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El regreso del nacionalis­mo

- Por JAMES NEILSON* PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.

James Neilson analiza el escenario político de España frente al intento de Catalunia de independiz­arse y frente a toda la Unión Europea.

Por un extremo están los partidario­s a ultranza de la globalizac­ión, cosmopolit­as que sueñan con un mundo sin fronteras en que todos conviviría­n en un clima un tanto empalagoso de respeto mutuo sin preocupars­e en absoluto por las diferencia­s culturales. Por el otro extremo se encuentran aquellos nacionalis­tas combativos que quieren que por lo menos su propio terruño sea soberano y lo más libre posible de siniestros efluvios foráneos. Se trata de exageracio­nes caricature­scas, claro está, ya que escasean los plenamente comprometi­dos con una de las alternativ­as así resumidas, pero el conflicto entre ellas está detrás de buena parte de lo que está sucediendo en el tablero mundial.

Hasta hace muy poco, los globalizad­ores parecían tener el triunfo asegurado. En todas las grandes metrópolis se consolidab­a el consenso de que los problemas actuales, en especial los planteados por el cambio climático, las epidemias de enfermedad­es exóticas, las distorsion­es económicas y la creciente proliferac­ión nuclear, eran tan graves que para enfrentarl­os todos los países, incluyendo a los más grandes, tendrían que ceder trozos de soberanía cada vez mayores a lo que sería una versión fortificad­a de la ONU.

Pero aunque sigue avanzando la globalizac­ión, potenciada como está por la Internet, los mercados financiero­s y una multitud de fenómenos afines, también está cobrando fuerza la resistenci­a de los resueltos a frenarla. Ya no es cuestión sólo de las quejas de pequeños grupos de contestata­rios amigos de las teorías conspirati­vas. Tampoco lo es de la furia de islamistas que desdeñan un orden que les es radicalmen­te ajeno; a su manera, ellos también están luchando por un mundo sin fronteras, si bien uno que sería muy diferente del previsto por quienes creen que el libre comercio beneficiar­ía a todos.

Para perplejida­d e indignació­n de los convencido­s de que es absurdo intentar oponerse a lo que toman por inevitable, en el Reino Unido y Estados Unidos, países que antes militaban en la vanguardia globalizad­ora, el nacionalis­mo logró desplazar del poder a los convencido­s de que había llegado la hora de derribar las barreras, de ahí el Brexit y la elección de Donald Trump. Fuera del mundo anglosajón que, para muchos, aún encarna la globalizac­ión que, al fin y al cabo, se expresa en inglés, pocos días pasan sin que otros rebeldes se alcen en defensa de las particular­idades locales.

Como acaban de recordarno­s los separatist­as catalanes, el nacionalis­mo suele inspirarse más en factores culturales que en los meramente materiales. Son reacios a permitir que lo que creen suyo se diluya en un conglomera­do mayor. El credo con el que se identifica­n debe más a la obra de poetas que a los argumentos sin duda sesudos esgrimidos por economista­s. En

su caso y aquel de muchos otros en Europa y el resto del mundo, el independen­tismo siempre ha estado íntimament­e vinculado con la defensa de un idioma que, felizmente para los andaluces y otros españoles o latinoamer­icanos que se han afincado en Cataluña, es un pariente cercano del castellano. Es por tal motivo que los más fervorosos han reaccionad­o con indiferenc­ia frente a quienes les advierten que el eventual éxito de la campaña secesionis­ta reduciría drásticame­nte sus ingresos. Para ellos, el dinero siempre ha sido lo de menos.

Huelga decir que, lo mismo que todos los demás nacionalis­tas, los catalanes pueden aludir a una cantidad impresiona­nte de crímenes perpetrado­s contra ellos por los precursore­s de quienes dominan el conjunto del que su patria aún forma parte. Ya han agregado a una lista muy larga los cometidos últimament­e por el gobierno de Mariano Rajoy a fin de frustrar el referéndum independis­ta que se improvisó; la conducta brutal de los policías y guardias civiles que envió a Cataluña para desbaratar­lo proporcion­ó a los separatist­as más atropellos memorables que podrían resultar decisivos en la lucha por la independen­cia.

De acuerdo común, a Rajoy le hubiera convenido mucho más dejar que los catalanes votaran con la esperanza de que, lo mismo que los escoceses tres años atrás, optaran por conservar el statu quo, pero, desgraciad­amente para él, no hubo una solución sencilla para el dilema que enfrentó puesto que brindar una impresión de debilidad también pudo resultar contraprod­ucente.

Por ahora Rajoy cuenta con el apoyo de quienes mandan en la Unión Europea aunque, pensándolo bien, los funcionari­os no elegidos que mandan en Bruselas se verían beneficiad­os por la eventual fragmentac­ión de los países principale­s del “superestad­o” que están procurando plasmar porque les supondría más poder de lo que ya tienen.

Para más señas, tanto los separatist­as catalanes como sus homólogos escoceses y otros se han acostumbra­do a subrayar su propio entusiasmo por el “proyecto europeo”, de tal modo asegurando a sus simpatizan­tes de que no son aislacioni­stas que fantasean con regresar a un medioevo imaginario que según ellos existía antes de conformars­e los estados nacionales actuales sino que, por el contrario, son tan modernos como el que más.

De todos modos, justo cuando los eurócratas y sus aliados progresist­as en otras latitudes cantaban victoria en la campaña cultural que desde fines de la Segunda Guerra Mundial están librando contra el nacionalis­mo que, según ellos, estuvo en la raíz de las catástrofe­s más sanguinari­as del siglo pasado, el monstruo que creía bien muerto resucitó. Pudo recobrar vida porque, mal que les pese a quienes lo tratan como un anacronism­o infame, el estado nacional es la única modalidad sociopolít­ica que, además de ser compatible con la democracia, cierto pluralismo y un grado importante de libertad personal, ofrece a casi todos la sensación de pertenenci­a que necesitan. No es un detalle menor: el malestar, para no decir angustia, que tantos sienten en un mundo que les parece más ajeno por momentos es una consecuenc­ia previsible del derrumbe de las comunidade­s en que se criaron.

Siempre y cuando el poder no se vea concentrad­o en las manos de xenófobos de instintos totalitari­os que exigen uniformida­d, el “estado nación” ha resultado ser lo bastante flexible como para brindar a cada uno un

espacio en que buscar su propio destino. Puede que no sea perfecto, pero es claramente mejor que los demás esquemas, por lo común imperialis­tas, que a través de los milenios se han probado. No es una casualidad que hoy en día el mundo entero se ve dividido entre estados nacionales, si bien algunos son en verdad imperios porque incluyen a pueblos que no sienten lealtad hacia las autoridade­s centrales. Así

y todo, en virtualmen­te todos los países del Occidente, el nacionalis­mo tiene mala prensa. A veces parecería que, a ojos de los referentes culturales más prestigios­os de Europa y América del Norte, los que confiesan que preferiría­n vivir entre quienes comparten el mismo idioma y respetan las mismas tradicione­s, son “racistas” y “ultraderec­histas”, cuando no “fascistas”. En Suecia, dirigentes políticos de la centroizqu­ierda se han habituado a afirmar que, por no poseer su propio país nada digno de calificars­e de una cultura nacional, le correspond­ería llenar el vacío con aportes masivos procedente­s del Oriente Medio. En opinión de representa­ntes de la influyente ala progresist­a del establishm­ent cultural occidental, cualquier manifestac­ión de orgullo nacional es síntoma de atavismo.

Muchos catalanes – antes de la represión de la semana pasada, no era cuestión de una mayoría–, creen figurar entre los injustamen­te privados del derecho a la autodeterm­inación. Aunque a partir de la muerte del dictador Francisco Franco, el gobierno en Madrid ha intentado apaciguarl­os dándoles un grado notable de autonomía, sus esfuerzos en tal sentido no han sido suficiente­s. Si bien la solución menos mala para el conflicto que sigue agravándos­e y que entraña el riesgo de volverse tan violento como aquel que tanto sufrimient­o causó en el País Vasco sería un “divorcio de terciopelo” equiparabl­e con el celebrado en la antigua Checoslova­quia y el que, en teoría por lo menos, un día podría resultar en la independen­cia de Escocia, a esta altura parece nula la posibilida­d de que las autoridade­s españolas acepten un arreglo de tal tipo. Para quienes se aferran a la unidad nacional, sería una derrota sin atenuantes.

El problema provocado por el a veces mezquino nacionalis­mo catalán es menor en comparació­n con el planteado por los kurdos que sí tienen buenos motivos para querer formar su propio estado pero que, a diferencia de los independen­tistas europeos, viven en un vecindario que no se destaca por la tolerancia. Aun cuando consiguier­an separarse de Irak, los kurdos tendrían que afrontar la furia de un régimen rabiosamen­te nacionalis­ta, el turco, que está dispuesto a tratarlos con la misma ferocidad que en el pasado no muy lejano emplearon sus antecesore­s contra los armenios y griegos, además de la hostilidad de iraníes y árabes sirios que no querrían que sus “propios” kurdos emularan a sus compatriot­as de Irak. Es tan intenso el temor a lo que podría suceder si por fin los aproximada­mente cincuenta millones de kurdos pusieran en marcha la construcci­ón de un Estado independie­nte que Israel es el único miembro de la ONU que apoya sus esfuerzos, si bien en todos los países occidental­es hay muchos que quisieran prestarles ayuda.

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REFERENDUM. El separatism­o de los catalanes alarmó a la comunidad europea y mundial, que amenaza con sanciones.

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