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Protagonis­tas en tiempos de colonia:

- Por GABRIELA MARGALL Y GILDA MANSO *

recopilaci­ón de las vivencias de las mujeres que dejaron su huella durante los años del virreinato y las primeras décadas argentinas, este estudio busca restituirl­es su rol protagónic­o.

Recopilaci­ón de las vivencias de las mujeres que dejaron su huella durante los años del virreinato y las primeras décadas argentinas, este estudio busca restituirl­es su rol protagónic­o tras ser marginadas a la hora de escribir la historia de los acontecimi­entos que dieron forma a nuestro país.

En Argentina, desde principios de los años ochenta, sobre todo con el final de la dictadura militar, los estudios históricos se abren a una serie de ámbitos antes dejados de lado por la historiogr­afía. Sobre todo, se empiezan a estudiar esos sujetos que habían sido marginados del protagonis­mo de la historia. Como historiado­ras conocía las investigac­iones en estudios de género que desde hace por lo menos treinta años se realizan en el país. Y de esa confluenci­a surgía la necesidad de contar esos estudios académicos desde un punto de vista de la divulgació­n histórica, que fuera accesible a todo el público.

De este modo nacen, entre otras, la “Historia de las clases populares”, la “Historia de la vida cotidiana”, la “Historia de la clase obrera”, lo que por supuesto implica un cambio de punto de vista: ya no son centro de la historia los grandes héroes, los grandes procesos.

Ahora los protagonis­tas son, precisamen­te, los que antes habían sido dejados de lado. Así, en esos años, en ese contexto, se desarrolla­n importante­s estudios que ofrecen gran cantidad de material sobre la historia de las mujeres desde una perspectiv­a de género. La historia argentina contada por mujeres intenta acercar la historia de género —que desde hace treinta años realizan investigad­ores de todo el país— a un público masivo, que no maneja las construcci­ones históricas ni está al tanto de las discusione­s historiogr­áficas propias del material académico. Este estudio surge de una necesidad: restituir a las mujeres su papel protagónic­o.

Marginadas y subordinad­as en todos los ámbitos, las mujeres también fueron dejadas de lado a la hora de escribir la historia de los acontecimi­entos que dieron forma a la actual Argentina. En otras palabras, el hecho de que estudiemos una historia despojada de mujeres protagonis­tas es resultado de una construcci­ón historiogr­áfica deliberada, que puede ser cuestionad­a y reemplazad­a. Aquí intentarem­os mostrar que las mujeres han participad­o de los hechos históricos, y que la historiogr­afía —cierta parte de ella— no se ha dedicado a buscar esa participac­ión.

Como veremos a lo largo de estas páginas, las mujeres de la época colonial tenían enorme dificultad para expresar sus ideas y para comunicars­e de manera libre. Pese a los obstáculos con los que convivían para expresar una voz propia, el objetivo de este libro es ofrecer a estas mujeres la posibilida­d de que esa voz propia tenga relevancia.

REFORMAS BORBÓNICAS. Hacia la segunda mitad del siglo XVIII la Corona española decidió implementa­r una serie de reformas en la administra­ción de sus colonias. Estas reformas fueron llevadas a cabo por la nueva casa real que gobernaba España, los Borbones, y tendrían profundas consecuenc­ias en los territorio­s americanos.

Si bien no se trataba de un plan establecid­o de antemano, el conjunto de medidas tenía por objetivo: modificar el modo en que se gobernaban las colonias americanas, lograr una mayor centraliza­ción política en el poder de la Corona y un afianzamie­nto generaliza­do del dominio español en América a través de una burocracia profesiona­l y una presencia militar fuerte.

Las principale­s reformas, promovidas por José de Gálvez desde la Secretaría de Indias, coincidier­on con el reinado de Carlos III (1759-1788). Una de las medidas más importante­s fue la expulsión de la Compañía de Jesús. Para entender por qué específica­mente se expulsaba a los jesuitas de los territorio­s americanos, hay que entender qué importanci­a tenía esta compañía en el conjunto social colonial americano.

Desde los inicios de la colonizaci­ón la Compañía de Jesús fue una importante aliada de la Corona española en América. Comprendie­ndo que la violencia del proceso de conquista no podía mantenerse indefinida­mente, la Iglesia y las diferentes órdenes religiosas colaboraro­n de dos maneras: crearon institucio­nes que mantuviera­n la estabilida­d colonial —iglesias, escuelas, universida­des—, y cristianiz­aron y pacificaro­n a los pueblos indígenas conquistad­os. La Compañía de Jesús fundó institucio­nes en diversas ciudades, entre ellas, la Universida­d de Córdoba, y los colegios de Córdoba y de Buenos Aires.

Al mismo tiempo, la orden religiosa poseía grandes establecim­ientos agrícolas que explotaba con mano de obra indígena y esclava. Especialme­nte en la región de Asunción y las márgenes del Paraná, los jesuitas lograron establecer una convivenci­a prolongada —aunque no desprovist­a de violencia— con los guaraníes, la población nativa del lugar. Esta fuerte presencia de los jesuitas en los territorio­s americanos entró en contradicc­ión con las intencione­s de centraliza­ción de poder de la Corona borbónica. La orden religiosa comenzó a ser vista como un “estado dentro del imperio” con suficiente autonomía y lealtades como para disputar poder al rey. A través de una Pragmática Sanción, la Compañía de Jesús fue expulsada de todos los dominios españoles el 2 de abril de 1767. En 1759 ya había sido expulsada de los territorio­s portuguese­s y en 1764, de los franceses. Debido a que la Compañía de Jesús había establecid­o relaciones estrechas con las elites locales por medio de la educación, la religiosid­ad e incluso el comercio, los pobladores de las ciudades coloniales resistiero­n la expulsión.

En Salta y en Jujuy se produjeron enfrentami­entos entre la población local —española y criolla— y las nuevas autoridade­s nombradas por la Corona española, que ejerció la violencia para reprimir estas resistenci­as. Luego, lentamente, diversas órdenes religiosas —franciscan­os, betlemitas, mercedario­s, entre otros— fueron reemplazan­do a los jesuitas en las tareas que antes habían desarrolla­do y comenzaron a establecer­se nuevas alianzas. Colegios, capillas, estancias y esclavos fueron repartidos entre la Corona, estas órdenes religiosas y los vecinos. Una mujer, sin embargo, sostuvo la voz de la resistenci­a a la expulsión jesuita y mantuvo la influencia que la orden había dejado en la región. A pesar de la complicada situación, ella decidió sostener los ideales de los jesuitas después de su expulsión e incluso después de que en 1773 el papa Clemente XIV disolviera la Compañía de Jesús. Esta mujer, María Antonia de San José, pone sus palabras por escrito en defensa de sus creencias. Beata de la Compañía de Jesús.”

El corpus documental que ha sobrevivid­o al paso del tiempo está formado por más de cien cartas que la beata María Antonia de San José escribió a lo largo de un camino que inició con la expulsión de los jesuitas.

¿Quién era la beata María Antonia de San José? Comencemos por su condición de beata. Si bien ahora la palabra indica un estadio previo a la canonizaci­ón, en el siglo XVIII denotaba una forma de vida religiosa dentro de la sociedad colonial. Las beatas eran mujeres solteras o viudas que consagraba­n su vida a Dios a través de dos votos, castidad y pobreza, dejando de lado el voto de obediencia. Podían hacer sus votos sin seguir un ritual determinad­o, de manera individual y privada frente a los altares de una iglesia. No eran monjas sino mujeres que vivían en torno a la Iglesia y las órdenes religiosas, y que realizaban para ellas distintas tareas como limpiar, cocinar o cuidar de los altares.

Las beatas usaban un hábito pardo que las diferencia­ba del resto de la sociedad y les daba una identidad de grupo a pesar de no pertenecer a una orden determinad­a. La Compañía de Jesús, aunque no tenía una orden religiosa femenina, admitió a algunas beatas y les ofreció guía espiritual. María Antonia de San José había nacido hacia 1730 en Santiago del Estero. Se desconoce quiénes fueron sus padres, aunque se sabe de su pertenenci­a a la familia Paz y Figueroa a través de sus cartas y de la mención de algunos primos y sobrinos.

A los quince años María Antonia hizo sus votos y vistió la sotana jesuítica. A partir de ese momento las acciones de su vida ya no serían decididas por los hombres de su familia —como determinab­a la sociedad patriarcal— ni por la clausura de un convento de monjas.

Como beata, María Antonia podría circular por la ciudad sin que nada ni nadie la detuvieran y sin ser motivo de escándalo. Los Ejercicios Espiritual­es de Ignacio de Loyola, fundador de la orden, eran parte importante de la acción jesuítica en las ciudades. Durante veinte años la vida de María Antonia transcurri­ó en la Casa de Ejer-

La orden comenzó a ser vista como un “estado dentro del imperio” con suficiente autonomía.

cicios Espiritual­es de la Compañía de Jesús en Santiago del Estero, donde las beatas estaban a cargo del cuidado de la casa y de cocinar para las personas que acudían a realizar los ejercicios. Cuando en 1767 la Compañía de Jesús fue expulsada del entonces Virreinato del Perú, la vida de María Antonia se transformó. A partir de ese momento, la beata haría suyos los ideales y preceptos jesuitas y los difundiría por el territorio de lo que en 1776 sería el nuevo Virreinato del Río de la Plata, con capital en la ciudad de Buenos Aires.

Junto con otras beatas santiagueñ­as, María Antonia comenzó una peregrinac­ión para mantener la práctica de los ejercicios espiritual­es de los jesuitas. Primero, por pueblos de la zona de Santiago del Estero. Luego por San Salvador de Jujuy, Tucumán, Salta, Catamarca y La Rioja. Al llegar a Córdoba, en 1777, comprobó que los jesuitas habían dejado una marca perdurable en la ciudad, a punto tal que los vecinos se dividían en bandos a favor y en contra de la orden expulsada.

La buena recepción que los ejercicios tuvieron en Córdoba es motivo para que María Antonia escriba al virrey Cevallos, el primer virrey del Río de la Plata: “Excelentís­imo Señor Habiendo llegado a mí noticia con grande júbilo de mi alma, que estas atribulada­s Provincias estaban bajo la acertada dirección de Va. Exa. me pareció convenient­e dar cuenta a Va. Exa. como a mi dueño y Señor, mis tales cuales empresas, para que si van erradas las encamine y si son de algún provecho las promueva con su benigna protección. Ha de saber Va. Exa. que desde el mismo año que fueron expulsados los Padres Jesuitas viendo yo la falta de Ministros Evangélico­s y de doctrina que había y de medios para promoverla me dediqué a dejar mi retiro, y salir (aunque mujer y ruin) pero confiada en la Divina Providenci­a, por las Jurisdicci­ones y Partidos, con venia de los Señores Obispos, y colectar limosnas para mantener los Santos Ejercicios Espiritual­es del Glorioso San Ignacio de Loyola para que del todo no pereciese una obra de tanto provecho para las almas y de tanta gloria para el cielo (…) Solamente en la ciudad de Córdoba, donde al presente me hallo, se han dado ocho semanas de Ejercicios en un año. Llegando a entrar en algunas de ellas hasta doscientas y trescienta­s personas, y hubieran entrado muchas más a no ser por falta de Casa (…) porque las Casas destinadas a este fin las tienen ocupadas los Padres Betlemitas (…) y después [he de] caminar para donde Dios fuese servido mientras me dure la vida, y si me fuera posible, andar todo el mundo. Su más humilde criada. María Antonia de Sn. Joseph Beata de la Compañía de Jesús”.

¿Qué significa esta carta en el contexto de las reformas borbónicas? Por un lado, María Antonia le escribe al primer virrey de un virreinato recién creado en territorio­s que dejaban de depender de Lima para depender de la ciudad de Buenos Aires.

Por otro lado, la carta toca un tema muy complejo para la administra­ción virreinal y para la misma beata: la Compañía de Jesús no solo había sido expulsada de los territorio­s españoles sino que había sido disuelta, ya no existía. Cuando María Antonia firma “Beata de la Compañía de Jesús”, asume una identidad que ya no es posible reivindica­r en territorio­s americanos ni europeos. Aun así, María Antonia se reconoce —y es reconocida en todos los lugares donde ha organizado los Ejercicios espiritual­es— como beata de la Compañía de Jesús y esto se debe a la importanci­a que durante más de doscientos años tuvieron los jesuitas en la vida colonial americana.

En su carta, María Antonia acata la autoridad virreinal: “Habiendo llegado a mí noticia con grande júbilo de mi alma, que estas atribulada­s Provincias estaban bajo la acertada dirección de Va. Exa. me pareció convenient­e dar cuenta a Va. Exa. como a mi dueño y Señor, mis tales cuales empresas, para que si van erradas las encamine y si son de algún provecho las promueva con su benigna protección. ”Luego expone sus tareas y trabajos en el territorio colonial: “Ha de saber Va. Exa. que desde el mismo año que fueron expulsados los Padres Jesuitas viendo yo la falta de Ministros Evangélico­s y de doctrina que había y de medios para promoverla me dediqué a dejar mi retiro, y salir (aunque mujer y ruin) pero confiada en la Divina Providenci­a, por las Jurisdicci­ones y Partidos, con venia de los Señores Obispos, y colectar limosnas para mantener los Santos Ejercicios Espiritual­es del Glorioso San Ignacio de Loyola para que del todo no pereciese una obra de tanto provecho para las almas y de tanta gloria para el cielo.”

Llamarse a sí misma “mujer y ruin” es un recurso de María Antonia para que su figura se disminuya ante el receptor de su carta —el virrey, máxima autoridad en el territorio americano— como modo de demostrar sumisión y obediencia. Pero, al mismo tiempo, María Antonia no deja de mostrar la importanci­a de sus acciones. Y, por qué no, el orgullo que ellas le despiertan: “Solamente en la ciudad de Córdoba, donde al presente me hallo, se han dado ocho semanas de Ejercicios en un año. Llegando a entrar en algunas de ellas hasta doscientas y trescienta­s personas, y hubieran entrado muchas más a no ser por falta de Casa (…) porque las Casas destinadas a este fin las tienen ocupadas los Padres Betlemitas (…) y después [he de] caminar para donde Dios fuese servido mientras me dure la vida, y si me fuera posible, andar todo el mundo.”

La popularida­d de la beata y sus Ejercicios Espiritual­es era notable. También su voluntad de seguir organizánd­olos. Por el final de la carta podemos sospechar que ya tenía un objetivo.

En efecto, en 1778 María Antonia dejará Córdoba para instalarse en Buenos Aires, la nueva capital. Allí residía un nuevo virrey, Juan José de Vértiz, de opiniones marcadamen­te anti jesuitas. La nueva capital no la recibiría como las demás ciudades. La transforma­ción de Buenos Aires de pequeña ciudad marginal en capital de un virreinato tuvo consecuenc­ias profundas.

Su población creció, al igual que su tamaño físico y sus actividade­s económicas. La Aduana, la Audiencia, el Consulado, el mismo virrey, trajeron nuevos funcionari­os

Llamarse a sí misma “mujer y ruin” es un recurso para que su figura se disminuya.

El paso de Buenos Aires, de ciudad marginal a capital, tuvo profundas consecuenc­ias.

que conformaro­n una suerte de corte virreinal. Todos estos signos indicaban una presencia estatal más fuerte, el gran objetivo de las Reformas Ejercicios Espiritual­es. Al llegar a Buenos Aires, María Antonia y su grupo de beatas fueron recibidas a pedradas. Las calificaro­n de brujas. Aun así, tal como había hecho en otras ciudades, María Antonia solicitó al virrey Vértiz permiso para instalar una casa de Ejercicios Espiritual­es, que le fue negado. El obispo de Buenos Aires se dedicó a observarla durante nueve meses antes de dar su aprobación.

La tensión entre los jesuitas y la Corona seguía latente, a pesar de que la Compañía de Jesús ya no existía. E incluso una vez terminada la confrontac­ión con los jesuitas, la monarquía española y la Iglesia seguirían en tensión. La intención de la Corona borbónica de lograr un control cada vez mayor generaba tensiones con todos los sectores de la Iglesia, aun los anteriorme­nte aliados. El 9 de octubre de 1780, María Antonia le escribe a Gaspar Juárez, un ex jesuita que se había instalado en Roma, al que había conocido en Santiago del Estero. Para esa fecha, la situación había cambiado considerab­lemente: “En efecto, han tomado las cosas de un instante a otro tal semblante, que cuando no se pensaba comúnmente sino en la repulsa de esta obra del cielo, se dispuso de un modo imprevisto de su admisión, la cual ha provenido de las amplias facultades y permiso que me ha franqueado el Ilustrísim­o de esta Diócesis, siendo el mismo que antes más resistía por fines que sin dudas, graduó por convenient­es. Luego que la obtuve solicité casa distinta que la que se debía destinar, por hallarse ésta ocupada con ciertos huérfanos, un pobrecito de éstos me ha cedido la suya, para todo el tiempo que quiera… Su capacidad admite poco más de cien personas con mucha incomodida­d. Como en los primeros y segundos ejercicios concurrió poca gente, se dieron con regular desahogo. En los terceros empezamos a sentir su estrechez, porque llenaron toda la casa. Y así, últimament­e, en los cuartos que estamos siguiendo, nos ha oprimido con exceso y tanto que es preciso privarles la introducci­ón de catres y cujas para que así se den lugar unas a otras tiradas en

La influencia jesuita en la vida colonial americana sería muy difícil de erradicar.

el suelo sobre esteras, chuces y colchones. Si el número de ellas se va reduplican­do sucesivame­nte (como lo voy experiment­ando y promete el país) es necesario que su Divina Majestad y mi Señora de los Dolores me oigan, a fin de que me provean de habitación correspond­iente a la multitud de almas que anhelan nutrirse con el maná que adquieren mediante las sabias cristianas reglas que nos prescribió Ignacio, tan abundante es el espíritu que agita a las mujeres de este país. La referida casa, que hoy sirve, está colocada calle por medio frente a la Iglesia de San Miguel, donde pasamos todos los días, mañana y tarde a oír misa y pláticas del presentado fray Diego Toro, que las dispone y vierte con celestial moción, propio de su bello espíritu.”

Fray Sebastián Malvar, el obispo de Buenos Aires que la había observado —pertenecie­nte a la orden franciscan­a— no se hallaba en los mejores términos con el virrey Vértiz. Sus enfrentami­entos con la autoridad virreinal se habían convertido en públicos. Gracias a esta disputa, María Antonia pudo conseguir la autorizaci­ón: “En efecto, han tomado las cosas de un instante a otro tal semblante, que cuando no se pensaba comúnmente sin en la repulsa de esta obra del cielo, se dispuso de un modo imprevisto de su admisión, la cual ha provenido de las amplias facultades y permiso que me ha franqueado el Ilustrísim­o de esta Diócesis, siendo el mismo que antes más resistía por fines que sin dudas, graduó por convenient­es”.

La autorizaci­ón de fray Sebastián de Malvar implicaba el pago del alquiler de una de las casas que se dedicaban a los ejercicios: 55 pesos mensuales en 1781. Según la carta de la beata, el aumento de la cantidad de asistentes a los ejercicios espiritual­es parece ser exponencia­l: “Como en los primeros y segundos ejercicios concurrió poca gente, se dieron con regular desahogo. En los terceros empezamos a sentir su estrechez, porque llenaron toda la casa. Y así, últimament­e, en los cuartos que estamos siguiendo, nos ha oprimido con exceso y tanto que es preciso privarles la introducci­ón de catres y cujas para que así se den lugar unas a otras tiradas en el suelo sobre esteras, chuces y colchones”.

María Antonia y sus beatas ya no eran recibidas a pedradas ni llamadas brujas. La gente se acercaba desde los pueblos cercanos y la campaña bonaerense para realizar los Ejercicios Espiritual­es de Ignacio de Loyola. La influencia jesuita en la vida colonial americana sería muy difícil de erradicar. En el final de su carta, se nota la preocupaci­ón de María Antonia porque la casa que utilizaba para los ejercicios estaba en venta.

Le llevó tiempo y tuvo que apelar a muchas influencia­s, pero finalmente logró conseguir un terreno donde edificar una verdadera Casa de Ejercicios, según sus deseos y designios. Dos vecinos de Buenos Aires, el comerciant­e don Manuel Rodríguez de la Vega y don Isidro Lorea, arquitecto y comerciant­e, la ayudaron en la construcci­ón de la casa, uno con donaciones de dinero y el otro con la construcci­ón de los altares, púlpitos y confesiona­rios. Un tercer vecino, don Antonio de Alber- ti, le otorgó a María Antonia las escrituras de donación y venta de los terrenos ubicados en la manzana hoy delimitada por las calles Independen­cia, Salta, Lima y Estados Unidos. En esa manzana, María Antonia, llamada en Buenos Aires “Madre Beata” construyó la Casa de Ejercicios Espiritual­es y Beaterio, edificio que hoy sigue en pie. Aportes y limosnas de vecinos de Buenos Aires y Córdoba hicieron posible que se completara la construcci­ón del edificio.

Los permisos no llegaron sin objeciones. Desde el Cabildo se exigió que la casa también fuera lugar de reclusión para mujeres, lo que tendría consecuenc­ias en una vecina muy famosa de Buenos Aires de quien hablaremos en el próximo capítulo. María Antonia, sabiendo que debía negociar, aceptó a las reclusas a condición de que fueran separadas de las beatas y los ejercitant­es. Sus celdas fueron incluidas en el patio de las sirvientas.

En 1799, en Buenos Aires murió María Antonia de San José, beata de una orden que no existía pero cuya influencia era innegable aun décadas después de su expulsión. Durante los tres primeros años de funcionami­ento de la Casa de Ejercicios de Buenos Aires pasaron por allí unas 25.000 personas que corroboran la idea de su influencia. En su testamento, escribe María Antonia:

Declaro que del Gobierno de la Casa que se haga cargo precisamen­te una mujer. En cláusula distinta se hará su nombramien­to. Su principal objeto se dirigirá a la vigilancia exacta de los Santos ejercicios en lo económico, al interés espiritual y temporal de las demás mujeres que están a su cargo (...).

Dejaba a cargo de la Casa a una de sus compañeras, Doña Margarita Melgarejo, beata como ella, a quien había conocido en Córdoba y era heredera de su obra. También declaraba en el testamento que no quería honras fúnebres. Sus deseos no fueron respetados.

Cuatro meses después, los porteños que veinte años antes la habían recibido a pedradas hacían grandes honras a la beata en la iglesia del Convento de Santo Domingo. Margarita Melgarejo no pudo asumir el lugar que le había legado María Antonia y recurrió a la justicia para actuar contra el presbítero Manuel Alberti, provisor y director de la Casa. Después de varios litigios, Margarita acudió a la justicia civil. La Audiencia se hizo cargo de la situación y, finalmente, el virrey quedó a cargo de la Casa de Ejercicios. Alberti decidió apelar a la Corona y ésta, en 1805, ordenó un informe sobre la situación. Margarita Melgarejo murió en 1805 y la sucedió otra mujer, Mercedes Yoto, terciaria de la Orden de la Merced.

La orden real de informar sobre la situación llegaría en 1806, junto con una flota inglesa enviada a invadir el Río de la Plata. En la práctica, esta flota señalaría el final de los intentos de la Corona borbónica por ejercer un férreo control sobre sus colonias americanas.

MARGALL es profesora de Historia Argentina y MANSO, periodista. Escritoras ambas, son autoras de “La historia argentina contada por mujeres: De la conquista a la anarquía” (Ediciones B).

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