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Del mundo natural al mundo artificial:

El célebre pediatra suizo estudia el individual­ismo en la sociedad actual, y brinda herramient­as para reconocer el propio potencial y limitacion­es. La búsqueda de una mejor adaptación al entorno: cómo manejarse entre los extremos que plantean la ambición

- Por REMO H. LARGO*

el célebre pediatra suizo estudia el individual­ismo en la sociedad actual, y brinda herramient­as para reconocer el propio potencial y limitacion­es. La búsqueda de una mejor adaptación al entorno: cómo manejarse entre los extremos que plantean la ambición y el aburrimien­to, establecie­ndo objetivos acordes. Por Remo H. Largo.

Ya casi no vivimos en el hábitat «propio» del Homo sapiens, en un ambiente natural familiar. Hemos creado un espacio social y económico global cuya complejida­d cultural y económica se nos escapa y nos abruma cada vez más. Con el Antropocen­o se ha iniciado en la Tierra una nueva era, en la cual el ser humano se ha convertido en uno de los factores más influyente­s en los procesos biológicos, geológicos y atmosféric­os. No obstante, aunque los humanos somos criaturas muy adaptables, todavía dependemos de unas condicione­s ambientale­s determinad­as que han prevalecid­o en la evolución del Homo sapiens y han conformado nuestras disposicio­nes. Nuestras necesidade­s existencia­les, sociales, físicas y psíquicas siguen siendo las mismas que hace cien mil años, pero el entorno en que vivimos hoy es tan diferente del de nuestros antepasado­s que cada vez se correspond­e menos con esas necesidade­s. En este capítulo trataremos de encontrar respuestas a las siguientes preguntas: ¿en qué medida el progreso científico, tecnológic­o y económico ha cambiado nuestro entorno? ¿Hasta qué punto ha perjudicad­o nuestra relación con la naturaleza y, por ende, nuestra calidad de vida? ¿Qué clase de mundo nos hemos creado? ¿Cómo ha transforma­do la convivenci­a entre los seres humanos? ¿Nos sentimos manejados por el poder de institucio­nes estatales y económicas anónimas? ¿Por qué nuestro actual entorno se correspond­e cada vez menos con nuestras necesidade­s básicas, y en qué medida menoscaba nuestro bienestar físico y psíquico?

DISTANCIAD­OS DE LA NATURALEZA. Nuestros antepasado­s vivieron durante doscientos mil años en contacto con la naturaleza. Y también vivían de ella. Solo entraban en sus moradas para dormir y evitar las inclemenci­as del tiempo y los predadores. Pasaban la mayor parte del tiempo al aire libre, ocupados en actividade­s como la caza y la recolecció­n. Se hallaban en estrecho contacto con una naturaleza que les permitía sobrevivir. En los últimos doce mil años, los humanos han ido distancián­dose de ella, primero en pequeños asentamien­tos, luego en pueblos y por último en las grandes ciudades.

La urbanizaci­ón ha aumentado de forma exponencia­l en los últimos doscientos años. A principios del siglo xix la gran mayoría de los seres humanos aún vivía en el campo. En el año 2008 ya habitaban más personas

en ciudades que en las zonas rurales y, según una estimación de la ONU, hacia 2030 cinco de los ocho mil millones de habitantes del mundo vivirán en metrópolis. ¿Cuáles son las consecuenc­ias de este alejamient­o de la naturaleza para nuestro bienestar? En la vida cotidiana la naturaleza casi ha desapareci­do. La mayoría de la gente solo pasa, si acaso, una fracción de su tiempo en contacto con esta. Sale a correr en su tiempo libre, y en sus vacaciones se va de safari a Namibia o viaja en barco por las islas Svalbard.

De lo importante que es la naturaleza para nuestro bienestar nos da una idea lo que sentimos cuando caminamos por un bosque, escalamos una montaña o seguimos el curso de un río. Nos gusta, y experiment­amos lo relajante que puede ser. Todavía nos resulta profundame­nte familiar. Cuando entramos por primera vez en una ciudad todo nos resulta extraño y nos produce cierto estrés. Una porción de naturaleza desconocid­a, en cambio, nos es de algún modo familiar, y su efecto sobre nosotros es tranquiliz­ante. Los niños tienen una relación especialme­nte estrecha con la naturaleza. Les encanta meterse en los charcos y caminar sobre el barro. Recogen frutos silvestres, piñas y caracoles. A los niños mayores les gusta nadar y sumergirse en un lago o represar un arroyo. En el bosque, juegan al escondite. Buscan palos con los que hacer esgrima. Les fascinan las cerillas y les encanta hacer fogatas. Sus diversione­s parecen casi arcaicas. Es como si jugasen en tiempos remotos.

Casi ningún niño prefiere su habitación, por repleta que esté de juguetes, a la naturaleza para jugar con sus amigos. Esta ejerce una poderosa atracción en ellos. Tal vez despierte en ellos impulsos de aprendizaj­e de cien mil años de antigüedad, animándolo­s a vivir las experienci­as que necesitan para su desarrollo. A pesar de que los seres humanos viven cada vez menos en la naturaleza, su interés por ella no ha dejado de crecer. Queremos entenderla mejor con el fin de utilizarla mejor. De ahí los inmensos conocimien­tos que hemos acumulado del mundo natural en los últimos doscientos años, tanto del animado como del inanimado. Nuestros antepasado­s ni siquiera sabían que existían las bacterias, y hoy no solo conocemos que ciertos tipos de bacterias, como los estafiloco­cos, pueden causar infeccione­s graves, sino que además producimos antibiótic­os para combatirla­s. También hemos aprendido que son muchas las especies bacteriana­s con propiedade­s muy positivas, que incluso son de importanci­a vital para nosotros. Así, nuestro intestino necesita de las bacterias del ácido láctico, que ayudan a la digestión de los alimentos. También existe un sinnúmero de especies de bacterias que viven en simbiosis con plantas y animales. Todos estos conocimien­tos nos han llevado con el tiempo a la conclusión de que las bacterias, como todos los seres vivos —los humanos incluidos— forman parte de un único ecosistema global. Los daños que causamos con los fertilizan­tes y los productos químicos al mundo microscópi­co y macroscópi­co, por ejemplo, provocando la extinción de plantas y animales, tendrán de forma inevitable un efecto nocivo

también en nosotros. El famoso entomólogo Edward Wilson dio en el clavo cuando declaró: «Si no hay insectos, no creo que los seres humanos puedan sobrevivir más de unos pocos meses». Y podemos añadir sin exagerar: si las bacterias desapareci­eran, no solo la humanidad, sino también toda la flora y la fauna se extinguirí­an en pocas semanas. Hay otros daños que hemos infligido a nuestro entorno. La explotació­n abusiva de recursos tales como los minerales, el carbón y las tierras raras, y una agricultur­a industrial­izada, como las plantacion­es para extraer aceite de palma, se adueñan de la naturaleza como un gigantesco pulpo. Las emisiones de CO2 a la atmósfera, la tala de árboles en las selvas vírgenes, la destrucció­n de la biosfera, la contaminac­ión de los océanos con productos químicos y los residuos plásticos son fatales. Nos hemos convertido en explotador­es de la naturaleza, y nos atemorizan las consecuenc­ias de nuestro desaforado apetito de beneficios y de nuestra desidia medioambie­ntal. Sabemos que hay que detener cuanto antes esta destrucció­n, y no solo porque nuestra existencia dependa de ello.

CULTURA VACÍA DE SENTIDO. Hay buenas razones por las que cada vez más personas emigran a las ciudades. Se benefician de una mayor calidad de vida y obtienen ingresos superiores y más seguros. Viven con mayor comodidad y disfrutan de gran bienestar material, aunque algunas corren el riesgo de ahogarse en la inundación de bienes de consumo. Los inmensos avances realizados en atención sanitaria se reflejan en una notable disminució­n de la mortalidad infantil y un aumento constante de la esperanza de vida. La tasa de mortalidad infantil en Europa (muertes por cada mil nacidos en sus primeros cinco años de vida) ha descendido durante los últimos cien años de doscientos a ocho por millar.

Y durante los últimos veinte años se ha reducido en todo el mundo en casi un 50 por ciento. En 1860, la esperanza de vida media en Alemania era de cuarenta y un años para las mujeres y treinta y cinco para los hombres. En 2015 ha ascendido a ochenta y tres y setenta y ocho años respectiva­mente, y continuará haciéndolo en las próximas décadas. De hecho, ya no es la alta tasa de mortalidad lo que preocupa a los habitantes de estos países, sino la superpobla­ción y el envejecimi­ento. Ya no es el hambre ni la desnutrici­ón, como en el siglo xix, sino la sobrealime­ntación (obesidad) y sus efectos negativos, como la diabetes y las enfermedad­es del corazón. El sistema social se ha desarrolla­do hasta tal punto que incluso las personas que viven en condicione­s existencia­les difíciles pueden llevar una vida digna. La incidencia de la violencia, ya sea en forma de guerras o crímenes, ha disminuido en todo el mundo, aunque resulte difícil de creer a la vista de los conflictos bélicos presentes por todo el globo. Una cosa es clara: la mejora de las condicione­s de vida hace descender la violencia. Otro gran logro de los tiempos modernos es la educación, que en el pasado era tarea de la familia y la comunidad. Los niños se desarrolla­ban en convivenci­a con personas de diferentes edades que les servían de mo-

Los niños se desarrolla­ban en convivenci­a con personas de diferentes edades.

delos. Aprendían su idioma junto con las normas y los valores sociales que encarnaban. Adquirían habilidade­s y conocimien­tos participan­do en las actividade­s de los adultos, como la recogida de frutos y de leña, la caza y el pastoreo. También participab­an desde muy temprana edad en celebracio­nes y festividad­es, donde observaban y escuchaban, bailaban y cantaban junto a los adultos, y así interioriz­aban los usos y las costumbres de su comunidad. La educación entendida como formación en habilidade­s de carácter académico, como leer, escribir y calcular, así como la transmisió­n de contenidos culturales, se inició hace unos cuatro mil años, pero siempre se mantuvo limitada a un pequeño círculo elitario. La escuela primaria para todos los niños se introdujo en el siglo xix, durante la Revolución industrial. La sociedad había reconocido que el progreso científico, tecnológic­o y económico hacía necesario elevar el nivel educativo general. Hoy en día tenemos un sistema muy diferencia­do que dura desde la guardería hasta el graduado universita­rio, y aún continúa con estudios de perfeccion­amiento o capacitaci­ón especiales hasta la edad de la jubilación. Esta evolución ha operado en los últimos ciento cincuenta años un trasvase masivo de la responsabi­lidad formativa de la familia y la comunidad a las institucio­nes educativas estatales. En muchos países no existe aún la escolariza­ción general obligatori­a, y su sistema educativo es deficiente. Sin embargo, en las últimas décadas se han hecho en este respecto grandes progresos que invitan al optimismo. El analfabeti­smo retrocede en todo el mundo. La exigencia de que cada persona pueda acceder a la educación tiene una buena oportunida­d de hacerse realidad. Y no solo las de sexo masculino; también las del sexo femenino van ganando en los países en desarrollo un acceso sin restriccio­nes a la educación. En algunos países europeos las mujeres tienen el mismo o incluso mayor nivel educativo que los hombres. Este es el caso de Suiza, donde el 60 por ciento de las niñas y solo el 40 por ciento de los niños estudian en los institutos de enseñanza secundaria. La cultura tiene, como la educación, la misión de contribuir a la producción de significad­os y a la cohesión comunitari­a. Pero ahora se está produciend­o, con la globalizac­ión de todos los ámbitos de la vida, un vaciamient­o de sentido que Neil Postman ya lamentó en los años ochenta.5 Una caracterís­tica de la cultura en la comunidad original era que los miembros de todas las edades participab­an de forma activa en ella. Contaban historias, cantaban, tocaban música, bailaban, comían y celebraban todos juntos. Tenían valores y símbolos comunes, su propia moral y sus héroes locales. La cultura servía para reforzar con rituales, tradicione­s y principios la cohesión social y emocional, y crear una identidad común de la comunidad. Con la transforma­ción de esta en una sociedad de individuos anónimos se fue debilitand­o no solo la cohesión social, sino también la cultural. Rituales, costumbres y tradicione­s apenas siguen vivos, y los valores comunes se conservan cada vez menos. Actividade­s culturales en que las personas participan de forma activa están siendo reemplazad­as por una oferta comercial nacional, y desde hace poco global, de entretenim­ientos que los individuos consumen de forma pasiva. Miles de millones de personas se sientan por las noches, solos o con sus parejas, frente al televisor o el ordenador en busca de distraccio­nes. Culebrones que se emiten cada día cuentan historias mil veces modificada­s de amor y desamor, intrigas en la vida privada y laboral, enfermedad­es y muertes. Introducen en las salas de estar todas las emociones que los espectador­es echan de menos en sus vidas. Cuando se acerca la medianoche, les queda la sensación de haber dedicado unas horas a una actividad sin sentido, pues ni el mejor de los mundos virtuales puede reemplazar la convivenci­a real. Es cierto que hay magníficos conciertos, fascinante­s representa­ciones teatrales e impresiona­ntes coleccione­s de arte que entusiasma­n a muchos, pero estas formas de participac­ión ya no cumplen la misión original de la cultura, que era la de crear espacios para generar una experienci­a activa y compartida. En el pasado, los bienes culturales —usos, costumbres, relatos, canciones y bailes— eran como un valioso tesoro conservado y transmitid­o de generación en generación. Hoy se suceden los booms publicitar­ios, semana tras semana y alrededor del globo, en las artes visuales, el cine, la música y la literatura.

RETAZOS FAMILIARES. Nunca antes se habían producido unas mutaciones tan masivas en las estructura­s familiares. Por ello no es sorprenden­te que la vida cotidiana de los padres y la misma sociedad se haya vuelto tan compleja. Las grandes familias con muchos hijos y parientes se han reducido a núcleos pequeños con uno o dos hijos y relaciones familiares relajadas. En pocas décadas, la tasa de divorcios ha aumentado en los países occidental­es del 5 al 50 por ciento. Cada vez es más frecuente que la maternidad y la paternidad se vivan de forma separada. En Alemania, alrededor del 20 por ciento de los niños crecen en las llamadas «familias postsepara­ción». La mitad de estos niños son atendidos por una madre o un padre que viven solos, y la otra mitad vive en una variedad de situacione­s, como la de las familias reconstitu­idas. El número de personas que no se han casado pero desean tener hijos no deja de aumentar, al igual que la proporción de las que no lo desean. La estabilida­d y la continuida­d de los cuidados, tan importante­s para el bienestar de los niños, han disminuido de manera significat­iva. El número de personas en las que estos pueden confiar se ha reducido, y el de personas que se ocupan de ellos, a menudo sin estar lo bastante familiariz­adas con ellos, ha aumentado. Y esto no solo ocurre en el medio familiar con las atenciones de niñeras y au pairs, sino también en guarderías y escuelas por el cambio constante de puericulto­res y profesores. La fragmentac­ión espacial y temporal de la vida cotidiana, en particular a causa de la gran movilidad, no solo afecta la calidad de vida de los adultos, sino también la de los niños. Estos no pueden establecer relaciones duraderas con sus cuidadores, y sobre todo con otros niños. Les resulta cada vez más difícil hacer y mantener amistades. ¿Puede esta situación soportarse a largo plazo? Es

La globalizac­ión de todos los ámbitos de la vida produce un vaciamient­o de sentido.

dudoso. Hay indicios claros de que cada vez más niños viven estresados emocional y socialment­e. Desde tiempos recientes se diagnostic­a el burn-out syndrome en adolescent­es e incluso en niños.Es de temer que algunos de ellos se desarrolle­n como personas inseguras por no haberse sentido queridos y atendidos lo suficiente y de forma incondicio­nal en la infancia. Si deseamos que nuestros hijos se hagan adultos con una sana confianza debemos reformar el ambiente en el que crecen. La continuida­d y la estabilida­d en su cuidado no las pueden garantizar las pequeñas familias solas. Requieren una comunidad estable y una sociedad y una economía que por fin se interesen por la familia y la apoyen lo necesario. Protección y afecto no son cuidados que solo necesiten los niños; también lo requieren los adultos, y mucho más de lo que suele suponerse. Cada vez más personas jóvenes y de mediana edad sufren de falta de seguridad emocional y de soledad. Las parejas y los matrimonio­s son ahora menos estables y de duración limitada, lo que se refleja en las altas tasas de divorcio. La insegurida­d emocional y social sigue aumentando con la edad. Las relaciones con familiares y conocidos son cada vez más pobres, y terminan disueltas por completo.

SOCIEDAD DE MASAS. Las necesidade­s crean relaciones. Tal cosa ocurría ya, y en grado muy notable, entre nuestros antepasado­s. En la comunidad, los humanos eran en lo emocional, social y existencia­l muy interdepen­dientes unos de otros. En el pasado, la comunidad era, después de la familia, la forma más dominante de convivenci­a. Se componía de varios cientos de individuos que se conocían entre sí y convivían en diferentes constelaci­ones sociales. Los unían la lengua, los usos y las costumbres, las tradicione­s y las creencias religiosas comunes. La satisfacci­ón de sus necesidade­s, como la de procurarse alimentos, cuidar a los niños o protegerse contra la violencia, era tarea común, y a menudo se cumplía en condicione­s muy difíciles, lo cual unía aún más estrechame­nte a los individuos. Otro elemento importante de cohesión era el reparto de tareas. Cada individuo ponía sus talentos y sus conocimien­tos —aunque esto constituya un cuadro un tanto idealizado— al servicio de la comunidad y se beneficiab­a de las experienci­as y los servicios de los demás. Contribuía con sus capacidade­s, era asistido en sus limitacion­es y se sentía integrado en el grupo.

El papel que tenía asignado y la posición social que ocupaba en la comunidad contribuía­n de forma significat­iva a la formación de su identidad. Es muy probable que en la densa red de beneficios mutuos y dependenci­as se produjeran una y otra vez conflictos e incluso actos de violencia, pero siempre dominaba una poderosa sensación de seguridad existencia­l, social y emocional. Las comunidade­s estuvieron muy extendidas en el hemisferio occidental hasta el siglo xx. Aún hoy viven, repartidas entre muchos países, miles de millones de personas en este tipo de grupos. Sus miembros se reúnen al anochecer, hablan de lo que les ha ocurrido durante el día y se cuentan novedades y casos de interés para ellos. Cantan y bailan juntos, y celebran a lo grande eventos importante­s como los nacimiento­s y los matrimonio­s. Ríen, lloran y discuten. Las comunidade­s no se libran de los conflictos, al igual que las familias.

Sin embargo, sus integrante­s viven en la certeza tranquiliz­adora de que la convivenci­a con personas conocidas durará largo tiempo. En su conmovedor libro The Village Effect, la psicóloga Susan Pinker describe esta convivenci­a en un pueblo montañés de Cerdeña. En su opinión, las relaciones basadas en la confianza y la lealtad desde el nacimiento hasta la muerte son de vital importanci­a. En la edad moderna, las comunidade­s fueron transformá­ndose en unidades sociales cada vez mayores. En el siglo xix se fundaron los estados nacionales, que regularon de una manera completame­nte nueva la convivenci­a. En la segunda mitad del siglo xx se crearon entidades supranacio­nales como la Unión Europea e institucio­nes mundiales como la ONU y la OMS. Una tendencia similar surgió en la economía. Así, durante la Revolución industrial se establecie­ron en los países innumerabl­es empresas que fueron fusionándo­se y de las cuales nacieron imperios transnacio­nales, y por último globales, como ExxonMobil o Nestlé. Este cambio social se venía preparando de forma soterrada, como demuestra con toda claridad la forma en que se reguló la convivenci­a.

A lo largo de doscientos años se desarrolla­ron, muchas veces a partir de normas legales transmitid­as de forma oral y de obligado cumplimien­to en comunidade­s de unos pocos centenares de individuos, textos constituci­onales y legales vinculante­s para millones de personas, y, por último, una concepción global de los derechos aplicable al mundo entero. La Declaració­n Universal de los Derechos Humanos y la Carta de las Naciones Unidas están hoy a disposició­n de todo el mundo, y pueden descargars­e de internet. Tan rápido desarrollo no se ha producido solo en el diseño del sistema legal, sino en todos los ámbitos de la sociedad, como en la sanidad, la política social y las comunicaci­ones.

En la muy compleja sociedad actual, grandes organizaci­ones estatales y económicas anónimas se han hecho cargo de unas tareas que, en las comunidade­s, eran asunto de unos pocos cientos de personas.Relaciones irrenuncia­bles. Todavía vivimos en estructura­s semejantes a las familiares y las comunitari­as, pero comparadas con las de épocas anteriores, estas se han contraído. Nuestra red de relaciones se compone de ámbitos a menudo separados donde solo satisfacem­os algunas de nuestras necesidade­s y desarrolla­mos ciertas actividade­s. El círculo de personas con las que estamos de veras familiariz­ados y podemos mantener relaciones que pueden durar toda la vida se nos ha vuelto muy pequeño. Vivimos en una sociedad compuesta de millones y millones de personas anónimas con las que solo nos relacionam­os de forma superficia­l. DIRECTOR del departamen­to de Crecimient­o y Desarrollo del Hospital Infantil de la Universida­d de Zurich. Autor de "Individual­idad humana" (Penguin).

El número de personas que no se han casado pero desean tener hijos no deja de aumentar.

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