La revolución cultural macrista
El Presidente entre la herencia progre y la utopía modernizadora. El análisis de James Neilson.
Aveces, parecería que la política es sólo un juego en que los participantes procuran derrotar a sus rivales apropiándose de giros verbales clave que les sirven para elaborar un relato convocante. Lo entienden muy bien los peronistas que, para frustración de la izquierda vernácula, lograron hacer suyas las palabras “progreso”, “pueblo”, “justicia social” y, en su fase kirchnerista, “derechos humanos”. Aunque la relación de lo que efectivamente hicieron Cristina, Julio De Vido, Amado Boudou, Aníbal Fernández y los demás cuando gobernaban el país con lo que decían era meramente tangencial, no cabe duda de que su presunto compromiso con los ideales que así reivindicaban los ayudó mucho a consolidarse en el poder. También les permitió contar con el respaldo entusiasta de una multitud abigarrada de militantes.
A Mauricio Macri y sus aliados no les está resultando del todo fácil privar a sus adversarios de tales armas verbales. Si bien a esta altura pocos creen que a Cristina y compañía les importen un bledo los derechos humanos o la justicia social, los macristas se sienten incómodos cuando los acusan de despreciarlos, como hacían una y otra vez los kirchneristas en las semanas previas a las elecciones legislativas para aprovechar la desaparición del tatuador Santiago Maldonado o para protestar contra “los ajustes” que están en marcha y los tarifazos de gas y luz que pronto se harán sentir.
Los macristas quieren reemplazar “progreso” por “modernización” y acostumbrar a la gente a valorar conceptos que durante muchos años le eran un tanto ajenos como los resumidos en palabras como “eficacia”, “realismo” y “honestidad”, además de esperar que la guerra de aniquilación contra la pobreza de que hablan les sirva para convencer a la mayoría de que sería absurdo suponer que no les preocupe la justicia social. Se
trata de una empresa ambiciosa. Lo que tienen en mente Macri y otras figuras del gobierno que encabeza es nada menos que una auténtica revolución cultural, una que, apuestan, andando el tiempo permitiría que la Argentina consiga salir de la espiral descendente que la ha llevado a su nada satisfactoria situación actual.
Quienes sueñan con un “cambio de mentalidad” entienden que la evolución de las distintas sociedades depende casi por completo de la cultura, en el sentido más amplio de la palabra, de sus integrantes. Están en lo cierto; salvo en los casos de algunos emiratos petroleros, los países prósperos deben casi todo al “capital humano” acumulado por la población, en especial el nivel educativo y las cualidades necesarias para superar los desafíos planteados por la incertidumbre constante que es una de las características más notables del mundo que nos ha tocado.
En opinión de muchos que se creen progresistas, lo propuesto por los macristas es reaccionario porque significaría el “aburguesamiento” de millones de personas que no han podido incorporarse plenamente al sistema capitalista que, merced en buena medida al activismo de los nominalmente comunistas líderes chinos, se ha globalizado, pero ocurre que tanto aquí como en otras latitudes, los progresistas se han transformado en paladines de formas de pensar que son propias de tiempos que ya se han ido. De todos modos, con alusiones reiteradas al “gradualismo” como anestesia, el gobierno macrista ya ha comenzado a dar los primeros pasos hacia las metas que se han fijado. Luego de casi dos años en que se sentían cohibidos por su condición minoritaria y por el temor a que el rigor excesivo brindara a los kirchneristas una oportunidad para reanudar su obra de destrucción, creen que por fin podrán comenzar a trabajar en serio. Así pues, mientras buena parte del país se distraía mirando el desfile por los tribunales de kirchneristas acusados de corrupción en escala industrial, las vicisitudes más recientes del truculento caso Nisman y el drama del submarino ARA San Juan, los gobernadores peronistas, con la excepción del puntano Alberto Rodríguez Saá, firmaron un pacto fiscal que, en teoría por lo menos, los obligará a manejar la economía local con un grado novedoso de “responsabilidad”. No hay ninguna garantía de que cumplan con lo prometido, pero el que hayan reconocido que sería insensato continuar acumulando déficits que tarde o temprano sería necesario saldar, puede considerarse un avance.
El Gobierno también está resuelto a aprovechar el momento de gracia que le dieron las elecciones del 22 de octubre para llevar a cabo una serie de reformas laborales parecidas a las realizadas en Alemania quince años atrás por el entonces canciller Gerhard Schroeder y similares a las que el presidente francés actual Emmanuel Macron jura creer imprescindibles para que su país logre equipararse con su gran vecino. En principio, tanto los europeos como Macri tendrán razón, pero por ser cuestión de medidas bastante antipáticas es lógico que discrepen no sólo los sindicalistas sino también muchos otros. No sorprende, pues, que el camionero Pablo Moyano y otros dirigentes sindicales orgullosos de su combatividad se hayan opuesto frontalmente a la iniciativa de Macri. Felizmente
para el gobierno, el movimiento obrero dista de ser “monolítico”; puede esperar que el ministro de Trabajo, Jorge Triaca, se las arregle para negociar acuerdos con aquellos gremios cuyos líderes entienden que, dadas las circunstancias, la intransigencia no les resultaría beneficiosa.
Por desgracia, no se equivocan quienes señalan que los costos laborales son insólitamente altos para un país de productividad tan baja como la Argentina. A menos que esta mejore muchísimo en los dos o tres años venideros, un buen día dichos costos se reducirán no por las buenas sino, como ha sucedido tantas veces a través de los años, por las malas en medio de una nueva tormenta inflacionaria.
Si bien el Gobierno trata de hacer pensar que tiene bajo control la inflación y que sería capaz de dominarla, la estrategia elegida entraña muchos riesgos. Aún más