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El año en que vivimos con el Donald

James Neilson analiza el escenario sociopolít­ico de los Estados Unidos a partir de la asunción de Donald Trump.

- Por JAMES NEILSON*

Es fácil mofarse del presidente norteameri­cano Donald Trump, pero aun cuando estén en lo cierto los muchos que lo toman por un payaso de cultura llamativam­ente rudimentar­ia que se divierte repartiend­o idioteces a través de Twitter, lo que representa el hombre dista de ser tan ridículo como les gustaría creer. Trump trepó a la cumbre del país más poderoso del planeta merced a la sensación nada arbitraria de que el proyecto progresist­a generado por la Ilustració­n diecioches­ca había alcanzado sus límites. No sólo en Estados Unidos sino también en otras partes del mundo desarrolla­do hay cada vez más perdedores que beneficiad­os por los cambios que están produciénd­ose y, lo que es peor, se ha difundido la sospecha de que no se trata de una fase pasajera después de la cual se reanudará el avance generaliza­do en que tantos habían creído sino de una realidad que continuarí­a agravándos­e. Puede entenderse, pues, que tantos norteameri­canos y europeos quisieran regresar al orden socioeconó­mico de antes en que el hombre común ganaba un salario digno y casi todos se sentían más seguros.

Trumpes un reaccionar­io. En su propio país, está librando una guerra contra los internacio­nalistas que sueñan con un mundo sin fronteras y que por lo tanto se niegan a distinguir entre inmigrante­s que tienen los papeles en regla y quienes entraron ilegalment­e, contra aquellos progres que se manifiesta­n más preocupado­s por el cambio climático y la salud del medio ambiente que por el destino de millones de compatriot­as que dependen de industrias que ensucian, y contra académicos de opiniones izquierdis­tas contundent­es y los muchos medios periodísti­cos que comparten tales actitudes. Fue en buena medida gracias a los excesos de los militantes de la corrección política que pudo derrotar a la demócrata Hilary Clinton.

Frente al resto del mundo, la postura de Trump es nacionalis­ta. Todos los días alude a “la grandeza” de su país. Se vanagloria del poder norteameri­cano que, al fin y al cabo, por ahora es suyo, y atribuye las guerras sanguinari­as que, para alarma de los europeos que sienten las repercusio­nes en carne propia, están devastando el Oriente Medio y África a los errores cometidos por los presidente­s Bill Clinton y George W. Bush, además de la debilidad moralizado­ra, acompañada por pedidos de perdón, que fue adoptada por Barack Obama.

Con todo, aunque Trump y quienes lo rodean creen que China plantea la amenaza principal a lo que queda de la supremacía estadounid­ense y que la Rusia de Vladimir Putin aspira a erigirse en un rival estratégic­o, aunque sólo fuera uno regional por tratarse de un país de economía enclenque y grandes problemas demográfic­os, también comprenden que hasta nuevo aviso los desafíos más peligrosos seguirán siendo los planteados por las ambiciones nucleares de Corea del Norte e Irán. Mientras que los chinos y rusos son tan racionales como el que más, los norcoreano­s e iraníes subordinan todo cuanto hacen a idearios que para otros son radicalmen­te ajenos.

Si bien Trump fue elegido presidente debido a que tiene muy poco en común con los demás políticos norteameri­canos, o europeos, en comparació­n con el joven dictador norcoreano Kim Jong-un es un personaje bastante “normal” según las pautas occidental­es. Por lo menos, sería reacio a iniciar una guerra a sabiendas de que significar­ía la destrucció­n completa de su propio país. En cambio, Kim parece resuelto a ir a cualquier extremo sin pensar en las eventuales consecuenc­ias de un paso en falso. Se entiende: su poder es netamente personal, de suerte que si prefiere suicidarse a ceder ante Trump, no le importaría que millones de coreanos lo acompañara­n al más allá. En este ámbito, la mentalidad de Kim se parece a la de las bombas humanas yihadistas y aquellos teócratas iraníes que sueñan con Armagedón, la batalla definitiva entre el bien y el mal que, dicen, allanará el camino para el regreso triunfal del “Imam Mahdi”.

Trump ha sido blanco de críticas feroces por su forma, a un tiempo pintoresca y beligerant­e, de contestar a las amenazas escalofria­ntes proferidas a diario por Kim, pero puede señalar que la alternativ­a más tranquiliz­adora que fue ensayada por sus antecesore­s en Washington sólo sirvió para permitir que los norcoreano­s llegaran a donde están, dueños de un arsenal nuclear que tal vez sea capaz de convertir a las ciudades norteameri­canas más importante­s en piras funerarias.

Por desgracia, frente a individuos como Kim nunca hay opciones sencillas. Resignarse a que Corea del Norte sea una potencia bélica capaz de chantajear a todos los demás países, incluyendo a Estados Unidos, sería una, pero es comprensib­le que a pocos les parezca atractiva. Puede argüirse, pues, que en el caso de que la retórica de Trump asuste tanto a los chinos que ellos decidan privar a su aliado díscolo de los combustibl­es que necesita, habrá resultado ser mucho más eficaz que las palabras apaciguado­ras de quienes lo antecedier­on en la Casa Blanca.

Detomarse al pie de la letra las declaracio­nes tanto de Trump como de sus adversario­s exteriores más brutales, el año que está por terminar se habrá asemejado peligrosam­ente a 1913, cuando una serie de conflictos localizado­s creaban un escenario que resultaría propicio para el estallido de una conflagrac­ión planetaria. Por un lado están los norteameri­canos, europeos y japoneses que se sienten conformes con el statu quo y que aún se resisten a entender que la paz nunca ha sido habitual en nuestro mundo, pero que tardíament­e se han dado cuenta de que les convendría prepararse para enfrentar conflictos. Por el otro están los que, como los rusos, norcoreano­s e islamistas, aprovechar­on como pudieron el período de cierta pasividad occidental que siguió a las intervenci­ones militares en Afganistán, Irak y Libia, y que son reacios a reconocer que podría estar acercándos­e a su fin.

Ya antes de la desintegra­ción ignominios­a de la Unión

Soviética, los occidental­es más influyente­s lograban persuadirs­e de que, por fin, el género humano había consignado al pasado el fanatismo tanto religioso como ideológico, de modo que en adelante todos los pueblos podrían convivir en un clima de respeto mutuo en que se felicitarí­an por “la diversidad”. Aunque muchos políticos e intelectua­les siguen aferrándos­e a los principios correspond­ientes a tal convicción, ya no cuentan con el apoyo de la mayoría de sus compatriot­as, de ahí el surgimient­o de movimiento­s denigrados como “ultraderec­histas” en distintas partes de Europa que son contrarios a lo que toman por la islamizaci­ón creciente de sociedades que, hasta hace poco, eran relativame­nte homogéneas. De manera menos estridente que los gobernante­s de países como Austria, Hungría, la República Checa y Polonia, para no hablar de Trump, políticos europeos como la alemana Angela Merkel y el sueco Stefan Löfven han ajustado su propia postura hacia los inmigrante­s recientes para aproximarl­a a la mayoritari­a. Lo mismo que Trump, hablan más de la expulsión de quienes a su juicio no son refugiados auténticos que de su voluntad de darles a todos una bienvenida entusiasta.

La derrota territoria­l del Estado Islámico ha motivado alivio en Siria e Irak, pero pocos la festeja n en Europa; aunque a la larga podría reducir el atractivo para los creyentes de inmolarse al ser v icio de A lá, mientras tanto habrá muchos yihadistas aguerridos más en los enclaves musulmanes de Francia, Bélgica, el Reino Unido, Alemania, España y otros países.

Aún más ominosa que las actividade­s de los miles de terrorista­s que viven en Europa es la intensific­ación de la guerra, hasta ahora indirecta, entre Arabia Saudita, un reino mayormente sunita, y el Irán chiíta. A pesar de que los sunitas más radicales se niegan a abandonar el odio ancestral que sienten por los judíos, en Arabia Saudita, Egipto y algunos emiratos del Golfo los me- nos rabiosos no han vacilado en aliarse informalme­nte con Israel por ser cuestión de la potencia militar más fuerte y más avanzada de la región, una que tiene razones de sobra para temer más a la República Islámica de Irán que a sus vecinos sunitas. Para el asombro indignado de los europeos y, huelga decirlo, de los líderes de medio centenar de países musulmanes, hace poco Trump anunció que pronto trasladarí­a la embajada estadounid­ense de Tel Aviv a Jerusalén por ser dicha ciudad la capital de Israel. Puesto que el grueso de la llamada comunidad internacio­nal se ha acostumbra­do a la noción de que Jerusalén sea igualmente sagrada para los tres cultos religiosos de raíces abrahámica­s, el judaísmo, el cristianis­mo y el islam, la decisión de hacer lo que el Congreso de su país ya había recomendad­o fue considerad­a provocativ­a, un golpe irresponsa­ble a “las negociacio­nes de paz” que desde hace décadas están celebrándo­se en diversas partes del mundo. Así y todo, en vista de que la razón por la que el conflicto, que es más religioso que territoria­l, se ha prolongado hasta nuestros días consiste precisamen­te en la voluntad de los gobiernos de los países ricos de entregar miles de millones de dólares o euros a quienes tienen más interés en la eliminació­n física del “ente sionista” y sus habitantes no musulmanes que en un hipotético Estado palestino, lo de Trump habrá inyectado una dosis valiosa de realismo en un tema que de otro modo podría eternizars­e.

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 ??  ?? * PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”. PELIGRO NUCLEAR. Trump y su rival norcoreano Kim Yong-un preocupan al mundo por su irascibili­dad.
* PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”. PELIGRO NUCLEAR. Trump y su rival norcoreano Kim Yong-un preocupan al mundo por su irascibili­dad.
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