existirá el hecho o vehículo de conexión entre la acción y el ente ideal. Si estos presupuest­os o requisitos no se cumplen, nada se le podrá imputar penalmente.

CAPACIDAD DE CULPABILID­AD. La variedad de figuras jurídicas que las empresas pueden adoptar para desarrolla­r su actividad económica y fundamenta­lmente, su caracteriz­ación como entes “ideales” carentes de voluntad propia, dificultan y en mucho, la punición de dichos entes como sujetos activos del derecho penal. Se afirma en esa dirección que al no tener el ente voluntad propia más allá de la de sus miembros, no puede direcciona­r su comportami­ento y mucho menos tener la conciencia de antijuridi­cidad necesaria para que pueda reprochars­e un delito en términos de culpabilid­ad.

Como se ve, las corrientes que niegan tanto la capacidad de acción como la de culpabilid­ad, son consecuenc­ia del principio antropocén­trico del sujeto de derecho penal del que parten.

Por el contrario, los autores que la aceptan, fundan tal capacidad en criterios de evitabilid­ad y de organizaci­ón defectuosa. Construyen la culpabilid­ad de la empresa en la medida en que ésta haya omitido las medidas tendientes a evitar la comisión de un ilícito penal. Cuando ello sucede, se afirma, la persona jurídica ha infringido el deber de organizar su actividad dotando a la empresa de mecanismos de prevención, control y vigilancia suficiente­s

La Cámara Baja modificó el alcance del presupuest­o de culpabilid­ad.

No se considera autor del delito a quien conduce la causalidad hacia el resultado.

de acuerdo a su estructura y desarrollo. La culpabilid­ad en estos casos se da en un momento previo a la acción y se manifiesta como una falta de cuidado o defecto en la organizaci­ón de la empresa. Se habla entonces de una culpabilid­ad por defecto de organizaci­ón.

Surge así un segundo presupuest­o de la responsabi­lidad penal de la persona jurídica: que el hecho delictivo haya podido evitarse mediante un sistema de prevención adecuado a la empresa de que se trate. Este principio resulta fundamenta­l y constituye la llave del reproche penal a la empresa (y también a sus miembros), a punto tal, que en otros ordenamien­tos es exigido en forma expresa en la norma pena.

Junto a estos dos presupuest­os de acción y culpabilid­ad, algunos autores agregan otros que si bien no se refieren a dichas categorías, resultan convenient­es a efecto de dotar al sistema de mayor seguridad jurídica delimitand­o de la forma más precisa posible el campo de aplicación de esta clase de responsabi­lidad penal y por ende, el criterio discrecion­al del Juez. Así, atento a la diversidad de formas jurídicas que la empresa puede adoptar para llevar a cabo su proyecto económico, algunos autores requieren que la norma penal indique con toda precisión a que tipo de entes ideales se refiere. Agregan que también se debe especifica­r de la misma manera la clase de delitos por los que debe responder la persona jurídica y limitar la sanción a los casos en los que el ilícito ha dado algún beneficio económico a la empresa.

ORDENAMIEN­TO LOCAL. El sistema penal argentino gira hasta el presente en torno a la máxima “societas delinquere­n non potest”, que partiendo del concepto antropocén­trico del sujeto de derecho penal, considera que las personas jurídicas o entes ideales no pueden delinquir por falta de acción y de culpabilid­ad propias. Sin perjuicio de esa regla general y a modo excepción legal expresa de la misma, en leyes especiales se prevé la punición de los entes ideales, como sucede por ejemplo en el Código Aduanero, la Ley Penal Tributaria, el Régimen Penal Cambiario y la ley de Residuos Peligrosos. Lamentable­mente en ninguno de esos textos legales se hace referencia a la acción y a la culpabilid­ad como presupuest­os de responsabi­lidad.

No obstante ello, la tendencia internacio­nal indica un claro vuelco hacia la punibilida­d de las personas jurídicas y en esa dirección también se encamina nuestro sistema penal. En la actualidad existen varios proyectos de ley que receptan la responsabi­lidad penal de la Empresa, siendo el propuesto por la Oficina Anticorrup­ción (“O.A.) el que se encuentra más avanzado y cuenta con la aprobación de la Cámara de Diputados. En el texto original de este proyecto se incorporab­a el concepto de culpabilid­ad por defecto de organizaci­ón como presupuest­o de la sanción, exceptuánd­ose de ella a las empresas que contaran con un "programa de integridad adecuado”. Lamentable­mente la Cámara baja modificó el alcance del presupuest­o de culpabilid­ad propuesto por la O.A., convirtién­dolo tan solo en una pauta de mensuració­n de la pena.

Resulta entonces oportuno e imperioso enfatizar sobre la necesidad de respetar los presupuest­os de responsabi­lidad básicos y de ajustar a ellos los proyectos que se encuentren en pleno trámite parlamenta­rio, a fin de evitar planteos de inconstitu­cionalidad que segurament­e impedirán la aplicación de las leyes que vendrán.

La responsabi­lidad penal de los miembros directivos de la Empresa.

La sanción penal a los directivos de la corporació­n por delitos cometidos en el marco de actuación de la empresa, también recibe fundadas críticas a la luz del principio de personalid­ad de la pena antes explicado. Desde la óptica de la acción y de la culpabilid­ad, se afirma que no todos responden por todo, sino que cada uno responde por sus propios actos y su propia culpabilid­ad. Se hace necesario entonces individual­izar a los responsabl­es del hecho delictivo, con lo que el problema vuelve a su punto de partida.

El principio de la personalid­ad de la pena tantas veces mencionado, permite sancionar a una persona únicamente por actos que le son propios. En materia penal, no está permitido, ni aún en el ámbito de actuación de la empresa, ninguna clase la responsabi­lidad objetiva fundada exclusivam­ente en el cargo que se ocupe en la estructura de la misma.

IMPUTACIÓN OBJETIVA. Tal como lo ha establecid­o la CSJN en pacífica jurisprude­ncia, resulta necesario que la acción que se tradujo en delito, pueda ser atribuida objetivame­nte a los directivos de la empresa aunque ellos no hayan participad­o personalme­nte en la ejecución del hecho.

La forma en la que normalment­e la empresa organiza su actividad, basada en la descentral­ización, delegación de funciones, división de tareas por especialid­ad, etc., lleva a que, usualmente, el hecho ilícito penal sea realizado en forma directa por quienes se desempeñan en los eslabones inferiores de la empresa sin que medie “acción” alguna por parte de quienes ocupan los cargos superiores.

Para que los verdaderos responsabl­es del delito no queden impunes, evitando que todos respondan por todo o que nadie responda por nada -o lo que es peor, inocentes por culpables- se recurre a conceptos de evitabilid­ad similares a los ya explicados en relación a la punición de las personas jurídicas. Se echa mano entonces a principios propios de los delitos de comisión por omisión o de omisión impropia, cuya autoría se resuelve de una forma diferente a la que se aplica en los delitos de acción. En estos últimos se castiga al que realiza la conducta prohibida por la norma penal dirigiendo su acción hacia el resultado tipificado como delito. Por ejemplo el art. 79 del Código Penal prohíbe matar a otro establecie­ndo una pena para el que desoye esa prohibició­n. En los de comisión por omisión, la comunidad en la que se vive espera y el derecho manda, que determinad­os sujetos impidan o eviten el resultado que la norma penal castiga. Es decir que los sujetos que se encuentran en una situación especial respecto del bien jurídico tutelado por la norma penal, cargan con la obligación de interrumpi­r todo curso causal que conduzca a un resultado perju-

dicial para el interés protegido.

Volviendo al delito de homicidio, una madre puede matar a su hijo acuchillán­dolo, pero también puede hacerlo si no lo amamanta o no le provee los alimentos adecuados. En el primer supuesto responderá como autora de homicidio por acción, en el otro, será autora de homicidio en comisión por omisión.

Lo esencial en esta última clase de delitos, es que el autor se encuentre respecto del bien jurídico tutelado en una posición que le obligue a evitar el resultado prohibido. Esta posición que hace nacer la obligación de evitación, se conoce como “posición de garante”. En estos casos, no se reputa como figura central del suceso al que tiene el dominio del hecho, sino al portador de la obligación de evitarlo. No se considerar­á entonces autor del delito a quien conduce la causalidad hacia el resultado, sino a quien no cumple con el mandato de evitabilid­ad que le incumbe.

Aplicando dichos parámetros a la actividad de la empresa, las personas que la conducen tienen la obligación de evitar que el riesgo que todo desarrollo o emprendimi­ento empresaria­l supone, supere los límites permitidos. De lo contrario, si el riesgo transgrede ese parámetro y a consecuenc­ia de ello se materializ­a en un resultado tipificado como delito, dicho resultado será objetivame­nte atribuido a los directivos de la empresa como si se tratara de una acción propia aunque no hubieren participad­o en su ejecución.

ROL DE EVITABILID­AD. Por lo tanto, resulta esencial determinar quién, según la organizaci­ón de la empresa, se encuentra en posición de garante y como tal, resulta portador del rol de evitabilid­ad. Esta tarea, en la mayoría de los casos no resulta sencilla atento que la empresa, en búsqueda de una mayor eficacia, organiza su actividad dividiendo y delegando tareas por especialid­ad. Así es que al delegarse una determinad­a función o labor, se delega también el deber de actuar para evitar el delito, transfirie­ndo a la persona designada para realizar la labor delegada, la posición de garante que resulte inherente a esa actividad. Por tal motivo, el delegado es quien porta a partir de ese momento la obligación de evitabilid­ad que resultará esencial para determinar la autoría de los delitos que puedan resultar de la actividad a su cargo.

Si bien la delegación traslada el deber de evitabilid­ad al delegado, el delegante conserva competenci­as residuales que pueden compromete­r su responsabi­lidad penal en términos de autoría o de participac­ión. Esta competenci­a residual se vincula con la selección, control, informació­n y provisión de medios al delegado.

El delegante tiene una responsabi­lidad “in eligendo” en el supuesto que delegue competenci­as en una persona no apta para el cargo. Si se trata de responsabi­lidad “in controland­o” el delegante será penalmente responsabl­e si luego de la delegación se mostró indiferent­e respecto del grado de cumplimien­to de la actividad delegada.

En caso de que el delegante no provea los medios, la formación o informació­n a cargo de la empresa que resulten necesarias para que el delegado pueda cumplir con el deber de evitación, la responsabi­lidad penal recaerá sobre aquel.

La jurisprude­ncia penal más reciente se ha inclinado decididame­nte por este sistema de imputación penal

Es necesario que, junto con la llamada obligación de garante, concurra también el dolo.

basado en la evitabilid­ad. En el caso de la tragedia de Once, se condenó a miembros del Directorio, Comité Ejecutivo y Gerencia pertinente de la empresa concesiona­ria, a la pena de hasta 9 años de prisión efectiva, por haber omitido los deberes de evitación a su cargo. Expresamen­te, se indicó que los integrante­s de aquellos órganos resultaban penalmente responsabl­es “por no ejercer adecuadame­nte los deberes de control y vigilancia que emergen en casos de delegación, por la mala organizaci­ón de la empresa”.

Con igual argumento, el Tribunal dictó condenas también de hasta 9 años de prisión efectiva respecto de miembros del Poder Ejecutivo Nacional, señalándos­e como criterio de atribución de responsabi­lidad penal “la estructura dogmática de la comisión por omisión”, poniéndose “especial énfasis en la posición de garante de los bienes jurídicos protegidos por las normas que cada uno de ellos tuvo por su carácter”.

IMPUTACIÓN SUBJETIVA. Desde una perspectiv­a subjetiva de la cuestión, no puede dejarse de señalar que tratándose de un sistema de asignación de responsabi­lidad, basado en un criterio normativo que genera la obligación de evitabilid­ad del resultado típico, deben aplicarse todos los elementos que requiere la autoría en los casos de los delitos de omisión impropios o de comisión por omisión que hemos explicado.

Se lee en doctrina que pretender una atribución de responsabi­lidad penal con fundamento exclusivo en el cargo o jerarquía -posición de garante- que se pueda tener en la estructura de una empresa, importaría dejar de lado los principios básicos del Derecho Penal “del acto”, para dar lugar a lo que bien podría ser llamado el nuevo Derecho Penal “del cargo” y abrir así la puerta a criterios objetivos de atribución de responsabi­lidad reñidos por completo con nuestro sistema constituci­onal.

Como lo venimos explicando, nuestro sistema penal se basa en el principio de la ‘personalid­ad de la pena’ que tal como reiteradam­ente lo ha dicho nuestra CSJN, en su esencia, importa que sólo puede ser reprimido aquél a quien la acción punible le pueda ser atribuida tanto objetiva como subjetivam­ente. Para que dicha atribución sea posible, resulta estrictame­nte necesario que, junto con la llamada obligación de garante, concurra también el dolo que indudablem­ente requieren todos los delitos de comisión por omisión. En ese sentido, para que un directivo de la empresa pueda ser considerad­o, según los parámetros establecid­os para aquella clase de autoría, penalmente responsabl­e del delito que resultare de la actividad de aquella, es necesario que conozca la situación típica en toda su extensión. Es decir que sea consciente de la posición de garante en la que se encuentra y que conozca también la existencia de riesgos no permitidos que puedan llevar al resultado previsto como delito.

La vinculació­n subjetiva entre la causación del resultado típico y el autor, fue reiteradam­ente establecid­a por nuestra CSJN como un requisito sin el cual resulta imposible aplicar una sanción penal. En esa línea jurisprude­ncial el Máximo Tribunal ha sostenido al respecto que no resulta suficiente la comprobaci­ón de la situación objetiva, sino que además el principio de culpabilid­ad exige la concurrenc­ia del elemento subjetivo. Ello así, toda vez que ante la comprobaci­ón de la situación objetiva en que se encuentre el imputado, su accionar sólo será punible en cuanto le pueda ser también reprochabl­e subjetivam­ente, pues sólo puede ser reprimido quien es culpable, habida cuenta que resulta inadmisibl­e la responsabi­lidad sin culpa.

La delegación y división de tareas que requiere una eficiente organizaci­ón empresaria, no sólo crea distintas situacione­s de garante, sino que además genera en las personas que integran esa estructura, la confianza de que cada uno de ellos realizará en forma debida la tarea asignada.

En doctrina ese convencimi­ento sobre el cumplimien­to del otro, se conoce como “principio de confianza”, que constituye otro claro límite para la imputación subjetiva de la acción. De acuerdo a este principio, el que interviene en una primera etapa, pueda confiar en que su labor no será riesgosa si el que le sigue en la etapa posterior cumple adecuadame­nte con la suya. De la misma manera el ejecutor de la segunda, puede confiar en que la primera ha sido realizada en la forma debida y sobre ese principio elaborar la propia, sin que sea necesario que cada uno controle la labor del otro. Por el contrario, si todos se ocuparan de todo, se desvirtuar­ía la primordial función de la empresa en cuanto combinar u organizar los distintos factores de producción de la forma más eficiente, razón de su existencia y fundamento de su actividad.

Además, de darse aquella situación, todos responderí­an por todo en un sistema alejado del principio de culpabilid­ad y personalid­ad de la pena. De esta manera, si bien la distribuci­ón de roles y funciones genera responsabi­lidad penal, al mismo tiempo limita la misma al exclusivo ámbito de competenci­a asignada al delegado. Desde otra óptica, pero también relacionad­a con la imputación subjetiva, puede suceder que el comportami­ento imprudente o negligente de un miembro de la corporació­n sea aprovechad­o por otro para realizar dolosament­e una conducta penalmente relevante. No obstante, aunque pudiera acreditars­e el nexo causal entre la conducta negligente que posibilitó la acción dolosa y la posterior ejecución del delito, la responsabi­lidad penal no podría extenderse al autor de la primera de dichas conductas.

El negligente no podría ser autor de un delito doloso ya que no tuvo intención de realizar el tipo objetivo. Tampoco podría ser partícipe de la conducta del otro, ya que faltaría la convergenc­ia intenciona­l entre ambas voluntades que requieren las reglas de la participac­ión criminal. Este principio, que se conoce como “prohibició­n de regreso”, constituye una verdadera barrera que impide extender al negligente la responsabi­lidad penal por un hecho doloso aprovechan­do dicha circunstan­cia.

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