Magia norteña
Una caminata por la Quebrada de Humahuaca acompañados por su animal emblema.
Caminar
es la mejor manera de descubrir un destino. Sobre todo si el andar se está acompañado por gente del lugar dispuesta a compartir tiempo con los viajeros; sus historias, el día a día de sus vidas, más allá de un libreto de promoción turística. Salir en una caravana con llamas por las serranías de la Quebrada de Humahuaca, guiados por Adela, es un viaje de inmersión en la cultura jujeña. Un ejercicio de templanza y de descubrimientos entre el cielo y la tierra.
La aventura arranca en el corral donde están los animales en Tilcara, pasando el puente que acerca al famoso Pucará. Los pequeños grupos de caminantes reciben allí las primeras instrucciones sobre cómo conducir a las llamas, dóciles y encantadoras, que desde hace cuatro mil años asisten a las poblaciones andinas como animales de carga, porque sus cuerpos no resisten la monta.
Cada una tiene nombre y personalidad propia. Sólo hay que armar pareja con una de ellas, ubicarse delante y sostener la soga que las enlaza, para integrar la hilera peregrina.
Los itinerarios son muchos, de diferente duración y dificultad (caravanadellamas.com.ar) Pueden ser de medio día, de día entero e incluso de varios, pernoctando en parajes de altura, lejos del ruido y cerca de las estrellas. Por la Garganta del Diablo tilcareña, el valle de Maina- rá, las Salinas Grandes o el mítico Camino de la sal, que era utilizado por familias salineras: con ayuda de tropas de burros intercambiaban sus cargas de sal y animales por frutas de la Quebrada de Humahuaca. La travesía hoy insume tres días, en los que se toma contacto con gente de diferentes comunidades de la Puna como las de Pozo Colorado, Carrizal y los Colorados.
Pero las caminatas más cortas tienen lo suyo. A cada paso el entorno se reinventa con sus cerros de colores sorprendentes, sus vientos cambiantes y el sol y las nubes pintando sombras. Las llamas van mostrando su temple y sus costumbres y Adela admite que de tanto convivir con ellas le resultaría imposible comer su carne como lo hacen, sobre todo, los turistas deseosos de exotismos gastronómicos. A medio andar, una parada impone soltar a las llamitas que se desplazan sin apuro y descansan en ese reparo amesetado en la altura que eligió nuestra anfitriona. Alrededor, sólo cerros maravillosos de verdes, ocres y amarillos. Y Adela entonces, sorprende una vez más, cual Aladino puneño. Invita a vaciar las alforzas de nuestras compañeras de viaje y en minutos estamos, sillas plegables mediante, en torno a una mesa con mantel y delicias locales: tomates cherrys, bananas disecadas, frutas secas, pan casero, embutidos, tarta de quinoa, vino y un memorable queso de cabra hecho por la mamá de Adela en su lugar en el mundo, de donde nadie la mueve: un paraje mucho más alto y solitario del que alberga nuestro picnic norteño. Lo que resta es desandar el camino que nos devuelve a Tilcara. Con la promesa de pronto, volver por más.