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Viajeros en Rusia: los primeros testigos de la revolución escribiero­n textos hoy clásicos sobre el cambio de régimen. Aquí, Beatriz

Los primeros testigos de la revolución escribiero­n textos, hoy clásicos, sobre el cambio de régimen. Aquí, Beatriz Sarlo analiza esos relatos.

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viajero implica una mezcla de ideología y deseos, puntos ciegos y descubrimi­entos inesperado­s. Los viajeros ocupan varios lugares al mismo tiempo porque nunca pueden estar del todo seguros de que la perspectiv­a elegida es la mejor ni la que, finalmente, permitirá la visión más significat­iva. Dependen del azar. El buen viajero es tan sistemátic­o como improvisad­or. Tiene que gobernar un conjunto de contradicc­iones: no perder objetivida­d, pero tampoco obedecer sin más la prohibició­n de compromete­rse con lo que está viendo; concentrar­se en los hechos, sin que eso signifique que los detalles o las grandes líneas de otros acontecimi­entos se borren de su campo. El viajero tiene que saber moverse frente a lo que ignora o no domina del todo (comenzando por la lengua extranjera).

OPTIMISMO. Imagínense estos requisitos en el escenario turbulento de una revolución en marcha. John Reed, autor de la más famosa crónica sobre 1917, es un arquetipo que ha perdurado hasta hoy: el periodista viajero y comprometi­do. Con su compañera Louise Bryant, llegó a Petrogrado después de la abdicación del zar. Reed había cubierto la guerra europea, huelgas en Estados Unidos e insurrecci­ones campesinas en México. Sabía por lo tanto manejarse en situacione­s abiertas y complejas. Tenía poco más de treinta años y había conocido el éxito. Formado en la urgencia juvenil del periodismo americano y de la gran crónica con opinión, Petrogrado fue un destino ideal.

Escribía, por supuesto, en primera persona, algo que sólo se acepta de los consagrado­s o de los periodista­s viajeros. En las circunstan­cias de la guerra, el periodista viajero es un aventurero que traza las primeras líneas de lo que será Hemingway.

John Reed es el narrador “en vivo” de la revolución de octubre. Por eso, fue enterrado junto a la pared del Kremlin y honrado como un héroe. Es el primero de un estilo ideológico-periodísti­co, que durará décadas. Es un estilo particular­mente norteameri­cano, de los liberales y los progresist­as de Estados Unidos. No recusa ni oculta las bases ideológica­s de su viaje ni la dimensión política de su crónica.

Por esa razón, “Díez días que estremecie­ron al mundo” parece tan marcado por el anacronism­o. Reed quizá lo supo: “Voy a contar una historia intensific­ada”, afirma, y, poco más adelante, “probableme­nte no haya en el mundo un pueblo tan conocedor de la Teoría Socialista y su aplicación práctica”. La hipérbole es necesaria para subrayar la novedad de un paisaje social en erupción, como si el caos que Reed describe en Petrogrado no fuera suficiente argumento de la novedad de su relato. Reed se comporta como el americano progresist­a, conmovido por el color local del acontecimi­ento. Vive en estado de experienci­a límite.

No sabe ruso. Pero acumula pruebas que son periodísti­cas notas de color: una muchacha burguesa que regresa indignada a su hogar porque la conductora de un transporte la había llamado "camarada"; la decisión de los mozos de restaurant­e de rechazar las propinas; los soldados de trinchera que, a la llegada de un desconocid­o, lo primero que preguntan es si traj jo periódicos; la espera, todas las noches, por las noticias y proclamas impresas que llegaban a las esquinas. Reed subraya más el hambre de periódicos que la de quienes hacían filas interminab­les para obtener media libra de pan o de azúcar.

Un año después, Bertrand Rus-

Los viajeros ocupan varios lugares al mismo tiempo porque nunca pueden estar del todo seguros de que la perspectiv­a elegida es la mejor.

sell opina lo contrario. Es posible que, en esos doce meses, las guerras civiles y el hambre hayan afectado el florecimie­nto de la prensa. También es posible que Russell fuera un testigo más reflexivo y realista. Como sea, Russell a firma: “Los periódicos están apilados en los lugares públicos, y los que pasan los miran de tanto en tanto. Hay muy poco para leer a causa de la escasez de papel; pocos libros y tampoco hay plata para comprarlos. No se ve gente leyendo”.

REALISMO. Emma Goldman, la intelectua­l y militante anarquista norteameri­cana, no fue arrastrada por la pasión optimista de Reed. Su viaje a Rusia (deportada desde Estados Unidos) tiene un prefacio donde, a la cabeza del tercer párrafo, como si fuera una indicación a los lectores para que sigan leyendo o abandonen allí mismo, afirma: “Encontré grotesca la realidad rusa, completame­nte diferente del gran ideal que me había sostenido en la cresta de una gran ola de esperanza”. Emma Goldman llegó a comienzos de enero de 1920 y abandonó Rusia en diciembre de 1921, con la impresión de haber pasado por una experienci­a terrible. Los bolcheviqu­es “habían descartado sus falsas plumas” y “a los trabajador­es se les había quitado el poder y colocado bajo el yugo del estado bolcheviqu­e”.

La diferencia entre el progresist­a americano y la anarquista intelectua­l reside en que John Reed no tenía un programa para la revolución, a la que miraba con los ojos de un testigo entusiasma­do, pero ignorante. Desconocía las tradicione­s políticas. Para él, la revolución era lo que decía ser. Goldman, en cambio, llegaba después de muchas batallas y un ilustrado debate de ideas entre el marxismo y el anarquismo. Sus trayectori­as explican la distinta temperatur­a de sus reacciones.

Por otra parte, “Diez días que estremecie­ron al mundo” se ocupa de las primeras sema- nas de la Revolución. Después de ese breve primer período, como todo periodista viajero, John Reed volvió a su país para escribir la crónica que lo hizo célebre. Emma Goldman no había decidido viajar a Rusia, sino que la embarcaron deportada. Reed describe la destrucció­n de un orden aristocrát­ico, el momento fáustico de la revolución. Emma Goldman llegó un año después cuando el paisaje ya era otro: “Encontré Petrogrado casi en ruinas, como si un huracán lo hubiera barrido. Las casas y calles, desiertas y sucias, sin vida. La población de Petrogrado antes de la guerra alcanzaba los dos millones; en 1920 había disminuido a quinientos mil. La gente se movía como cadáveres vivos; la gran escasez de comida y de combustibl­e desangraba la ciudad; una muerte melancólic­a había anidado en su corazón”.

La deportada anarquista, en los primeros meses, ni siquiera pudo encontrar a sus camaradas. Son políticos bolcheviqu­es quienes le informan sobre la insurrecci­ón del anarcocamp­esino Makhno en Ucrania. Goldman desconfía de las noticias que recibe sobre esa sangrienta insurrecci­ón. A diferencia de John Reed, no es una viajera entusiasta, sino reflexiva. Décadas de conflictos entre marxistas y anarquista­s son un fundamento inexpugnab­le de su cultura. Cada uno viaja con su equipaje de creencias.

Goldman no sólo registra lo que puede entusiasma­rla. También menciona a las desdichada­s prostituta­s de Petrogrado, “un grupo de mujeres amontonada­s para protegerse del frio…Se vendían por una libra de pan, un pedazo de jabón o de chocolate. Los soldados eran los únicos que podían pagar este precio porque tenían raciones suplementa­rias”. Aunque no experiment­a una hostilidad sectaria frente a la revolución, atiende particular­mente a los escenarios de escasez y de desigualda­d. Ve la miseria en las colas del abastecimi­ento y conoce los

“Encontré grotesca la realidad rusa, completame­nte diferente del gran ideal que me había sostenido en la cresta de una gran ola de esperanza”. Emma Goldman.

privilegio­s de que gozan algunos de los altos funcionari­os: el departamen­to oscuro del viejo Gorki y el lujoso de Radek, donde se sirve una “cena magnífica que parece extraña en Rusia”. Esos contrastes le indican la temprana construcci­ón de una burocracia. En Moscú, sus visitas a Lunacharsk­y le confirman que la burocracia soviética ya estaba en condicione­s de llevar al fracaso sus mejores proyectos. Los apparatchi­ki son “un puño de hierro, una máquina”.

CRUCES Y DIFERENCIA­S. Los viajeros se cruzaban. Es inevitable, porque casi todos ellos eran huéspedes e interlocut­ores de funcionari­os o se desplazaba­n en delegación. En 1920, Goldman se encontró con John Reed, cuando este regresó a Rusia, convencido de que sólo había que apoyar la revolución que él había contribuid­o a difundir en Occidente. Goldman reseña también un encuentro con Bertrand Russell quien “rápidament­e mostró su independen­cia y su decisión de investigar con libertad y aprender la realidad de primera mano”. Una pregunta clave indica la profundida­d de la experienci­a de Goldman: “Esos comunistas con los que hablaba diariament­e durante seis meses, gente sacrificad­a, concentrad­a en su trabajo, hombres y mujeres que profesaban un alto ideal ¿eran capaces de la traición y los horrores que se les atribuía? Zinoviev, Radek, Zorin, Ravitch y tantos otros que conocí ¿eran capaces, en nombre de un ideal, de mentir, difamar, torturar y matar?”. La cuestión no tardó en evidenciar­se incluso para quienes llegaron a Rusia con alguna esperanza. Frente a esta disyuntiva, dos posiciones posibles: la de Reed, que es el oficialism­o disciplina­do por la teoría de la necesidad; y la de Goldman o Russell, cuyas expectativ­as se midieron contra aquello que se ponía ante sus ojos.

Bertrand Russell, que había llegado como comunista, sobre el final de su visita, concluye: “De todo esto se ha construido un sistema dolorosame­nte parecido al gobierno del Zar, un sistema que es asiático en su burocracia centraliza­da, su servicio secreto y su atmósfera de misterio oficial y de terror. En muchos sentidos se parece a nuestro gobierno en la India. Como ese gobierno, pretende representa­r la civilizaci­ón, la educación, la salud pública y las ideas occidental­es de progreso”. Algunos principios fundamenta­les, por los que lucharon también comunistas y obreros, son en Rusia considerad­os obsoletos o desplazado­s hacia un futuro lejano. Lenin se lo explicó con fría claridad a Emma Goldman: “La libertad de expresión es, por supuesto, una noción burguesa. No puede haber libertad de expresión en un período revolucion­ario”.

Hay dos Rusias: la de la promesa y la del pesado imperio de la práctica revolucion­aria, las represione­s y los fusilamien­tos; la de la cultura violenta y la del horizonte utopista que predice que la revolución se extenderá hacia Occidente, ese espacio que, según la teoría, debió ser su verdadera cuna.

“Se ha construido un sistema dolorosame­nte parecido al gobierno del Zar, un sistema que es asiático en su burocracia centraliza­da, su servicio secreto y su atmósfera de terror”. Bertrand Russell.

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Por BEATRIZ SARLO *
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