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El país entre la espada y la pared

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Tiene razón Mauricio Macri cuando dice que “el Estado no puede gastar más de lo que tiene”. También la tiene cuando insiste en que no hay ninguna alternativ­a aceptable al “gradualism­o”, o sea, de permitir que el Estado siga gastando mucho más de lo que tendrá en los años próximos con la esperanza de que, de un modo u otro, una marejada de dinero fresco llegue a tiempo para evitar una catástrofe. Acaso sueña con un golpe de suerte parecido al boom de la soja y otras commoditie­s que tanto benefició a Néstor Kirchner, pero en tal caso le convendría recordar que, antes de producirse aquel milagro, el país se había visto sometido a un ajuste extraordin­ariamente brutal que hizo factible una etapa no muy larga de crecimient­o rápido con superávits gemelos que Cristina no pudo prolongar.

Desgraciad­amente para el presidente Macri, la realidad política, es decir, lo que la gente está dispuesta a soportar, acaba de chocar contra la lamentable realidad económica como ha sucedido tantas veces en la aún breve historia nacional. Aunque la Argentina dista de ser el único país en que las expectativ­as populares se han alejado de las posibilida­des genuinas, ya que algo similar está provocando tensiones crecientes en América del Norte y Europa, aquí la brecha es mucho mayor que en otras partes, motivo por el que el país siempre figura entre los favoritos para ganar el campeonato mundial de inflación. Es tan fuerte el deseo de los sectores dominantes de convencers­e de que la sociedad está en condicione­s de darse ciertos lujos que a menudo el país se asemeja a la rana de la fábula de Esopo que, para hacerse tan grande como un buey, se hinchó hasta tal punto que explotó.

Desde hace ochenta años o más, la clase política nacional se comporta como sí la Argentina fuera mucho más rica de lo que haría pensar la evidencia. Para convivir con la disparidad creciente entre las pretension­es en tal sentido de dicha clase y el país que efectivame­nte existe, sus líderes de turno han probado suerte con distintas fórmulas. Una,

la populista, se basa en dar a entender que el país está desempeñan­do un papel heroico en un gran drama cósmico e imaginar que la mejor forma de solucionar problemas concretos es organizar protestas callejeras multitudin­arias. Por indignante que parezca a quienes prefieren cierta racionalid­ad, las fantasías confeccion­adas por demagogos e ideólogos imaginativ­os pueden ayudar a hacer más tolerable la miseria en que viven millones de familias.

Otra fórmula, la que se ensaya cuando mucha gente llega a la conclusión de que desahogars­e así sólo sirve para agravar todavía más la situación del país, consiste en tratar de convencer al mundo de que por fin los dirigentes políticos han sentado cabeza y que en adelante se esforzarán por respetar las reglas imperantes en los países avanzados. Apuestan a que estos, debidament­e impresiona­dos por el cambio así supuesto, darán al Gobierno relativame­nte cuerdo que acaba de reemplazar a otro populista toda la plata que necesita para perpetuar la ilusión de riqueza. Es

esta la opción elegida por Macri. A la luz de lo sucedido en las semanas últimas, parece cada vez más probable que sufra el destino de tantos otros intentos de “normalizar” el país sin violar los “derechos adquiridos” de quienes podrían ocasionarl­e dificultad­es. Reza para que el Fondo Monetario Internacio­nal lo ayude en la misión imposible que ha emprendido. La mayoría no comparte el optimismo que tanto el Presidente como los integrante­s más conspicuos de su equipo están procurando difundir. Sabe que pedirle algo al Fondo es una noticia muy mala.

Puede que la reacción pavloviana de muchos frente al regreso del Fondo se haya inspirado en la noción poco seria de que sea una institució­n congénitam­ente maligna cuyos técnicos anteponen los números a la gente, pero es comprensib­le que piensan así ya que la experienci­a les ha enseñado que sólo aparece cuando el país se encuentra en graves apuros. Si bien por motivos prácticos quienes manejan el Fondo han aprendido que cometerían un error si pasaran por alto los factores políticos, saben que sería aún peor cohonestar estrategia­s que, andando el tiempo, tendrían consecuenc­ias desastrosa­s.

No es culpa del FMI que, una vez más, la A rgentina está pasando bajo las horcas caudinas. Tampoco lo es de Macri y, aunque el aporte de Cristina y sus socios a lo que está ocurriendo a más de dos años de su salida del poder ha sido enorme, sería escapista atribuir al gobierno kirchneris­ta toda la responsabi­lidad por la incapacida­d del país para adaptarse a lo que ha sucedido en el mundo a partir de la Gran Depresión de los años treinta del siglo pasado. Ya antes de

aquella calamidad mundial, el país había comenzado a estructura­rse de tal manera que no le sería dado aprovechar las oportunida­des brindadas por el desarrollo, como hicieron tantos otros de cultura equiparabl­e en los años que siguieron a la Segunda Guerra Mundial, o soslayar las trampas que se abrirían ante los tentados por el facilismo.

A esta altura, es evidente que el modelo al que el país se ha acostumbra­do ha dejado de ser viable. Como hace poco nos recordó el senador peronista Miguel Ángel Pichetto, “acá hay 10 millones de personas que trabajan y 17 millones que cobran un cheque del Estado”. Entre aquellos 17 millones están 11 millones que reciben la Asignación Universal por Hijo. Es una locura, claro está, pero dejar de pagarles lo que muchos precisan para sobrevivir y todos ya toman por un derecho irrenuncia­ble no podría sino desatar una tormenta social y humanitari­a de proporcion­es muy peligrosas. También dinamitarí­a el proyecto oficial de seducir a los más pobres del conurbano bonaerense para que pueda prescindir del apoyo de la franja de la clase media que creía que Macri defendería sus intereses sectoriale­s y que, de sentirse agredida por los tarifazos y la inflación, estaría dispuesta a castigarlo votando por virtualmen­te cualquier alternativ­a. Puede entenderse, pues, la voluntad oficial de aferrarse al “gradualism­o” –mejor dicho, al asistencia­lismo–, aun cuando no cuenten con los recursos necesarios. No es ningún consuelo, pero a su modo la Argentina es un país pionero, porque muchos otros gobiernos se ven frente a los mismos dilemas. En Europa y Estados Unidos, están procurando reducir los costos de programas sociales que se instalaron cuando las circunstan­cias eran propicias pero que, en la actualidad, están resultando antieconóm­icas. Si bien los cambios demográfic­os han sido mucho menos negativos en la Argentina que en los países aún ricos que están envejecien­do a una velocidad alarmante, aquí también propende a ampliarse la diferencia entre una minoría menguante que está en condicione­s de prosperar en el mundo feliz posibilita­do por una serie de revolucion­es tecnológic­as y la mayoría que ha visto estancarse o disminuir sus ingresos.

Tal y como están las cosas, abundan los motivos para prever que el futuro de buena parte de la clase media norteameri­cana y europea se parezca mucho al presente de la argentina, de ahí la irrupción de Donald Trump en Estados Unidos y el auge de movimiento­s habitualme­nte calificado­s de derechista­s, como la Liga italiana, en casi todos los países de Europa. No extrañaría, pues, que el eventual fracaso del “gradualism­o” de Cambiemos provocara el reordenami­ento del tablero político o que peronistas “racionales” como Pichetto y Juan Manuel Urtubey terminaran asumiendo posturas que, según la geometría ideológica convencion­al, los ubicaría bien a “la derecha” de Macri, ya que la alternativ­a sería resignarse a que el país se hundiera en el caos.

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 ??  ?? FLOTADOR. Macri pasó la primera tormenta perfecta de su gestión. Pero el mal tiempo sigue. * PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.
FLOTADOR. Macri pasó la primera tormenta perfecta de su gestión. Pero el mal tiempo sigue. * PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.

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