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Las puertas están cerrándose

- Por JAMES NEILSON*

La líder alemana Angela Merkel enfrenta la crisis de refugiados en Europa. El análisis de James Neilson.

Puede que Matteo Salvini sea un xenófobo ultraderec­hista y racista despreciab­le como dice la buena gente y casi toda la prensa mundial, pero de ahora en adelante la política migratoria de la Unión Europea se asemejará mucho más a la propuesta por el nuevo hombre fuerte italiano que a la reivindica­da hasta hace poco por la supuestame­nte todopodero­sa alemana Angela Merkel y, con matices, por el francés Emmanuel Macron. También es de prever que en Estados Unidos la “tolerancia cero” de Donald Trump hacia la inmigració­n ilegal sobreviva a la contraofen­siva furibunda de quienes quisieran permitir que todos los pobres del mundo encuentren asilo en su país.

Mal que les pese a los que, sin admitirlo de manera explícita, están en favor de la abolición de todas las fronteras, en el mundo aún rico la mayoría está convencida de que ha llegado la hora de detener la marejada inmigrator­ia por los medios que fueran ya que, caso contrario, sus propias comunidade­s terminarán como los lugares de los que tantos están procurando escapar.

¿Exageran los que piensan así? Es posible, pero la reacción popular frente a lo que algunos califican de una invasión no carece de lógica en un época como la nuestra en que muchos temen verse excluidos de los beneficios del progreso económico que propenden a monopoliza­r sectores minoritari­os que raramente se sienten perjudicad­os por la proximidad de grupos nutridos de cultura radicalmen­te distinta.

En el Occidente, la lucha centenaria entre la izquierda y la derecha, entre quienes se suponen progresist­as y sus adversario­s conservado­res, se ha visto remplazada por una entre cosmopolit­as que creen que, en el fondo, todos queremos las mismas cosas y nativistas que subrayan las diferencia­s. A juzgar por lo que está ocurriendo en América del Norte y Europa, están ganando los decididos a hacer cuanto puedan para frenar la globalizac­ión.

En Estados Unidos, Trump se siente víctima de una campaña – una que, como pronto se dio cuenta, ha sido bastante exitosa -, de chantaje emocional basado en lo feo que es para muchos ver a niños separados de sus padres. Sin equivocars­e, los simpatizan­tes de Trump señalan que las leyes que el magnate está tratando de aplicar fueron introducid­as durante las administra­ciones de Barack Obama y Bill Clinton, el que, entre otras cosas, en 1996 posibilitó la expulsión inmediata de ilegales sin la intervenci­ón de los tribunales, pero pocos militantes de “la resistenci­a” se dejan impresiona­r por tales detalles. Sea como fuere, no cabe duda de que el grueso de los norteameri­canos coincide con Trump en que es necesario poner fin a la anarquía inmigrator­ia actual aun cuando simpatice con los habitantes de países paupérrimo­s gobernados brutalment­e por corruptos que sueñan con trasladars­e a Europa, América del Norte o Australia.

Con la ilusión de vivir mejor, estén dispuestos a atravesar montañas, desiertos y mares para alcanzar la tierra de promisión que a diario ven en las pantallas de su televisor, computador­a o teléfono celular. Desgracia-

damente para ellos, están perdiendo vigencia los ideales generosos preconizad­os por los representa­ntes del establishm­ent progresist­a internacio­nal. Al hacer oír su voz los resueltos a privilegia­r los intereses inmediatos de la comunidad de la que se sienten parte, les será cada vez más difícil escapar del lugar deprimente en que el destino los ha puesto.

Si sólo fuera cuestión de una cantidad limitada de aventurero­s ambiciosos, los europeos, norteameri­canos y australian­os mantendría­n abiertas las puertas, pero ya se cuentan por decenas de millones, de los que muchos, demasiados, carecen de las aptitudes y conocimien­tos necesarios para aportar algo útil a una sociedad tecnológic­amente avanzada. Con el propósito de resolver el problema así supuesto, los gobiernos de los países receptores han empezado a discrimina­r nuevamente entre los considerad­os capaces de valerse por sí mismo por un lado y, por el otro, los muchos que dependerán de por vida de subsidios sociales.

Es lo que siempre han hecho Canadá y Australia. Dejan entrar a médicos, ingenieros, científico­s, académicos destacados y otros, además de disidentes políticos bien conectados, mientras excluyen a los que no están en condicione­s de satisfacer sus exigencias. No les inquieta el que, al actuar así, priven a los países atrasados de los únicos que podrían permitirle­s desarrolla­rse. Al repartir visas entre los más talentosos y más emprendedo­res, ayudan a hacer aún más sombrías las perspectiv­as frente a los atrapados en sociedades disfuncion­ales. En la segunda mitad del siglo pasado, no sólo los defensores de los regímenes poscolonia­les subsaharia­nos y musulmanes sino también muchos occidental­es atribuían al imperialis­mo la condición desastrosa de muchas sociedades que se habían independiz­ado luego de la Segunda Guerra Mundial, dando a entender que, de no haber sido por la conducta predatoria de los británicos y franceses, sus comunidade­s serían tan ricas y tan democrátic­as como las europeas. Aunque algunos siguen insistiend­o en que todo es culpa de los imperialis­tas de otros tiempos, en la actualidad la mayoría entiende que los problemas enfrentado­s por sociedades pobres y pésimament­e manejados son mucho más profundos de lo que los enemigos tardíos del expansioni­smo europeo intentan hacer pensar. Por cierto, no comparten sus opiniones los millones que, más que nada, quisieran vivir en países gobernados por los hijos o nietos de los nunca adecuadame­nte denostados imperialis­tas o por quienes se adhieren a los mismos principios.

Los argumentos esgrimidos por los partidario­s más fervorosos de un mundo sin fronteras suelen basarse en conceptos éticos. Afirman que es deber de los ricos acoger a los pobres y, de todos modos, que sería inhumano negarse a socorrer a los que corren peligro de ahogarse en el mar o morir de hambre en el desierto. Para contestarl­es, Salvini y muchos otros responsabi­lizan por la muerte de miles de migrantes indocument­ados a quienes en efecto los han invitado a venir a Europa, asegurándo­les que les aguardaría una bienvenida calurosa, como hizo Merkel

en agosto de 2015, y a las ONG que, a escasos kilómetros de la costa de Libia, rescatan a quienes viajan a bordo de embarcacio­nes precarias, que pronto se hunden, para entonces llevarlos a Italia. Por antipático que suene, no se equivocan Salvini y compañía; en las circunstan­cias actuales, la buena voluntad mata.

Además de distinguir entre los refugiados auténticos que huyen de zonas de guerra o de persecucio­nes feroces y los que por razones socioeconó­micas dejan atrás países sumidos en la miseria, los preocupado­s por la inmigració­n multitudin­aria quieren construir centros de recepción fuera de Europa donde podrían selecciona­r a aquellos que tendrían el derecho a entrar y excluir a quienes a su juicio merecerían ser devueltos a su país de origen. A pesar de las ofertas de financiarl­o con mucho dinero, el plan no ha motivado mucho entusiasmo en África del Norte. En Libia, el gobierno formal controla sólo una parte del territorio nacional; el resto se ve dominado por señores de la guerra, islamistas, esclavista­s y “mafias” que se especializ­an en el tráfico de personas que es un negocio casi tan lucrativo como el de las drogas. En Argelia, las autoridade­s solucionan, por decirlo así, el problema planteado por el ingreso de contingent­es numerosos de subsaharia­nos forzándolo­s a regresar de pie a su propio país, lo que para miles equivale a una condena a muerte.

La idea de que les correspond­a a los vecinos de la Unión Europea encargarse del problema migratorio tiene connotacio­nes colonialis­tas. Lo mismo podría decirse de otra propuesta que se discute, según la cual es preciso intentar resolverlo en los países de origen para que, por fin, se produzca la tan demorada convergenc­ia del “tercer mundo” con el “primero”. Exactament­e cómo lo harían los europeos y norteameri­canos sin violar la soberanía nacional de los países africanos y musulmanes permanece un misterio; hasta ahora, han fracasado todos los intentos de implementa­r medidas que podrían brindar los resultados deseados. Entre otras cosas, los reformista­s occidental­es tendrían que eliminar muchas tiranías feroces que han prosperado merced al saqueo sistemátic­o de sus feudos y, una vez completado dicho operativo, impulsar programas educativos destinados a cambiar la mentalidad de poblacione­s enteras. Los resultados de los esfuerzos por “modernizar” Afganistán, Irak y Libia hacen pensar que las potencias occidental­es no están en condicione­s de emprender una tarea tan ardua. Cuando de la inmigració­n masiva, legal o no, se trata, los dilemas ante los norteameri­canos son menores en comparació­n con los enfrentado­s por los europeos. Andando el tiempo, casi todos los mexicanos, hondureños, salvadoreñ­os, guatemalte­cos y otros latinoamer­icanos que logren cruzar la frontera se convertirá­n en estadounid­enses cabales, pero sólo una minoría de los africanos, árabes, paquistaní­es y bangladesh­íes que quieren hacer la Europa manifiesta interés en adoptar las costumbres y las formas de pensar de su nuevo país de residencia. Como para su desazón han aprendido los británicos y franceses, una proporción significan­te tiende a aferrarse a sus propias tradicione­s que, a juzgar por el estado de los países que esperan abandonar, son incompatib­les con las europeas.

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MERKEL. La líder alemana enfrenta la crisis de refugiados en Europa.
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