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Las rosas del Restaurado­r

La vida íntima del Restaurado­r fue escenario de otra lucha por el poder: la de sus relaciones afectivas. Roles y competenci­as.

- ESCRITORA y periodista.

Juan Manuel de Rosas tuvo una esposa y varias amantes. Qué roles ejercieron en su vida y cómo competían.

Juan

Manuel de Rosas fue quien fue gracias a dos mujeres: su madre y su esposa. Asegurar esta idea puede parecer fruto de un voluntaris­mo frenético pero insisto con mi hipótesis. Si no hubiera sido por la tenacidad de Agustina López de Osornio, su madre, y de Encarnació­n Ezcurra, su esposa, el hombre que dividió el siglo XIX en dos habría mantenido su apellido –Ortiz de Rozas– y su lugar como estanciero poderoso en la provincia de Buenos Aires.

Doña Agustina López de Osornio demostró durante toda su vida que era la detentora de la ley, en su casa de la calle Biblioteca. Madre de diez hijos –Juan Manuel era el segundo– manejaba su residencia y los campos como si fuera un hombre. Ella se ocupaba de los pagos, disponía de la peonada en Rincón de López y daba las órdenes en el hogar.

Había quedado huérfana a los 14 años y obligada por las circunstan­cias devino en madre y padre de sus hermanos. Agustina manejó el dinero –que era mucho– que dejó don Clemente –su padre– y supo invertir bien. Hasta que se casó con León Ortiz de Rozas y armó su propia familia. Era mano larga con su prole, así se hacía respetar. Y con el marido podía ser amorosa hasta el paroxismo o humillarlo en público, como cuando gritaba a viva voz que ella era la refinada de la pareja y que si se descuidaba le demostraba que era descendien­te de los reyes de Normandía.

Agustina no quería que su hijo fuera políti- co. Lo había preparado para que se ocupara de los campos y los negocios familiares. Pero aquello no pudo ser. Juan Manuel quedó prendado por la esfera pública y allí se instaló hasta el 3 de febrero de 1852, cuando empezó su exilio. Sin embargo, no había sido la gobernació­n la responsabl­e de la distancia entre madre e hijo.

LA OTRA MUJER. Para doña Agustina López de Osornio, la culpable de todos los males era su nuera. Encarnació­n Ezcurra había conocido al soltero más codiciado de Buenos Aires y cayó prendada en el acto. Diferente del resto, que hacían evidente su desvelo, la menor de los Ezcurra trabajó el vínculo con cautela y dedicación hasta que logró su cometido. Juan Manuel se enamoró pero sus padres se opusieron a esa junta. Agustina la acusaba de fea y poca cosa para su príncipe heredero. Pero no contaron con la astucia de la Ezcurra. Encarnació­n no iba a dar el brazo a torcer y armó una argucia digna de culebrones incendiari­os: inventó un embarazo, escribió una esquela anunciándo­selo a su amado –todo en complicida­d con el caballero en cuestión– y éste la depositó sobre su cama para que su madre tomara nota. Dicho y hecho, la furia poseyó el hogar de los Ortiz de Rozas. El deber ser hizo lo suyo y Encarnació­n pasó a formar parte de la familia.

La lucha entre suegra y nuera fue vox pópuli y poco faltó para que se fueran a las manos. Tal era la iracundia, que la recién casada conminó al esposo a abandonar la casa.

Los Rosas –Juan Manuel se había quitado el Ortiz de encima por una reyerta familiar– se armaron una vida por cuenta propia y Encarnació­n ocupó su lugar como una reina. Colaboró con la carrera política de su marido como ninguna, transformá­ndose en su asesora más confiable. Cuando el hombre partió rumbo a la campaña al desierto, ella quedó al cuidado del territorio. Guardaba

las armas en la casa y mantenía reuniones secretas con los primeros estertores de la Mazorca. Ella ordenaba, los hombres acataban. También le sugería a su marido en quiénes confiar y cuáles debían pasar a recibir un funesto pulgar para abajo. Cuando lo tenía lejos, lo obligaba a comer luego de que alguien probara la comida. El temor del asesinato sobrevoló siempre.

Fue la madre de los dos hijos de Rosas y crió a Pedro Pablo como propio, el hijo secreto de su hermana Pepa y Manuel Belgrano. Pero de instinto maternal, nada. Ante todo fue mujer, y de ese hombre y nada más.

Manuelita fue la hija dilecta y ocupó el sitio vacante que dejó Encarnació­n al morir. Una suerte de canciller sin funciones, la Niña –así la llamaba Rosas, incluso en su adultez –y su corte de amigas, recibían en Palermo a los caballeros con ansia de negocio, locales y extranjero­s, como el primer paso antes de llegar al despacho del Gobernador. El vínculo entre ambos fue estrecho e intenso. Los enemigos de Rosas, instalados en Montevideo, acusaban al hombre de llevar a la cama a su propia hija.

Juan Manuel la había conminado a que quedara soltera para toda la vida y junto a él. A Manuelita no le resultó fácil contradeci­r aquella orden. Se casó grande y en el destierro. Eligió a Máximo Terrero, el hijo del amigo y socio de su padre en el saladero. Pero esto no logró calmar la furia de Rosas. Permitió la boda bajo dos reclamos: él no participar­ía de la celebració­n y la pareja no viviría con él en la casa. Manuela se casó, tuvo dos hijos y nunca olvidó a su padre.

AMANTES. María Eugenia Castro y Juanita Sosa fueron dos de las amantes del Restaurado­r. La primera, la “mancebita”, así la llamaba Rosas, llegó a la casa a los 13 años. Cuidó a Encarnació­n en el lecho de muerte pero el patrón la metió en su cama. Eugenia tuvo cinco hijos de Rosas, fue la oficial pero escondida detrás de un biombo en la alcoba del Gobernador. Le fue leal hasta el fin de sus días. Tras la muerte de Rosas, la descendenc­ia “bastarda” intentó iniciar un litigio para reclamar la herencia. Manuelita, que los había tratado como hermanos durante las mieles del poder, hizo caso omiso y señaló que sólo eran los hijos de una sirvienta de la casa. Juana Sosa, la “edecanita”, fue una de las amigas íntimas de Manuelita. De mucho menor linaje, vivió en Palermo con la familia. También visitó las habitacion­es de Rosas, pero su alegría y voluptuosi­dad la colocaron en otro lugar. Disfrutó de las fiestas y la desmesura del poder. Sin embargo, caído el César, cayó su privilegio. Con Urquiza en el gobierno, fue internada en el Hospital de Mujeres Dementes. Juanita no estaba bien y no tuvieron alternativ­a. Murió en el hospicio, sola y en silencio.

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 ??  ?? Por FLORENCIA CANALE *
Por FLORENCIA CANALE *
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