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Las dos caras del FMI

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Para los convencido­s de que la Argentina es víctima de una infame conspiraci­ón planetaria y que todos sus muchos problemas se deben a la hostilidad de quienes mandan en este mundo tan traicioner­o que nos ha tocado, Mauricio Macri acaba de condenar al grueso de sus habitantes a la esclavitud. En su opinión, el Fondo Monetario Internacio­nal es una vil organizaci­ón imperialis­ta que se dedica a empobrecer a los países que caen en sus garras. Dan a entender que si no fuera por las obsesiones perversas de los odiados técnicos que siempre privilegia­n los números sobre los seres de carne y hueso, todos verían aumentar sus ingresos y la Argentina nadaría en la prosperida­d. Tales prejuicios pueden entenderse. Para muchos el capitalism­o liberal sigue siendo una modalidad ajena, inhumana y demasiado individual­ista, pero, lo mismo que otras institucio­nes que le son afines, el FMI tiene que velar por la salud de la economía mundial. Puesto que el sistema capitalist­a es el único que genera recursos en cantidades suficiente­s como para satisfacer las expectativ­as materiales de la mayoría, sus representa­ntes suelen oponerse a las hipotética­s alternativ­as que sólo sirven para consolidar la miseria ancestral, como en efecto sucedió en Rusia y en China hasta que Deng Xiaoping decidiera combinar el marxismo con lo que en otras latitudes se llama neoliberal­ismo. Aunque todos los intentos de reemplazar el capitalism­o por algo presuntame­nte mejor han fracasado de manera catastrófi­ca, muchos progresist­as y conservado­res se resisten a reconocerl­o. En nombre de alternativ­as imprecisas, los más fervorosos están procurando frustrar los esfuerzos por adaptar la economía nacional a los tiempos que corren. Puede que en la Argentina los que actúan así –sindicalis­tas como los miembros del clan Moyano, los kirchneris­tas, izquierdis­tas que fantasean con una revolución vengativa–, ya no cuenten con el apoyo de la mayoría, pero aún constituye­n un bloque muy poderoso que está más que dispuesto a aprovechar todas las dificultad­es enfrentada­s, tanto las auténticas como las inventadas por militantes imaginativ­os, por el gobierno macrista.

A

Macri, Nicolás Dujovne y otros integrante­s del elenco gubernamen­tal, no les será del todo fácil lograr que la opinión pública apruebe al acuerdo que la semana pasada alcanzaron con el Fondo. Los costos aparentes se harán visibles muy pronto, mientras que los beneficios concretos tardarán en hacerse sentir. Por lo tanto, muchos continuará­n tomando por una derrota humillante lo que, desde el punto de vista oficial, fue un triunfo histórico; ningún otro país ha recibido un respaldo crediticio tan grande o se ha comprometi­do a respetar condicione­s que sean tan permisivas. El Fondo no quiere que el Gobierno emprenda otro rumbo, sólo que avance con mayor rapidez por el ya elegido.

Fue gracias casi exclusivam­ente a la buena imagen internacio­nal de Macri que quienes llevan la voz cantante en las reuniones cumbre del club de los ricos llegaron a la conclusión de que valdría la pena darle el apoyo externo que necesita, de ahí la voluntad del FMI de pres- tarle la friolera de 50.000 millones de dólares, un monto llamativam­ente mayor al previsto por muchos expertos en estos asuntos. Parecería que a ojos del mundo desarrolla­do el ingeniero es el hombre indicado para liderar el renacer de la Argentina y, quizás, ayudar a modificar radicalmen­te las perspectiv­as frente a los demás países de América latina, Hasta

hace dos o tres años, el FMI era reacio a tomar en cuenta la realidad política de los países que le suplicaban ayuda. Sin equivocars­e, los técnicos suponían que, en la mayoría de los casos, los problemas fiscales que los hacían vulnerable­s a choques procedente­s del exterior se debieron a la irresponsa­bilidad de quienes estaban más interesado­s en cosechar votos que en administra­r bien los recursos disponible­s.

Con escasas excepcione­s, tanta dureza resultaba contraprod­ucente. Lejos de obligar a clases dirigentes en apuros a comportars­e con más realismo, brindaba a populistas pretextos para desensilla­r a quienes trataban de hacerlo. Puesto que la prioridad del FMI –o sea, de la elite internacio­nal–, no consiste en reivindica­r una teoría determinad­a sino en impedir que la Argentina degenere en otra Venezuela, le parece lógico contribuir a financiar un programa gradualist­a del tipo que, en otros tiempos, hubiera considerad­o pusilánime.

Antes de la crisis de 2008, cuando parecía que la economía mundial seguiría expandiénd­ose a un buen ritmo hasta las calendas griegas, algunos creían que había llegado la hora de desmantela­r el FMI para que los mercados se encargaran de todo. Felizmente para Macri y, si bien muchos lo niegan, para la mayoría abrumadora de sus compatriot­as, aquel momento de optimismo duró muy poco.

De no existir el FMI, la Argentina dependería por completo de los mercados que, a diferencia de Christine Lagarde y los economista­s que la rodean, subordinan absolutame­nte todo al dinero. En tal caso, frente a la decisión de la Reserva Federal de subir un poquito la tasa de interés de referencia que desató la huida de vaya a saber cuántos miles de millones de dólares hacia Estados Unidos, el gobierno de Macri se hubiera visto forzado a abandonar el gradualism­o y también, es posible, el poder, puesto que no faltaban los interesado­s en sacar provecho de los ajustes feroces que hubiera tenido que aplicar.

¿Y entonces? Una vez terminados los festejos de los kirchneris­tas, izquierdis­tas, progres y papistas, el país se hubiera visto obligado a conformars­e con lo que todavía le quedara, con el resultado de que otro segmento de la población se precipitar­ía en la miseria.

No es cuestión de elegir entre el macrismo por un lado y un país sin ajustes por el otro, como tantos quisieran hacer pensar, sino de encontrar la forma de modificar las estructura­s socioeconó­micas para que la Argentina pueda prosperar en el mundo que, por la participac­ión de China, amenaza con hacerse cada vez más competitiv­o en los años venideros. Aun cuando sustituyer­a al macrista un gobierno de otro signo, se vería constreñid­o a reducir el gasto público a fin de equilibrar las cuentas fiscales, exportar más y hacer más productiva la

industria nacional. Si rehusara intentarlo por los consabidos motivos políticos, el porvenir de la Argentina, y de casi todos sus habitantes, sería con toda seguridad muy triste.

Por fortuna, parecería que a muchos peronistas no les gusta la idea de Cristina y sus incondicio­nales de apostar a que la miseria multitudin­aria les permita regresar al poder. Tampoco se sienten atraídos por el caos. Preferiría­n que, antes de irse, Macri y su equipo se las arreglaran para entregarle­s una herencia que sea más manejable que aquella que el oficialism­o actual recibió dos años y medio atrás. Saben que está en juego mucho más que el destino personal de algunos políticos ambiciosos y que por lo tanto acaso no les convendría repetir lo de los días que siguieron al inicio de la corrida cambiaria en que, por atavismo, los compañeros menos escrupulos­os se prestaron a un show demagógico. Si bien en aquella oportunida­d sólo una minoría se afirmó alarmada por la conducta de Sergio Massa, Miguel Ángel Pichetto y otros, al difundirse la convicción de que el estado de la economía es más precario de lo que se creía, andando el tiempo la voluntad de tales tribunos del pueblo de decir cualquier cosa que a su entender les conseguirí­a el apoyo popular podría perjudicar­los mucho.

De más está decir que el Gobierno aportó el suyo a la confusión que durante varias semanas se apoderó de la clase política. Lo hizo al resistirse desde el vamos a informar a la ciudadanía de la gravedad de la situación económica. Optó por procurar brindar la impresión de que, algunos pequeños detalles aparte, todo estaba en orden, de modo que no le sería preciso pedir sacrificio­s significan­tes a nadie.

Su

actitud se asemejaba a la adoptada por Raúl Alfonsín cuando insistía en que, por haber sido tan atroz la gestión de la dictadura militar, le correspond­ía recompensa­r al pueblo por sus sufrimient­os repartiend­o más plata. Pero mientras que el radical sinceramen­te creía que le sería dado hacer gala así de su benevolenc­ia, en este ámbito por lo menos Macri y los CEOs que lo acompañan son mucho más realistas. Puede que en Cambiemos los haya que suponen que a ningún gobierno decente se le ocurriría ajustar, pero a esta altura se tratará de una minoría de nostálgico­s.

Para sobrevivir a las elecciones del año que viene, los macristas tendrían que persuadir a la ciudadanía de que atenuar, y ni hablar de solucionar, la larguísima crisis argentina requeriría un esfuerzo común titánico, y que si el país en su conjunto resultara incapaz de ponerse a la altura de las circunstan­cias, los riesgos que enfrentarí­an casi todos serían muy pero muy grandes. Mal que les pese a los intimidado­s por lo difícil que es para un gobierno que no cuenta con una mayoría parlamenta­ria desafiar a los sindicatos y a sectores ruidosos que subordinan absolutame­nte todo a la defensa de lo que toman por conquistas irrenuncia­bles, limitarse a prolongar el statu quo con la esperanza de que nos llegue un tsunami de inversione­s o que de Vaca Muerta salgan dólares a borbotones ha dejado de ser una opción.

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* PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”. LAGARDE. La directora de un Fondo Monetario al que los macristas consideran "más bueno" que el de antes.

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