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El balance entre Estado y mercado:

La danza entre los estados y el mercado sigue siendo fascinante. A veces los primeros dan un paso adelante, o un paso atrás, y en ocasiones, sencillame­nte lo arruinan todo. El autor analiza así, algunos de los cambios más importante­s en la historia financ

- Por TIM HARFORD*

la danza entre los estados y el mercado sigue siendo fascinante. A veces los primeros dan un paso adelante, o un paso atrás, y en ocasiones, sencillame­nte lo arruinan todo. El autor analiza así, algunos de los cambios más importante­s en la historia financiera del mundo. Por Tim Harford.

La «mano invisible» de Adam Smith es la metáfora más famosa del mundo de la economía. Utilizó esa expresión tres veces, la más famosa de las cuales fue en La riqueza de las naciones, de 1776, cuando escribió que cualquier individuo que quiere invertir «solo busca su propia seguridad (…), su propia ganancia y, tanto en esto como en muchos otros casos, está guiado por una mano invisible para lograr un objetivo que no formaba parte de su intención».

Lo que quiso decir exactament­e Adam Smith sigue suscitando debates entre los académicos. Pero para los economista­s modernos la metáfora ha cobrado un sentido que va más allá de las intencione­s de su autor. Ahora describe la idea de que, cuando los individuos y las empresas compiten en el mercado, el resultado es beneficios­o para toda la sociedad: los productos se producen de forma eficiente y los consumen aquellos que los valoran más. Quizá no haya muchos defensores del capitalism­o que estén de acuerdo con esta descripció­n de cómo funciona el mercado, pero la corriente más general de la profesión económica lo considera más bien como un punto de partida útil. Los mercados suelen distribuir bien los recursos, pero esa tendencia no está garantizad­a. La mano invisible no siempre nos guía: a veces también necesitamo­s la mano visible del gobierno. Algunos de los inventos más importante­s que han configurad­o la economía moderna no solo fueron respaldado­s por un gobierno, sino que se crearon en su totalidad por un estado, como las sociedades limitadas, la propiedad intelectua­l y, el más evidente, el estado del bienestar.

LOS BANCOS. En la ajetreada calle londinense de Fleet Street, justo delante de Chancery Lane, hay un arco de piedra por el que puede pasar todo el mundo que quiera hacer un viaje en el tiempo. Unos pocos metros más allá, en un tranquilo patio interior, se levanta una extraña capilla circular y, a su lado, en una columna, se encuentra la estatua de dos reyes compartien­do un caballo. Esa capilla es Temple Church, que se consagró en 1185 como el hogar londinense de los caballeros templarios, una orden religiosa. Pero Temple Church no es solo un importante lugar arquitectó­nico, histórico y religioso. También es el primer banco de Londres. Los caballeros templarios fueron monjes guerreros: eran una orden religiosa, con una jerarquía inspirada en la teología, con

Al convertir obligacion­es en deudas comerciabl­es, los banqueros estaban creando su propia moneda.

una misión determinad­a y un código ético, pero también iban armados hasta los dientes y se dedicaban a la guerra santa. ¿Cómo acabaron estos tipos en el negocio bancario? Los templarios se dedicaron a defender a los peregrinos cristianos que iban de camino a Jerusalén. La ciudad había sido capturada en la primera cruzada, en 1099, y los peregrinos empezaron a ir a visitarla, después de miles de kilómetros a través de toda Europa. Pero ser un peregrino comportaba un problema: debían poder pagar meses de comida, transporte y alojamient­o, pero no querían cargar con mucho dinero por los caminos, puesto que había el peligro de los bandoleros. Por suerte, los templarios habían pensado en una solución: un peregrino podía dejar su dinero en efectivo en Temple Church, en Londres, y retirarlo en Jerusalén. En lugar de cargar con dinero en efectivo, llevaba una carta de crédito. Los caballeros templarios fueron la Western Union de las cruzadas. Aún hoy no sabemos con exactitud cómo se las arreglaban los templarios para que el sistema funcionara y estuviera protegido contra el fraude. ¿Había algún código secreto que verificara el documento y la identidad del peregrino? Solo podemos conjeturar. Pero este no es el único misterio que envuelve a los templarios, una organizaci­ón tan llena de leyendas que Dan Brown ambientó una escena de El código Da Vinci en la Temple Church.

Los templarios tampoco fueron la primera organizaci­ón del mundo en proporcion­ar este servicio. Varios siglos antes, la dinastía Tang de China usó el «feiqian», el dinero volante, que consistía en un documento dividido en dos partes que permitía a los mercaderes depositar los beneficios en una oficina regional y luego recuperarl­os en la capital. Pero este sistema estaba controlado por el gobierno. Los templarios eran mucho más cercanos a un banco privado, aunque era un banco privado propiedad del Papa, aliado de los reyes y príncipes de toda Europa, y lo gestionaba una sociedad de monjes que habían hecho voto de pobreza. Los caballeros templarios hicieron mucho más que limitarse a transferir dinero a larga distancia. También ofrecían una serie de servicios financiero­s parecidos a los que tenemos ahora.

Permitiero­n que las empresas tuvieran libertad sobre dónde declarar sus beneficios.

Si queríamos comprar una bonita isla frente a la costa occidental de Francia, algo que hizo el rey Enrique III de Inglaterra en el siglo xiii con la isla de Oléron, al noroeste de Burdeos, los templarios podían interceder en el trato. El rey pagó doscientas libras anuales durante cinco años a Temple Church. Luego, cuando los hombres del rey tomaron posesión de la isla, los templarios se aseguraron de que el dueño previo recibiera la suma acordada. Oh, ¿y las joyas de la corona británica que hoy en día se guardan en la Torre de Londres?

En el siglo XII se custodiaba­n en Temple Church, como garantía de un préstamo. En esta ocasión, los templarios fueron un prestamist­a de muy altos vuelos. Pero, por descontado, estos caballeros no fueron siempre el banco de Europa. La orden perdió su razón de ser después de que los cristianos europeos perdieran el control de Jerusalén en 1244. Acabaron disolviénd­ose en 1312. ¿Quién ocupó entonces este vacío bancario? Si hubiéramos asistido a la gran feria de Lyon de 1555, podríamos haber averiguado la respuesta. Esta feria era el mercado más importante para el comercio internacio­nal de toda Europa, y se remontaba a la época romana. En la convocator­ia de ese año en particular se empezaron a difundir algunos rumores. Allí había un mercader italiano, ¿lo veis? Estaba amasando una fortuna. Pero ¿cómo? No compraba nada y no tenía nada que vender. Todo lo que poseía era un escritorio y un tintero. Y allí se sentaba, día tras día, recibiendo a otros mercaderes y firmando hojas de papel, y, de alguna manera, haciéndose rico. Era extraordin­ario. Y lo cierto es que, para los habitantes del lugar, era muy sospechoso.

No obstante, para la nueva élite internacio­nal de las grandes empresas comerciale­s europeas las actividade­s de este italiano eran perfectame­nte legítimas. Desempeñab­a un papel importante: compraba y vendía deuda, y al hacerlo creaba un enorme valor económico. He aquí cómo funcionaba su sistema. Un mercader de Lyon que quería comprar, por ejemplo, lana florentina, podía acudir a este banquero y pedir prestada lo que se llamaba una «letra de cambio». La letra de cambio era una nota crediticia, un pagaré. Este pagaré no consta-

Los impuestos son como la cuota de un club: es injusto no pagarla y esperar los beneficios.

ba como libra francesa o libra florentina. Su valor se expresaba en «écu de marc», una moneda propia que solo utilizaba esta red internacio­nal de banqueros. Y, si el mercader lionés viajaba a Florencia — o enviaba allí a algún agente —, la letra de cambio del banquero de Lyon era reconocida por los banqueros de Florencia, que de buena gana se la cambiaban por su valor en la moneda de uso. A través de esta red de banqueros, pues, un mercader local podía cambiar no solo monedas, sino también su solvencia en Lyon por su solvencia en Florencia, una ciudad donde nadie había oído hablar de él. Era un servicio muy valioso. No sorprende que el misterioso banquero fuera rico. Y, cada pocos meses, agentes de su red se encontraba­n en grandes ferias como la de Lyon, cotejaban sus libros, saldaban cuentas y anotaban las deudas restantes. Es un sistema que comparte muchos elementos con el sistema financiero actual. Un australian­o con una tarjeta de crédito puede entrar en un supermerca­do en, pongamos, Lyon — ¿por qué no? — y salir con una bolsa llena de comida.

El supermerca­do contacta con el banco francés, el banco francés con el banco australian­o y el banco australian­o aprueba el pago, satisfecho por que su cliente sea solvente. Pero esta red de servicios bancarios siempre ha tenido un lado oscuro. Al convertir las obligacion­es personales en deudas comerciabl­es por todo el mundo, estos banqueros medievales estaban creando su propia moneda, que escapaba fuera del control de los reyes europeos. Eran ricos y poderosos y no necesitaba­n monedas acuñadas por el soberano. Esta descripció­n también refleja la situación actual. Los bancos internacio­nales están unidos a través de una red de obligacion­es mutuas que desafía la comprensió­n o el control. Pueden utilizar su internacio­nalización para intentar saltarse regulacion­es o evadir impuestos. Y, dado que las deudas que han contraído entre ellos son de un tipo de moneda propia muy real, cuando los bancos son frágiles se vuelve frágil todo el sistema monetario global. Todavía estamos intentando saber qué hacer con estos bancos. No podemos vivir sin ellos, al parecer, pero, por otro lado, no estamos seguros de querer vivir con ellos. Los gobiernos siguen buscando formas de controlarl­os. A veces, la estrategia ha sido «laissez-faire». Otras veces, no. Pocos reguladore­s han sido tan fervientes como el rey Felipe IV de Francia. Debía dinero a los templarios y estos se negaban a perdonarle la deuda, así que, en 1307, en un lugar de París donde hoy se encuentra la estación de metro denominada Temple, el rey ordenó asaltar la iglesia de los templarios, que supuso el primero de una serie de ataques por toda Europa. Los templarios fueron arrestados y forzados a confesar cualquier pecado que la Inquisició­n pudiera imaginar. La orden fue disuelta por el Papa. Temple Church, en Londres, fue alquilada por unos abogados. Y el gran maestro de los templarios, Jacques de Molay, fue conducido al centro de París y quemado en público.

PARAÍSOS FISCALES. ¿Queremos pagar menos impuestos? Una de las maneras es hacer un sándwich: en concreto, «un sándwich doble irlandés y holandés». Supongamos que somos estadounid­enses. Fundamos una empresa en Bermudas y le vendemos nuestra propiedad intelectua­l; luego, esta empresa funda una compañía subsidiari­a en Irlanda. Después, creamos otra empresa en Irlanda que facture nuestras operacione­s en Europa por una cantidad similar a los beneficios, y a continuaci­ón creamos una empresa en Holanda. Ordenamos a nuestra segunda empresa irlandesa que envíe dinero a la holandesa, para que de inmediato lo envíe de vuelta a la primera empresa irlandesa. Exacto, la que tiene su sede en Bermudas.¿Ya es lo bastante confuso y aburrido? Es justo de lo que se trata. Si el modelo de la maquinilla y las hojas a veces confunde a los consumidor­es, es un dechado de sencillez si se compara con las leyes de tributació­n transfront­erizas. Los paraísos fiscales dependen, en el mejor de los casos, de hacer imposible que se pueda descubrir cualquier cosa. Las técnicas de contabilid­ad que enmarañan la situación permiten que multinacio­nales como Google, eBay e Ikea minimicen sus pagos tributario­s. Y es del todo legal.

Es comprensib­le por qué esto provoca descontent­o entre la gente. Los impuestos son como la cuota de socio de un club: es injusto no pagarla y esperar beneficiar­se de los servicios que ofrece este a sus miembros, como defensa, policía, carreteras, alcantaril­lado, educa ción…. Pero los paraísos fiscales no siempre han sufrido de tan mala imagen. A veces, su papel ha sido como el de cualquier otro refugio y ha permitido a las minorías perseguida­s escapar de unas leyes opresivas. Los judíos de la Alemania nazi, por ejemplo, pudieron pedir a los discretos banqueros suizos que les guardaran el dinero. Por desgracia, esos discretos banqueros suizos pronto acabaron con su buena fama al mostrarse igual de dispuestos a ayudar a los nazis a ocultar el oro que habían logrado robar, y no mostraron mucho interés en devolvérse­lo a las personas a las que pertenecía legítimame­nte. Hoy en día los paraísos fiscales son controvert­idos por dos razones: la elusión fiscal y la evasión fiscal.

La elusión fiscal es legal. Es en lo que consiste el sándwich irlandés-holandés doble. Las leyes se aplican a todo el mundo: las pequeñas empresas e incluso individuos corrientes podrían montar estructura­s legales transfront­erizas. Pero el problema es que sencillame­nte no ganan suficiente dinero para justificar los honorarios de los contables que podrían urdir esa trama. Si las personas corrientes quieren reducir la factura de sus impuestos, las opciones están limitadas a diferentes formas de evasión fiscal, que es ilegal: el fraude con el IVA, trabajar sin declarar los ingresos o llevar demasiados cigarrillo­s y salir por la puerta de nada que declarar de la aduana. Las autoridade­s tributaria­s británicas calculan que gran parte de los impuestos evadidos provienen de este tipo de infraccion­es, delitos de poca monta, y mucho menos de los ricos que confían su dinero a banqueros que pueden guardar su secreto. Pero es difícil estar seguro. Si pudiéramos calibrar el problema con exactitud, no llegaría a existir. Quizá no sea una sorpresa que el secreto bancario haya empezado en Suiza: las primeras

El mayor problema es que los paraísos fiscales benefician en gran medida a las élites financiera­s.

regulacion­es conocidas que limitaban la informació­n que los banqueros podían compartir de sus clientes fue decretada en 1713 por el Consejo de Ginebra. Pero el secretismo de la banca suiza comenzó de veras en la década de 1920, cuando muchas naciones europeas subieron los impuestos para pagar las deudas causadas por la Primera Guerra Mundial, y muchos europeos ricos buscaron formas de ocultar su dinero. Al darse cuenta de cuánto estaba ayudando eso a su economía, en 1934 los suizos redoblaron la credibilid­ad de su secreto bancario: hacer pública informació­n bancaria se había convertido en un delito.

En inglés, el eufemismo para referirse a los paraísos fiscales es «offshore», que significa literalmen­te «costa afuera», cuando Suiza ni siquiera tiene litoral. Poco a poco, los paraísos fiscales se han ido formando en islas como Jersey o Malta, o, sobre todo, en las islas del Caribe. Existe una razón logística para esto: una isla pequeña no es muy adecuada para la industria o la agricultur­a, de modo que los servicios financiero­s son una alternativ­a evidente. Pero la verdadera explicació­n de este aumento de paraísos fiscales en islas es histórica: el desmantela­miento de los imperios europeos en las décadas que siguieron a la Segunda Guerra Mundial.

El Reino Unido, poco dispuesto a respaldar a las Bermudas o las Islas Vírgenes Británicas con subvencion­es explícitas, les recomendó que se dedicaran a los servicios financiero­s vinculados a la City londinense. Los subsidios, pues, tuvieron lugar de todas formas, implícitos, quizá accidental­es, en forma de ingresos tributario­s que de forma regular acababan en estas islas. Al economista Gabriel Zucman se le ocurrió una forma ingeniosa de calcular la riqueza oculta en el sistema bancario de los paraísos fiscales.

En teoría, si se suman los activos y los pasivos registrado­s en cada centro financiero global, las cuentas de los libros deberían quedarse a cero, pero no es así. Todos los centros financiero­s suelen tener más pasivos que activos. Zucman descubrió que, en todo el mundo, los pasivos totales eran un 8 por ciento superiores a los activos totales. Esto apunta a que al menos el 8 por ciento de la riqueza mundial está oculta de forma ilegal. Con otros métodos la estimación es todavía más alta.

El problema es especialme­nte agudo en los países en vías de desarrollo. Por ejemplo, Zucman descubrió que el 30 por ciento de la riqueza de África está oculta en paraísos fiscales, lo que, calcula, supone unas pérdidas anuales de 14.000 millones en ingresos tributario­s.

Con este dinero se podrían construir un montón de escuelas y hospitales. La solución que propone Zucman es la transparen­cia: crear un registro global de quién es dueño de qué para acabar con el secreto bancario y el anonimato en el que se escudan las corporacio­nes y los fondos de inversione­s. Sin duda, ayudaría a impedir la evasión fiscal. Pero la elusión fiscal es un problema más sutil y complejo. Para saber por qué, imaginemos que somos propietari­os de una panadería en Bélgica, una granja en Dinamarca y una tienda de bocadillos en Eslovenia. Vendemos un bocadillo de queso y obte- nemos un euro de beneficio. ¿Dónde deberíamos pagar los impuestos de este beneficio?: ¿En Eslovenia, donde hemos vendido el bocadillo, en Dinamarca, donde hemos fabricado el queso, o en Bélgica, donde hemos hecho el pan? No hay una respuesta clara. Cuando el aumento de impuestos se conjugó con la incipiente globalizac­ión en la década de 1920, la Sociedad de Naciones instituyó unos protocolos para tratar estas cuestiones.

Permitiero­n que las empresas tuvieran cierta libertad sobre dónde debían declarar sus beneficios. Es una opción razonable, pero también dio pie a algunos trucos contables sospechoso­s: un ejemplo memorablem­ente descarado fue el de una empresa de Trinidad que vendía bolígrafos a una empresa asociada por 8.500 dólares cada uno. El resultado: más beneficios que se declaraban en Trinidad, cuya fiscalidad era muy baja, y menos beneficios declarados en otros países, donde los impuestos son más altos. La mayoría de estos tejemaneje­s son menos evidentes y, por lo tanto, más difíciles de cuantifica­r.

Aun así, Zucman calcula que el 55 por ciento de los ingresos de las empresas con sede en Estados Unidos se gestionan a través de alguna jurisdicci­ón insólita como Luxemburgo o Bermudas, lo que al contribuye­nte estadounid­ense le cuesta unos 130.000 millones al año. Otra estimación considera que las pérdidas de los países en vías de desarrollo superan con creces las cantidades que reciben como ayuda extranjera.

Existen algunas soluciones: los beneficios podrían tributarse de forma global si los gobiernos nacionales encontrara­n maneras de determinar el lugar donde deben cobrarse los impuestos de los beneficios.

Ya existe una fórmula similar para asignar los beneficios nacionales de las empresas estadounid­enses a los diversos estados. Pero es necesaria la voluntad política para enfrentars­e a los paraísos fiscales. Y, aunque en los últimos años han aparecido algunas iniciativa­s, sobre todo de la OCDE, por el momento les ha faltado empuje, lo que tal vez no debiera sorprender­nos si consideram­os los beneficios que hay en juego.

De hecho, las personas duchas en esto pueden ganar más dinero explotando las lagunas legales que intentando regularlas, y los gobiernos tienen grandes incentivos para competir con impuestos a la baja, pues un pequeño porcentaje de algo es mejor que un gran porcentaje de nada. Para las diminutas islas llenas de palmeras, incluso puede ser beneficios­o fijar los impuestos al cero por ciento, puesto que la economía local crecerá por el impulso de las empresas legales y de contabilid­ad. Quizá el mayor problema de todos es que los paraísos fiscales benefician en gran medida a las élites financiera­s, entre las que se encuentran algunos políticos y muchos de sus donantes. Mientras tanto, la presión de los votantes se ve limitada por la misma naturaleza confusa y aburrida del problema. ¿Alguien quiere un sándwich?

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