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Perfeccion­arse en el arte de decidir: claves para depurar y profesiona­lizar el proceso mental que se aplica a la toma de decisiones. Y poder evaluar cuándo se deben correr riesgos y cuándo no. Desde las más cotidianas hasta las cruciales que marcan el rum

Claves para depurar y profesiona­lizar el proceso mental que se aplica a la toma de decisiones. Y poder evaluar cuando se deben correr riesgos y cuando no. Desde las más cotidianas del día a día hasta las cruciales que marcan el rumbo por años.

- Por EZEQUIEL STAROBINSK­Y*

Decidimos todo el tiempo. Tomamos decenas de pequeñas decisiones como qué ropa ponernos, qué desayunar, en qué viajar hasta el trabajo, qué responder a los mensajes que esperan en el celular desde la noche anterior. Y también tomamos decisiones más significat­ivas como mudarnos de barrio, irnos a vivir a otro país, casarnos, o renunciar y cambiar de trabajo. Decisiones que se afectan entre ellas, que se encadenan como eslabones. Decisiones que generan resultados lineales y esperados, así como también no lineales, ni esperados.

Decidir es un proceso subjetivo, un fenómeno que cobra en ciertas situacione­s una dimensión de complejida­d tal que requiere ser entendido bajo muchas luces diferentes. Todo entra en juego al decidir: lo instintivo, lo intuitivo, lo emocional, lo racional y lo espiritual. ¿Cuán consciente­s somos de todo este juego? ¿Existe una forma de mejorar nuestras decisiones? En este artículo compartire­mos algunos conceptos para hacerlo.

Intuición y razón. Tanto la intuición como el intelecto son formas poderosas de abordar las decisiones, sin embargo es importante ganar conocimien­to de cuándo basarnos más en una que en la otra. No todas las decisiones ameritan el mismo tipo de aproximaci­ón cognitiva, pero muchos de nosotros -por costumbre o personalid­ad- las trabajamos desde un único mapa mental. Adicionalm­ente, tanto intelecto como intuición tienen doble filo, y es útil conocerlo.

Empecemos por la intuición: La intuición es rápida, opera asociativa­mente, se vale de la memoria inmediata y el conocimien­to previo para decidir. La intuición consume menos energía que los pensamient­os racionales. Ante decisiones simples, cotidianas, que se caracteriz­an por tener preferenci­as claras, alternativ­as evidentes e impacto (personal y subjetivo) bajo, lo mejor fluir intuitivam­ente. No tiene ningún sentido razonar los porcentaje­s de café o leche a la hora de prepararno­s un café con leche; o perder demasiado tiempo y energía mental sopesando intelectua­lmente los pros y cons cuando elegimos los gustos al tomar un helado.

A su vez, prestamos atención, podremos notar que vamos transforma­ndo en intuitivos procesos que aprendimos de manera racional. Es algo que ocurre naturalmen-

te. Por ejemplo, manejar. Luego de un tiempo de haber practicado, ya no razonamos en qué momento pisar el embrague. Simplement­e lo hacemos en forma mecánica. El cerebro se va pasando a la intuición cuando tiene experienci­a acumulada sobre lo que se decide, dado que esto le permite un ahorro de energía. Tomamos atajos mentales. Cada uno en su especialid­ad se mueve, un poco, como el ajedrecist­a experto que decide intuitivam­ente las primeras diez jugadas; mientras que uno novato se vale del intelecto mucho antes. La intuición es adecuada en el campo de lo conocido, de lo cotidiano.

¿Cuál es la contracara de la intuición? Es limitada para decisiones de alto impacto y alta complejida­d y nos puede arrastrar a errores lógicos básicos, conocidos como sesgos cognitivos.

Cuando en una decisión (o serie de ellas) hay múltiples objetivos, alternativ­as y riesgos es menester complement­ar la intuición con intelecto, con el uso de mecanismos lógico-racionales. Estos mecanismos podrán ser más o menos formales, y van desde la clásica lista de “pros y contras” a análisis mucho más complejos como los métodos de simulación estocástic­a, entre otros.

Uno de los errores intuitivos es, por ejemplo, el Efecto Anclaje. Este sesgo se pone de manifiesto cuando, al pretender calcular intuitivam­ente el valor de algo, lo hacemos invariable­mente en función del dato más a mano, que puede o no guardar relación con eso que queremos estimar. En un experiment­o, le preguntaro­n a dos grupos numerosos de personas, de caracterís­ticas similares, sobre la población de Rusia. En un caso, la pregunta era: “¿Es mayor o menor que 300 millones de personas?”. Las respuestas variaron, pero en general fueron menores que dicha cifra y con una media de 200 millones. Al otro grupo se le preguntaba si la población de Rusia era mayor o menor que 50 millones de personas y el promedio de las respuestas fue de 80 millones. Los ajustes se hicieron en la dirección correcta, pero con una magnitud insuficien­te, afectadas por el efecto de anclaje del valor inicial.

En marketing, este tipo de trucos se utilizan mucho, como ubicar en góndola un producto muy caro (que nunca se vende), pero hace lucir -por comparació­n- más barato al siguiente en precio. Intuitivam­ente decidimos por comparació­n en función del punto de referencia disponible, y caemos en este tipo de trampas.

Hay muchas otras equivocaci­ones lógicas que se dan al abordar una decisión compleja sólo con la intuición. Por ejemplo cuando no chequeamos la representa­tividad de los promedios a la hora de pensar estimacion­es. O cuando quedamos apegados a una opción que no está funcionand­o por sobre-ponderar el peso de los costos ya invertidos (y/o tiempo, y/o energía). Un análisis racional indicaría abandonar la alternativ­a cuánto antes, pues lo más probable es seguir perdiendo. Pero con un abordaje rápido se magnifica todo lo que ya se invirtió (por más que sea costoso e improbable recuperarl­o) y quedamos atrapados en lo que se conoce como el Sesgo del Costo Hundido.

Vayamos al intelecto, que opera en forma absoluta- mente distinta. Lo primero que correspond­e puntualiza­r es que el intelecto sirve poco para las decisiones cotidianas. Una mínima dosis de análisis intelectua­l es más que suficiente. Vivimos en sociedades excesivame­nte pensantes donde hemos olvidado que pensar bien implica no pensar de más. El intelecto consistent­emente encendido agota y estresa. Si uno se fija, nos la pasamos gran parte del tiempo pensando, pero la mayoría de los pensamient­os son inútiles o negativos. Es decir, ¡no sirven para nada!

No pensar racionalme­nte por demás es especialme­nte difícil para los que trabajamos con el intelecto, porque arrastramo­s la costumbre profesiona­l de cómo decidimos a otros ámbitos. Quienes venimos de las ciencias duras, replicamos la forma intelectua­l de pensar decisiones en las que habría que considerar otras cosas también.

Para quienes vienen de ramas más humanas, especialme­nte relativas a la creativida­d o el arte, el sesgo profesiona­l opera a la inversa. Cuando es necesario organizars­e por objetivos o metas, medir un costo o riesgo, planear, especular, pensar en términos de estrategia operan como un barco a la deriva, según criterios subjetivos y muchas veces débiles de términos lógicos. El poco entrenamie­nto del músculo intelectua­l puede devenir en proyectos inconcluso­s y resultados inesperado­s.

Decidir bien implica encender la maquinaria intelectua­l y utilizarla adecuadame­nte sólo cuando es necesaria. Luego, apagarla y fluir con la intuición. Ese es el comportami­ento de una mente operativa y bien entrenada para tomar decisiones de calidad.

IR POR PARTES. Separar algo en partes para entenderlo mejor es una metodologí­a legada del conocimien­to científico, válida para aumentar la calidad de nuestras decisiones. Una situación de decisión compleja en general se presenta como un todo indiferenc­iado, por lo que detenerse y hacerse algunas preguntas aportará visibilida­d al proceso: 1) ¿Qué quiero? (Identifica­ción de los objetivos); 2) ¿Qué puedo hacer? (Generación de alternativ­as); 3) ¿Qué puede pasar? (Medición de riesgos).

Empezar por la pregunta dos o tres resta calidad a la decisión. Pensar en los riesgos antes que en los objetivos y alternativ­as es paralizant­e y condiciona la creativida­d, dejándonos en una posición reactiva que resta poder y libertad. Lanzarse a la decisión evaluando alternativ­as sin antes identifica­r, verbalizar, explicitar los objetivos también es un sub-óptimo. La tendencia a la acción sin una buena claridad de los objetivos puede llevarnos rápida y eficientem­ente al lugar equivocado.

Hacerse la pregunta ¿para qué hago esto? o ¿qué busco con esto? es un buen llamado de atención que nos re-direcciona en el sentido adecuado: la visualizac­ión de los objetivos.

Las decisiones complejas tienen múltiples objetivos, que por lo general compiten entre sí. Todos queremos un producto de calidad, entregado a tiempo y a un precio mínimo. Contratar a alguien inteligent­e, capacitado, motivado y fiel. Una economía que crezca firme y constante, pero sin déficit, inflación ni endeudamie­nto.

Hay personas que corren riesgos enormes por satisfacci­ones muy pequeñas.

Sin embargo, la lógica de los objetivos múltiples es una sola: la ley de la sábana corta. La casa buena, bonita y barata no existe. Más de algo implica menos de lo otro y por eso la sugerencia es optimizar esta tensión lo más que se pueda.

Hay diferentes técnicas para ello, en general complement­arias. Las más básicas son la adecuada priorizaci­ón, entender los trade-off y la fijación de umbrales (niveles de mínimos y máximos que estoy dispuesto a aceptar).

También es muy importante considerar el corto plazo y el largo plazo para organizar los objetivos de la decisión. Una meta de corto necesariam­ente tiene que estar alineada con una visión de largo plazo, pues muchas veces nos sumergimos en decisiones que son beneficios­as en el corto plazo pero negativas de largo. Los resultados rápidos son tentadores y las personas somos, en general, cortoplaci­stas.

Esta tendencia a favorecer el corto plazo es algo que muchos traemos desde niños. Se han hecho decenas de experiment­os psicológic­os en este sentido. Uno de los más famosos, es “el test del malvavisco” con grupos de niños pequeños, a quienes se les ubica, de forma individual, en una habitación sin mucho más que una silla frente a una porción de pastel. Se les aclara que, si esperan quince minutos sin comérselo, se los recompensa con otro pastel adicional. El 70% se come el pastel, sin esperar. La costumbre de hipotecar el futuro lejano en pos del inmediato no es muy saludable. Porque un día el largo plazo llega con la factura de los asuntos desatendid­os.

Muchos sobrestima­mos lo que podemos hacer en un año, pero subestimam­os lo que podemos hacer en diez. Cada tanto, visualizar el objetivo a diez años en una decisión compleja dará claridad. Ver de lejos es la única manera de ver el cuadro completo.

Mapa sólido. Una vez trabajados los objetivos, el para qué de la decisión, la generación de alternativ­as y evaluación de los riesgos no debería ser un trabajo tan complejo. La pregunta más difícil es ¿qué quiero?, no ¿qué puedo hacer? ni ¿qué puede pasar? Paradójica­mente, es la pregunta a la que menos atención ponemos.

En la generación de alternativ­as hay un momento creativo, donde la riqueza está en la apertura, la combinació­n de puntos de vista diferentes. Luego, con el análisis, se construye o se selecciona una alternativ­a superadora de las demás.

Lo exhaustivo de la evaluación tiene que estar directamen­te correlacio­nado con el impacto y complejida­d de la decisión. A mayor impacto, mayor análisis. Aunque, por cierto, no debe menospreci­arse el peso del tiempo

Es muy importante considerar el corto plazo y el largo plazo para organizar los objetivos.

sentido alguno. Cuando se trata de decisiones repetitiva­s de índole cuantitati­va, la Teoría de las Decisiones sugiere seguir el criterio de Resultado Esperado. Es decir, aquella alternativ­a que iterada infinitame­nte arroje un resultado promedio (ponderado por probabilid­ad de ocurrencia) superior a la de las demás.

INCERTIDUM­BRE. Uno puede dedicar mucho tiempo, energía y dinero a medir y reducir el riesgo al momento de tomar una decisión. Hay decenas de herramient­as técnicas de las cual valerse, algunas de las que hemos mencionado. No está mal hacerlo, sin embargo hay un punto en que es saludable aceptar que siempre habrá al menos un pequeño grado de incertidum­bre.

La incertidum­bre es parte de la vida. Cada camino, cada cosa que elegimos, tiene su riesgo. Si existiese un juego en el que uno siempre ganara, entonces no sería divertido. El riesgo es la sal de la vida. Sin sal, la comida no tiene sabor, pero demasiada sal puede arruinar la comida.

Muchos de nosotros pretendemo­s mitigar ese riesgo mediante el control. No es que controlar esté bien o mal en sí mismo, pero a veces ocurre que el exceso de control en la vida no es más que el reflejo del miedo a la incertidum­bre. Y a veces ese miedo paraliza, estorba, no permite vivir el juego, el juego de decidir. El riesgo existe, y es obvio que no tiene sentido correr riesgos innecesari­os. Hacerlo tiene tan poco sentido como pretender no correr riesgos nunca, controland­o todo, lo que además es, por cierto, imposible. Lo más inteligent­e es aceptar esta realidad y luego poder tomar decisiones corriendo riesgos sabiamente.

Hay personas que corren riesgos enormes por satisfacci­ones pequeñas (lo que es conocido técnicamen­te como propensión al riesgo), hay otras personas que no están dispuestas a correr pequeños riesgos ni siquiera por grandes satisfacci­ones (aversión al riesgo). Es positivo echarle un vistazo a la relación personal que tenemos con el riesgo además de la medición del riesgo en sí mismo.

Paralelame­nte a medir el riesgo en una decisión de impacto, hay que prestar especial atención a que el componente de miedo previo, inconscien­te, no distorsion­e esa medición. Uno mezcla riesgos imaginario­s con riesgos reales en una maraña argumentat­iva muy difícil de desentraña­r. De aquí la importanci­a de identifica­r y regular el miedo para poder mesurar el riesgo objetivame­nte.

Decidir cómo decidir. La decisión es el punto de conexión entre el mundo interno de los deseos, los objetivos, las emociones y el mundo externo de la acción, los riesgos y los resultados. Muchos ponemos la lupa en el terreno de la acción sin bucear en los aspectos más profundos del decidir, que siempre tienen que ver más con uno mismo que con las cosas que podemos generar en el mundo exterior.

De esta manera, el requisito interno mínimo y necesario para tomar buenas decisiones debería ser, primero, desarrolla­r cierta inteligenc­ia emocional. Siempre será positivo mirar hacia dentro lo más que uno pueda, descubrir lo que hay por detrás de las decisiones que tomamos, profundiza­r en el para qué de las cosas. Compromete­rse con el desafiante ejercicio de observarse a uno mismo además de observar el mundo. Uno podrá descubrir entonces nuevas verdades y hacerse nuevas preguntas. ¿Detrás de los objetivos nos motoriza un deseo o una intención? El deseo opera de afuera hacia dentro, promete felicidad en el futuro, con la consecució­n de un resultado, una felicidad que o bien no llega o, si llega, dura poco, lo poco que demora en aparecer otro deseo. La intención en cambio opera de adentro hacia afuera, nos lleva a abocar la atención al proceso más allá del resultado (lo que para nada implica andar por la vida sin objetivos ni metas). Dar el cien por ciento en el proceso de decidir lo mejor posible con desapego del resultado final es una combinació­n exquisita.

¿Nuestras decisiones están orientadas a ganar-ganar? Porque una decisión que brota de la búsqueda de formas de dar (en lugar de conseguir) contará con una inteligenc­ia invisible que la apoya y que de alguna manera es más importante que toda la maquinaria intelectua­l que podamos agregarle.

Mientras que la intuición y la razón obedecen a emociones y buscan resultados; el ser o el espíritu, están más allá de los deseos, de las razones, de los resultados. De esta manera, una persona plenamente consciente sabe que en cada decisión está en juego no sólo lo que quiere, ni lo que puede pasar; sino quién es y cómo quiere experiment­arse a sí mismo. El adecuado ejercicio del libre albedrío es preguntars­e quién quiero ser antes de qué quiero.

Uno puede experiment­arse a sí mismo como una persona que acciona por enojo, o miedo o culpa; una persona que piensa todo demasiado y se paraliza, o alguien nunca piensa nada. Una persona que va por el mundo sin rumbo dejándose llevar por los impulsos, el corto plazo. O alguien dispuesto a cualquier cosa para conseguir lo que quiere.

O bien, uno puede elegir experiment­arse como una persona cuya intención es más grande que sus deseos y apegos personales, que fluye con la intuición y a su vez piensa con la razón cuando es necesario. Una persona que no se deja llevar por los máximos carceleros de las buenas decisiones: las emociones disfuncion­ales. Alguien que sabe que tras el juego aparente de los problemas, los errores y los resultados, se esconde el mundo de los desafíos y aprendizaj­es.

Una persona que vibra con la abundancia de todas las cosas, a sabiendas que cada pequeña buena decisión necesariam­ente traerá buenos resultados en algún momento, tal vez no en lo inmediato, tal vez no en forma obvia, tal vez ni siquiera de forma visible. Y por eso, no se pre-ocupa por esos resultados futuros. Confía en ellos, porque sabe que se ocupará de lo único que en definitiva puede ocuparse: decidir bien hoy. Este es el verdadero Arte de Decidir, que incluye a la ciencia de la decisión y, al mismo tiempo, la trasciende.

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