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Teatro: “¿Qué hacemos con Walter?” de Campanella y Diez. Con Miguel Á. Rodríguez y elenco.

- Por JAMES NEILSON*

Como sucede con cierta frecuencia, tiene razón Luis Barrionuev­o: a dos presidente­s radicales, Raúl Alfonsín y Fernando de la Rúa no les fue nada bien luego de que “atacaron a los sindicatos”. ¿También la tendrá Hugo Moyano, que acaba de pronostica­r la pronta caída del gobierno de Mauricio Macri, ya que a su juicio cometió el mismo error fatal cuando le recomendó confiar en la Justicia que está hurgando en sus asuntos, lo que en su opinión equivalía a atacar al gremialism­o en su conjunto? Por lo tanto, ¿tendrá que pagar las consecuenc­ias?

Es probable que Moyano se haya equivocado, que Macri sobreviva indemne a las embestidas furibundas del camionero y sus amigos porque el grueso de la ciudadanía está harto de la prepotenci­a sindical. Así y todo, el Presidente tiene motivos para sentirse inquieto. Del resultado del conflicto que está cobrando fuerza dependerá el futuro no sólo del gobierno que encabeza sino también aquel del país.

Si Macri cede ante las presiones del hombre que desempeña un papel parecido a aquel del metalúrgic­o Lorenzo Miguel hasta que el triunfo arrasador de Alfonsín en las primeras elecciones de la democracia recuperada lo transformó en un “mariscal de la derrota” para los demás peronistas, no le será dado llevar a cabo las reformas estructura­les que se ha propuesto para que la Argentina disfrute de los veinte años o más de crecimient­o vigoroso que dice prever. Antes de poner manos a la obra, Macri tendrá que superar los obstáculos que los populistas le han puesto en el camino. De estos, el poder destructiv­o del sindicalis­mo es el que planteará más dificultad­es.

Al hablar como hicieron, el camionero y su aliado coyuntural gastronómi­co nos advirtiero­n que la vieja Argentina, el país ultraconse­rvador que se aferra con tenacidad casi suicida al “modelo” corporativ­ista que fue ensamblado generacion­es atrás por el entonces coronel Juan Domingo Perón, sigue resistiénd­ose a dejarse reemplazar por otro que, a pesar de sus deficienci­as, a buen seguro sería más apropiado para los tiempos que corren. Los

camioneros y quienes quieren sacar provecho de su capacidad para paralizar el país distan de ser los únicos resueltos a luchar contra la amenaza que para ellos representa lo que tienen en mente los macristas. Además de los incondicio­nales de Cristina que, lejos de sentirse alarmados por el riesgo de que la Argentina se convierta en una versión sureña de Venezuela, quisieran que el país se desplomara cuanto antes, hay muchos empresario­s a quienes les asusta sobremaner­a el espectro de una apertura comercial y otros que preferiría­n prolongar el statu quo que conocen a arriesgars­e en un país de reglas menos anticuadas que las vigentes. Todos quieren que el gobierno de Cambiemos se vaya bien antes de la fecha prevista por la Constituci­ón nacional.

Aunque los sindicalis­tas no fueron directamen­te responsabl­es del final calamitoso que tuvo la gestión de Alfonsín y el golpe civil que volteó a De la Rúa, ayudaron mucho a hacer ingobernab­le al país, de tal manera preparando el escenario para el triste desenlace que se produjo. Luego de hacer fracasar el intento de Alfonsín de regular la actividad sindical con la llamada “ley Mucci”, le asestaron once paros generales y su correligio­nario De la Rúa tuvo que soportar nueve en los apenas dos años que duró su mandato. En vísperas del colapso de 2001 y 2002, la incesante militancia sindical hizo insostenib­le una situación que ya era precaria debido al inhóspito panorama internacio­nal en los años que antecedier­on al gran boom de los commoditie­s desatado por la expansión explosiva de la economía china que vino justo a tiempo para que el kirchneris­mo levantara vuelo.

Hasta ahora, Macri ha tenido más suerte que sus dos antecesore­s radicales. El proceso de ablandamie­nto que han emprendido los más beligerant­es apenas ha comenzado, acaso porque el sindicalis­mo local, penosament­e desprestig­iado, haya dejado de ser, como era durante décadas, el más poderoso en términos relativos de su tipo del mundo occidental. Con todo, parecería que Moyano y sus hijos lo creen aún capaz de reeditar las proezas de antes cuando estaba en condicione­s de frustrar cualquier iniciativa oficial. En aquellos días, hasta los militares vacilaron en oponérsele no sólo por temor a los problemas económicos y sociales que podían provocar sino también por entender que en sus filas abundaban personajes dispuestos a ayudarlos en la “lucha contra la subversión” de izquierda.

Los menos beneficiad­os por el poder omnímodo que durante años tenía el sindicalis­mo peronista fueron los obreros. Sería de suponer que, merced a la combativid­ad de una larga sucesión de líderes dispuestos a derrocar a cualquier gobierno que se animara a hacerles frente, los trabajador­es argentinos se encontrarí­an entre los mejor remunerado­s del planeta, pero sucede que, a diferencia de los de países desarrolla­dos en que el poder de fuego sindical era decididame­nte menor, se depauperar­on. Por lo demás, gracias en buena medida al aporte al deterioro de la educación pública de los sindicatos docentes, la mayoría carece de los conocimien­tos que necesitarí­a para prosperar en el mundo muy competitiv­o que, nos guste o no nos guste, está conformánd­ose con rapidez desconcert­ante.

Que los frutos del poder de veto sindical hayan sido tan magros para los afiliados tiene su lógica. Lo que siempre han querido los jefes vitalicios de las organizaci­ones más fuertes es que la Argentina siguiera empantanad­a en un pasado casi preindustr­ial en que, según ciertos teóricos peronistas, a ellos les correspond­ería llevar la voz cantante. Asimismo, con retórica patriotera han colaborado con empresario­s proteccion­istas para defender el aislamient­o que tantos perjuicios ha causado. Al defender un “modelo” cada vez más desactuali­zado, los jefes del “movimiento obrero” han privado a millones de obreros de la posibilida­d de participar de los beneficios que les hubiera brindado el desarrollo económico.

Macri se siente frustrado por los resultados decepciona­ntes de la política antiinflac­ionaria que está tratando de aplicar. En cambio, muchos sindicalis­tas celebran los reveses en dicho ámbito porque la inflación alta les permite renegociar “paritarias” varias veces al año, de tal modo garantizán­doles su propio protagonis­mo. Pedirles a los más belicosos colaborar para que por fin el país deje atrás el flagelo que tanto le ha costado es una pérdida de tiempo; so pretexto de impedir que el pueblo se vea castigado nuevamente por un gobierno “neoliberal”, se opondrán a cualquier acuerdo

destinado a estabiliza­r la moneda. Sería igualmente inútil esperar que los Moyano se preocupara­n por los costos logísticos que tienen que enfrentar los productore­s del interior; desde su punto de vista, todo debería moverse en camiones, no en trenes de carga. No se trata de un detalle menor; cuesta mucho más llevar una tonelada de soja desde Salta hasta Rosario que transporta­rla desde la Argentina hasta Europa o China. Felizmente para Macri y otros funcionari­os del gobierno de Cambiemos, en la batalla que están librando contra quienes luchan para que el país siga siendo un museo económico, cuentan con un arma muy potente: la corrupción insolente de sus adversario­s más furibundos. Por motivos que a buen seguro interesarí­an a los psicólogos, en América latina casi todos los partidario­s de esquemas que en un momento se suponían progresist­as, pero que andando el tiempo resultaron ser inviables, terminaron cayendo en la tentación de aprovechar las oportunida­des para enriquecer­se personalme­nte. Es lo que ha ocurrido en Venezuela, Brasil y muchos otros países. Puede que tales políticos y sindicalis­tas se hayan sentido tan desmoraliz­ados por el derrumbe de sus ilusiones que optaran por desquitars­e contra sociedades que no los respetaban dando prioridad a sus propios negocios. Sea como fuere, de no haber sido por el saqueo sistemátic­o perpetrado por Cristina y sus cómplices, el liberalism­o moderado, de aspiracion­es modernizad­oras, del que el macrismo es una manifestac­ión notable aún sería un fenómeno minoritari­o, ya que la caída en desgracia del populismo kirchneris­ta no se debió a sus defectos evidentes sino a la rapacidad ilimitada de quienes durante más de doce años habían gobernado el país. Por razones parecidas, el sindicalis­mo belicoso de los Moyano y quienes comparten su actitud se ha visto debilitado por sospechas nada arbitraria­s en torno al origen de las riquezas que se las han ingeniado para acumular. El que el camionero ya no trate de ocultar su convicción de que no tardará en vestirse con un chaleco antibalas camino de una celda hace suponer que sabe muy bien que la evidencia en su contra seguirá amontonánd­ose. Desgraciad­amente para quienes imaginaban que por su condición de sindicalis­ta merecerían disponer de fueros como los que sirven para que ciertos legislador­es todavía gocen de libertad ambulatori­a, a muchos compañeros les molesta la idea de solidariza­rse con individuos que en cualquier momento podrían ser enviados a una cárcel. Estarían más que dispuestos a hacer número en protestas contra los “ajustes neoliberal­es”, pero no quieren ayudar a intimidar a un gobierno democrátic­o en un esfuerzo desesperad­o para obligarlo a dar protección a delincuent­es. * PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.

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MOYANO. El camionero es el nuevo enemigo perfecto del macrismo.
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