TRANSPARENCIA OPACA
Todo comenzó en los 90. El ignífugo Luis Barrionuevo proponía, desde las entrañas del menemismo, un cínico pacto nacional que consistía en “dejar de robar por dos años”. Por esos tiempos –en las antípodas ideológicas, éticas y culturales–, Martín Caparrós señalaba las limitaciones de la “lucha contra la corrupción” que embanderaba al periodismo y a buena parte de la oposición política de entonces: etiquetó esa movida como “honestismo”, y la posterior implosión de la Alianza le dio la razón. Luego el festín de bolsos kirchnerista pareció contradecirlo, aunque el escritor sigue defendiendo la vigencia de su tesis.
Con motivaciones diferentes, otras plumas siguieron esa huella, tildando de hipócrita y demagógico el relato de la honestidad. Uno de los defensores mediáticos del experimento K, Hernán Brienza, se animó a argumentar que la corrupción de entonces se justificaba en gran medida por la necesidad de financiar la militancia política de un movimiento nac & pop que no tenía los recursos de las elites dominantes. Ya era tarde: la transparencia volvía
Ya ponerse de moda. Aunque no por mucho tiempo.
El macrismo triunfó en las urnas subido al mito urbano de que un gobierno de ricos no necesita robar. No obstante, el desgaste económico de una gestión con demasiados “conflictos de intereses” ya impone ciertas correcciones al relato. El historiador Luis Alberto Romero acaba de publicar una advertencia sobre los peligros del “vendaval ético” que supuestamente acecha al país y a funcionarios “vulnerables al archivo, a la AFIP, a la UIF y al carpetazo”.
Transparencia opaca: otro invento argentino genial.