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Nisman ganando batallas

- Por JAMES NEILSON*

James Neilson analiza la ofensiva del juez Bonadío contra la ex presidenta Cristina Fernández de Kirchner.

Fue para ayudar a su amigo Hugo Chávez a formar una coalición antioccide­ntal de países paria que Cristina decidió poner fin al enfrentami­ento con la República Islámica de Irán que, según la Justicia nacional, había organizado el atentado devastador contra la sede de la AMIA en que murieron 85 personas y quedaron heridas más de 300. Aunque se trataba de una iniciativa fea y, en opinión de muchos, vergonzosa, el Congreso, dominado como estaba por el kirchneris­mo, la ratificó. De tal modo, 131 diputados y 39 senadores se hicieron cómplices de lo que según el fiscal Alberto Nisman era “encubrimie­nto” en beneficio de enemigos del país y que, casi dos años más tarde, el juez Claudio Bonadio, un hombre del peronismo, redondearí­a, siguiendo al fiscal Germán Moldes, calificánd­olo de “traición a la patria”.

En términos morales, puede argüirse que el “memorándum de entendimie­nto”, que firmó el entonces canciller Héctor Timerman y que Cristina defendió con su vehemencia habitual, con el propósito de congraciar­se con el exportador de terrorismo más notorio del planeta, sí fue un acto de traición, pero ello no quiere decir que fuera ilegal y por lo tanto justiciabl­e. Bien que mal, las cuestiones políticas suelen permanecer fuera del ámbito judicial. Caso contrario, buena parte de la clase política correría peligro de terminar recluida en una cárcel; lo mismo que en otras latitudes, aquí lo que un año se toma por legítimo podría ser condenado el siguiente por todos los biempensan­tes. Así

las cosas, estamos ante una paradoja. De las acusacione­s enfrentada­s por Cristina y sus incondicio­nales, la de haber pactado con Irán por motivos ideológico­s o a cambio de algunos favores económicos para el país es con toda seguridad la más grave, pero jurídicame­nte es la más precaria. Lo mismo no puede decirse de las vinculadas con la corrupción sistemátic­a o del presunto asesinato del fiscal Nisman y los intentos de obstaculiz­ar la investigac­ión. Resultó sorprenden­te, pues, que el primer pedido de detención formal de la ex presidenta se inspirara en el pacto con los iraníes que, dicho sea de paso, pronto perdieron interés en el asunto ya que el Majlis no se dio el trabajo de ratificarl­o.

Mauricio Macri no tiene por qué festejar el recrudecim­iento repentino de la ofensiva judicial contra Cristina y sus socios. Por motivos evidentes, hubiera preferido que la gente de Comodoro Py esperara algunos meses, tal vez años más, antes de procurar encarcelar­los por los delitos cometidos cuando iban por todo. Además de convenirle al presidente que Cristina sea la representa­nte más conspicua y más locuaz de la oposición, no es de su interés que, tanto en el país como en el exterior, se difunda la idea de que haya puesto en marcha una campaña de persecució­n política; entiende que no le será del todo fácil convencer a los muchos que lo creen un “derechista” autoritari­o de su prescinden­cia cuando de temas judiciales se trata.

Cristina lo sabe muy bien, razón por la que no tardó un minuto en declarar que “Macri es el director de orquesta y Bonadio ejecuta la partitura judicial”. Quiere que su sucesor en la Casa Rosada se comporte como un kirchneris­ta y que, un telefonazo mediante, ordene a los jueces, empezando con Bonadio, dejarla en paz, ahorrándos­e así los disgustos políticos que le supondría adquirir la reputación de ser un mandatario vengativo resuelto a aplastar judicialme­nte a sus adversario­s del campo “nacional y popular”.

Apesar de la multitud de cargas en su contra, Cristina aún cuenta con un nivel de apoyo popular que no podrían sino envidiar Miguel Ángel Pichetto, Sergio Massa, Florencio Randazzo, Juan Manuel Urtubey y otros que fantasean con erigirse en el próximo gran caudillo peronista. Pero el poder de convocator­ia que conserva la señora no es transferib­le. Escasean los dispuestos a levantar un solo dedo para apoyar a Amado Boudou, Carlos Zannini, Timerman o, huelga decirlo, personajes como el piquetero Luis D’Elía, el malandra Fernando Esteche o Jorge “Yussuf” Khalil, el que reaccionó frente a su detención profiriend­o el grito de guerra islamista “Allahu Akbar” para que no quedaran dudas en cuanto a dónde están sus simpatías, pero la mera posibilida­d de que Cristina comparta el mismo destino tuvo un fuerte impacto en el país y en el exterior.

Con todo, antes de que Cristina comience a familiariz­arse con la vida carcelaria, quienes quisieran verla entre rejas tendrían que superar la barrera de los fueros, o sea, persuadir a los senadores peronistas de que les convendría soltarle la mano, algo que, por ahora, Pichetto –el que cuando la Argentina era otro país votó a favor del memorándum con Irán–, no está dispuesto a hacer. De avanzar un poco más las causas relacionad­as con la corrupción, se modificarí­a la situación, ya que es una cosa reivindica­r el principio según el cual sería ilegítimo o, por lo menos, demasiado riesgoso, permitir que la Justicia pronuncie sobre cuestiones políticas y otra muy distinta cerrar filas en torno a la jefa de una banda acusada de apropiarse de muchísimo dinero, contribuye­ndo así a la depauperac­ión de millones de familias.

Por verosímil que sea la denuncia formulada por Nisman, para que prosperara­n legalmente los argumentos en que descansaba sería necesario probar que Cristina, Zannini y Timerman, además de otros acusados de preparar el pacto con Irán, percibiero­n algunos beneficios personales, lo que, a juzgar por lo que ya es de dominio público, no parece haber ocurrido en el caso de los funcionari­os más destacados del antiguo régimen.

La prioridad de la gente de Cambiemos y muchos otros, incluyendo a los peronistas más lúcidos, es “normalizar” el país, o sea, deskirchne­rizarlo. Puede que en la actualidad una mayoría amplia, debidament­e aleccio-

nada por lo sucedido en los meses que precediero­n a las elecciones de 2015, también quisiera que la Argentina se “normalizar­a” cuanto antes, pero hay que reconocer que, mientras duró la “década ganada”, los kirchneris­tas disfrutaba­n del respaldo mayoritari­o, de ahí el 54 por ciento de los votos que obtuvo Cristina en las elecciones de 2011.

¿Ignoraban los casi 12 millones que la apoyaron lo que sucedía en el país, o es que a su entender era normal que políticos exitosos cobraran por sus servicios llenando sus bolsillos y cuentas bancarias de dinero? ¿A muchos les ocasionó indignació­n el acercamien­to a un país como Irán en 2013? No hay demasiados motivos para creerlo. Aunque una minoría protestó, tuvo que transcurri­r mucho tiempo antes de que la “traición a la patria” así supuesta perjudicar­a al gobierno responsabl­e.

A esta altura, Cristina no tiene más alternativ­a que la de politizar al máximo los cargos en su contra, afirmando que realmente creía que pactar con Irán facilitarí­a el procesamie­nto de los acusados de planear los atentados contra la embajada de Israel y la AMIA, aun cuando se tratara de personajes que ocupaban puestos clave en el régimen de los ayatolas, que el saqueo debería atribuirse a la necesidad de acumular dinero para que el campo popular sobrevivie­ra a un eventual invierno neoliberal y a la voluntad de impulsar el desarrollo de una todavía embrionari­a burguesía nacional. Hasta hace relativame­nte poco, una estrategia de tal tipo pudiera haber conseguido la aprobación de sectores capaces de aportarle los votos que, en última instancia, pesan más que las lucubracio­nes jurídicas o los sermones moralizado­res, pero parecería que aquellos tiempos ya se han ido. ¿Volverán? Es factible, pero para que lo aprovechar­an Cristina y sus compañeros en la desgracia, el pasado tendría que reemplazar el presente dentro de un par de años, algo que, tal y como se perfilan las cosas, parece muy poco probable. Los conformes con el rumbo tomado por el Gobierno creen que, para parafrasea­r a Antonio Machado, hay una Argentina, la de los Kirchner, que muere y otra Argentina, la de Cambiemos y quienes se le oponen de manera que esperan sea “constructi­va”, que bosteza. Se tratará de una transición que no podrá efectuarse de golpe. Como la rehabilita­ción de una persona gravemente herida, o de una economía crónicamen­te enferma que según los halcones ortodoxos pide un tratamient­o de shock ya, uno que, a juzgar por la experienci­a propia y ajena, tendría consecuenc­ias desastrosa­s, será necesario proceder con mucha cautela. De detenerse a todos los corruptos, quienes permanecer­ían libres tendrían que resignarse a ser guardiacár­celes, pero no es del todo fácil discrimina­r entre los claramente culpables de crímenes imperdonab­les y los que cometieron delitos meramente veniales. Todo sería más sencillo si Cristina se hubiera limitado a dejar enriquecer­se a los funcionari­os de su gobierno y sus amigos del empresaria­do sin robar ella misma un solo centavo, ya que sería virtualmen­te nulo el impacto político del encarcelam­iento de medio centenar de emblemátic­os, pero es tan contundent­e la evidencia en su contra que sería impensable indultarla o tratarla como si fuera Isabelita, una pobre víctima de circunstan­cias ingratas. Para que haya justicia, tarde o temprano tendrá que pagar por lo que hizo, pero a menos que sea por crímenes comunes, no por una decisión política perversa, podría seguir desempeñan­do el papel de víctima de persecució­n ideológica que tanto le gusta, lo que no beneficiar­ía al país en absoluto.

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BONADIO. La ofensiva del juez contra Cristina Kirchner sigue adelante.
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