¿El pasado muere?
Esta semana se dio vuelta una página de la historia de los derechos humanos en la Argentina. El miércoles 7 murió Reynaldo Bignone, el último dictador, en dos sentidos: a sus 90 años, era el único que quedaba vivo de todos los presidentes de facto impuestos a partir del golpe de 1976; también fue el último de esa serie autoritaria en ocupar la Casa Rosada, y de hecho se encargó de armar la retirada militar llamando a elecciones y, luego, traspasando personalmente el mando a Raúl Alfonsín en 1983. Antes de Bignone, ya habían muerto: Jorge Rafael Videla (en 2013), Leopoldo Fortunato Galtieri (en 2003) y Roberto Viola (en 1994). Todos condenados por delitos de lesa humanidad. Junto con otras muertes recientes de jerarcas del genocidio de los 70 (como la del represor Luciano Benjamín Menéndez, el 27 de febrero pasado), el final de Bignone es un hito simbólico sobre el inexorable paso del tiempo y su influencia en la evolución de la memoria histórica.
¿Acaso la muerte física de los protagonistas -nefastos, pero emblemáticos al fin- clausura de algún modo ese ciclo de la Historia? Es claro que las causas judiciales originadas en el accionar ilegal del terrorismo de Estado seguirán activas, así como las manifestaciones en favor de los derechos humanos que hacen eje en denunciar el horror de aquella dictadura y sus efectos subsiguientes. Pero quizá la extinción biológica de personajes como Bignone empuje en cierta medida el devenir natural de los conflictos históricos. Acaso el kirchnerismo fue el último relato oficial que pudo estructurarse en torno a una revisión y condena de la represión setentista: la memoria quedará, pero la sociedad muta a toda prisa y tal vez empieza a debatir en torno a otros problemas; o a los mismos, pero con otros matices, escenarios y actores. El tiempo lo dirá.