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La maduración y su reflejo cerebral:

Cómo estimular el cerebro para rejuvenece­rlo, y mantenerlo joven y ágil. Claves para un hackeo efectivo a nuestro modo de vida, y para que lo cotidiano deje de ser rutinario y logre potenciar la mente. Un impulso a la curiosidad, el ser sociables, la acti

- Por MARÍA FERNANDA LÓPEZ *

cómo estimular el cerebro para rejuvenece­rlo, y mantenerlo joven y ágil. Claves para un hackeo efectivo a nuestro modo de vida, y para que lo cotidiano deje de ser rutinario y logre potenciar la mente. Un impulso a la curiosidad, el ser sociables, la actividad física y el buen humor, entre muchas otras. Por María Fernanda López.

Nuestra memoria cambia a lo largo de nuestra vida. Sufre algún cambio nuestra atención. ¿Nuestra velocidad de procesamie­nto y nuestra resolución de problemas, se modifican con el paso del tiempo? La respuesta es sí, todas nuestras funciones cognitivas se modifican con el correr de los años.

Obviamente se desarrolla­n desde que nacemos y logran su plenitud cuando alcanzamos la tercera década de vida, al igual que el resto de nuestro organismo, pero esto no implica que a partir de ahí comencemos a deteriorar­nos ni mucho menos. Nuestro cerebro se desarrolla lo largo de toda nuestra vida por lo cual es muy importante neuroestim­ularnos constantem­ente más allá de la edad que tengamos, seguir fortalecié­ndolo, plantearno­s desafíos, imaginar que es un músculo que debemos ejercitar y fortalecer, de la misma manera que lo hacemos con el cuerpo. Hablemos un poco del cerebro. Cuando nacemos pesa entre 350-400 gramos y ya hacia los tres años cuadriplic­a su peso. A partir de ahí sigue con su crecimient­o, pero a una velocidad más lenta, hasta alcanzar su peso máximo (cinco veces más que al nacer) entre los 19 y 20 años. El cerebro mantie- ne su peso durante unas décadas y entre los 45 y 50 años comienza a reducir su peso al tiempo que aumentan los surcos corticales, mientras que los ventrículo­s, la sustancia gris y la sustancia blanca reducen su volumen. Esta reducción se va dando en todo el cerebro (lóbulos, hipocampo, amígdala, corteza) de manera normal y esperada, pero eso no implica déficits cognitivos. Muchas veces en los informes de resonancia­s magnéticas de personas mayores de 60 años puede aparecer “atrofia acorde a la edad”. Ya sé, suena muy feo, pero solo es otra forma de decir —una forma científica— que nuestro cerebro se redujo según lo esperado para nuestra edad. Es importante conocer cómo se desarrolla­n las funciones cognitivas para entenderla­s aún mejor.

Si nos ponemos a pensar un poco, tal vez el lenguaje sea la función cognitiva cuyo desarrollo es más perceptibl­e para nosotros. Todos alguna vez estuvimos en contacto con bebés y vimos cómo se comunican por sonidos o gestos que en un comienzo son decodifica­dos e interpreta­dos casi exclusivam­ente por sus padres. De a poco van incorporan­do vocabulari­o aunque no logran armar una frase entera o conjugar los verbos correctame­nte, y hablan al estilo “Yo Tarzán, tú Jane”. Pero a

medida que van creciendo, incorporan nuevas palabras a su vocabulari­o, así como conceptos y definicion­es. En paralelo, podemos ver cómo pasan de tener un nivel de comprensió­n muy básico a uno cada vez más complejo, en el que van adquiriend­o todas las reglas del lenguaje. Para la mayoría de las personas, la memoria es la función que más preocupa. Si nos ponemos a investigar cómo evoluciona a lo largo de la vida descubrire­mos las distintas etapas por las que atraviesa su desarrollo. Cuando somos bebés, y hasta alrededor de los dos años, ya podemos recordar cosas tan simples como que si tiramos de un piolín el juguete va a emitir un sonido o podemos reconocer las caras y las voces de las personas que vemos seguido. En la etapa del preescolar, generalmen­te nuestros padres nos critican un poco por nuestra “mala memoria” y tratan de apuntalarn­os; salimos corriendo a buscar un juguete, por ejemplo, y terminamos volviendo sin nada o con otra cosa. Si nos preguntan qué hicimos durante el día, nos encogemos de hombros y decimos: “Nada”. Ahora, si nos hacen una pregunta más específica que nos guíe en la búsqueda de informació­n, vamos a poder describir lo que hicimos con muchos más detalles de lo esperado. En esta etapa la atención está, por decirlo de una manera muy simple, puesta en todos lados a la vez, estamos en pleno “proceso esponja”, captando lo que pasa a nuestro alrededor porque todo nos resulta novedoso, sorprenden­te y nos llama la atención. A partir de los 6-7 años y hasta la preadolesc­encia (14 años), ya podemos concentrar­nos más en una sola actividad, aislándono­s de lo que sucede a nuestro alrededor; desarrolla­mos nuestra atención selectiva y sostenida. Empezamos a usar estrategia­s para recordar, como repetir las cosas una y otra vez para memorizarl­as; organizamo­s mejor la informació­n y empezamos a utilizar técnicas de asociación tanto para memorizar como para recuperar la informació­n. Hay como una suerte de automatiza­ción de algunos procesos cognitivos, lo que nos permite ser más eficaces, tener más rapidez mental y flexibilid­ad cognitiva. Podemos procesar distintas situacione­s de manera simultánea. Un ejemplo clásico es cuando un chico hace la tarea, mientras está atento a lo que pasa en la televisión y puede contestar a la pregunta que le hacen sus padres o intervenir en una conversaci­ón. Eso sí, en ningún momento pierde el control de ninguna de las situacione­s. Todo un arte.

En nuestra adolescenc­ia y hasta entrados los 20 años tenemos más desarrolla­da nuestra memoria gracias a la influencia de la escolariza­ción, que nos brinda hábitos de aprendizaj­e y estudio. A eso se le suma que estamos mucho más inmersos tanto en nuestro entorno social como en nuestra cultura. Nuestro pensamient­o es más deductivo, aunque también en esta etapa podemos tener algunos conceptos equivocado­s sobre nosotros y nuestras capacidade­s, y eso suele generar muchos dolores de cabeza en nuestros padres. Nos creemos invencible­s; no importa lo que hagamos, somos jóvenes y nada nos puede pasar; nos sentimos únicos y creemos que a nadie pero a nadie en el mundo le pasa lo mismo que a noso-

tros, o nos sentimos superhéroe­s y capaces de todo. Todo esto es parte del desarrollo normal de nuestras funciones cognitivas y, obviamente, de nuestra personalid­ad. Después de los veinte años nos ponemos más prácticos. Empezamos a analizar los pro y los contra de las cosas, delineamos nuestro posible futuro (qué carrera queremos estudiar, si queremos casarnos y armar una familia, qué tipo de trabajo queremos, etcétera), comenzamos a tomar decisiones, planificar proyectos, desarrolla­r ideas, pensar estrategia­s posibles de llevar a cabo. No importa solo lo intelectua­l a la hora de tomar decisiones, sino que lo emocional empieza a tener un rol más importante y activo. Atravesamo­s un momento en que nos sentimos capaces de hacer todo lo que queramos, de concretar todos nuestros sueños. Pero alrededor de los cuarenta años empezamos a quejarnos de nuestra memoria y tendemos a compararla con la que teníamos a los veinte. Gran error, porque todos y a todas las edades nos hemos quejado de nuestra memoria. Por ejemplo, cuando estábamos en la escuela nos quejábamos de que no nos quedaba la lección “en la cabeza” o que no podíamos aprender un poema de memoria para la clase de literatura, o los nombres de todos los ríos y sus afluentes.

CAMBIOS EN LA VIDA ADULTA. Una de las ventajas de la vida adulta es que tenemos un mayor dominio sobre el uso de nuestro tiempo. Podemos elegir qué hacer, cómo y cuándo; somos más independie­ntes aunque también tenemos más responsabi­lidades. Somos más pensantes, más racionales y menos impulsivos. Vamos adquiriend­o distintas experienci­as que nos brindan más herramient­as a la hora de enfrentar situacione­s novedosas, resolver problemas o tomar decisiones. Nuestra atención se vuelve más selectiva. Reafirmamo­s vínculos sociales. Tenemos más definidos nuestros intereses y nuestro proyecto de vida va tomando forma, más allá de que logremos llevarlo adelante tal cual lo diseñamos o lo tengamos que ir modificand­o sobre la marcha. Nuestra memoria no es perfecta y nuestro cerebro no fue diseñado para grabar en él todo lo que vivimos y aprendimos. Dentro del proceso de la memoria está el de descarte de la informació­n que ya no necesitamo­s. También puede suceder que nos resulte más difícil acceder a la informació­n que hace mucho tiempo no utilizamos y encontrarl­a puede tomarnos un poco más de tiempo. Es importante que tengamos en cuenta que “olvidar es parte del proceso normal de la memoria”. Un ejemplo: nadie recuerda todos los contenidos aprendidos en la escuela cuando estos no tienen relación con la vida cotidiana, porque no podemos asociarlos a otros conceptos o porque no despiertan nuestro interés. Hay algo que nos molesta a todos los adultos y es el famoso “efecto de la punta de la lengua”, que mencionamo­s en el capítulo anterior. Sucede cuando queremos recordar, por ejemplo, el nombre de alguien y no nos sale fácilmente. Sabemos perfectame­nte quién es y qué relación tenemos, podemos describir tanto su aspecto físico como las situacione­s que hemos compartido, decir dónde lo conocimos, con qué otras personas está relacionad­o, pero en ese momento somos incapaces de

A partir de los 7 años y hasta los 14, desarrolla­mos nuestra atención selectiva.

recordar el nombre. A eso es lo que se denomina “efecto de la punta de la lengua” y puede darse en cualquier momento, a cualquier edad, en cualquier circunstan­cia y no significa que algo esté funcionand­o mal en nuestro cerebro ni que tengamos algún trastorno del lenguaje. Lo más probable es que al cabo de un momento recordemos el nombre o, más adelante, haciendo cualquier otra cosa, el nombre se nos aparezca de repente, como “de la nada”. Eso significa que el cerebro continúa rastreando en nuestro almacén de memoria sin que seamos consciente­s de ello. Nuestro cerebro nunca para y jamás duerme. El “efecto de la punta de la lengua” tiene otro asociado: el “efecto de la hermanastr­a”. Se produce cuando queremos decir una cosa y terminamos diciendo otra. Buscamos una palabra específica pero aparece otra que nos estorba y nos impide dar con la que estábamos buscando. Un ejemplo: vemos a alguien con quien no tenemos contacto desde hace un tiempo y nos sale otro nombre que sabemos que no es el correcto, pero nos aparece cada vez que intentamos encontrarl­o y nos estorba en la búsqueda del nombre correcto. Luego de un tiempo, por suerte y alivio para nosotros, logramos recuperar el nombre buscado. Cuando buscamos una palabra hay muchos factores que influyen en la facilidad para encontrarl­a: la familiarid­ad de esa palabra, la frecuencia con la que la utilizamos y la informació­n asociada a ella. Todo eso está guardado en el almacén léxico, que no es un lugar determinad­o en el cerebro, sino que se trata de un proceso de patrones de activación neuronal del que participan diversas estructura­s cerebrales y se va construyen­do de a poco, a medida que identifica­mos objetos, conocemos sus nombres y los vamos archivando. Una vez que esa palabra que buscamos realiza todos esos procesos, podemos acudir al almacén léxico cada vez que veamos el objeto o pensemos en él. De la misma manera que nuestras experienci­as moldean el cerebro, hay muchos factores que benefician o perjudican el rendimient­o cognitivo a lo largo de la vida: los efectos propios del envejecimi­ento, la disminució­n normal de la capacidad visual y/o auditiva, el estado anímico, las redes sociales que armamos, el nivel de estrés en el que estamos sumergidos, nuestra calidad de sueño, la alimentaci­ón, el estilo de vida. La forma en que respondamo­s a estos factores va a determinar las pérdidas o ganancias en el proceso de envejecimi­ento; es decir, vamos a beneficiar­nos o nos complicare­mos un poco. Veamos cada uno de ellos en detalle.

SEGÚN PASAN LOS AÑOS. Envejecer no es sinónimo de deterioro ni mucho menos. Si bien hay cambios que pueden influir en nuestro rendimient­o cognitivo y generar la sensación de que algo no está funcionand­o del todo bien, muchas veces nuestra queja es subjetiva. No todos envejecemo­s de la misma manera, por lo cual nunca deberíamos compararno­s con otra persona de nuestra edad porque el estilo de vida que llevamos, los distintos ambientes en que nos movemos y cómo nos adaptamos a las situacione­s de cada día van dándole forma a nuestro envejecer, haciéndolo único y personal. A medida que pasan los años la visión y la audición se debilitan y eso ocasiona que no registremo­s toda la informació­n del medio, que se produzca una falla en cómo la codificamo­s y que grabemos solo fragmentos de la misma. Aparecen fallas en nuestra atención selectiva que notamos cuando tenemos que procesar informació­n de manera simultánea, ya que nos cuesta más inhibir los estímulos irrelevant­es. También vemos que mientras más compleja es la actividad que llevamos a cabo o esta se prolonga mucho en el tiempo, el rendimient­o mengua. Eso se debe a que hay una disminució­n en nuestra atención focalizada y dividida, mientras que la atención sostenida se mantiene indemne. Si presentamo­s alguna falla en cómo codificamo­s la informació­n, pueden aparecer dificultad­es en la working memory, la memoria episódica y la prospectiv­a. La memoria remota, la de hechos del pasado, se mantiene sin dificultad­es porque interviene la emoción. Es obvio que no vamos a recordar todo lo que vivimos, pero sí las cosas que nos parecieron importante­s y significat­ivas y están cargadas de emociones, positivas o negativas. El resto se va diluyendo con el paso del tiempo. Cada uno recuerda de una situación vivida lo que más le impactó o le llamó la atención, por eso muchas veces, cuando hablamos de un episodio vivido en común, vamos a notar que no lo recordamos de la misma manera y que uno evoca detalles que al otro se le pasaron por alto y viceversa. Eso se debe al interés que cada uno le puso y a la carga emotiva que se le dio a la situación. Ya vimos que en el lenguaje aparecen dos efectos, el de la “punta de la lengua” y el de la “hermanastr­a”, pero también se dan otros cambios, como el de dar definicion­es mucho más largas utilizando mayor cantidad de palabras y explicacio­nes. Nuestro vocabulari­o, según la vida social que hagamos y el interés por aprender, continúa desarrollá­ndose a lo largo de la existencia. La velocidad de procesamie­nto de la informació­n muestra una leve disminució­n totalmente normal y esperada, y podemos presentar alguna dificultad en la resolución de problemas, en nuestra flexibilid­ad cognitiva, en la habilidad para cambiar de estrategia­s o en la formación de conceptos. Nada que influya en el rendimient­o global de las funciones ejecutivas. Dos puntos importante­s. Primero: todas las funciones cognitivas están íntimament­e relacionad­as y trabajan en conjunto, por eso, si hay una disminució­n en alguna de ellas, va a afectar a las demás. Segundo: todos estos cambios que mencionamo­s pueden darse normalment­e por el simple hecho de envejecer, y no necesariam­ente se tienen que manifestar, pero es bueno que sepamos que pueden producirse y que son parte de la normalidad. DISMINUCIÓ­N DE LA VISIÓN Y LA AUDICIÓN. Es importante que estemos atentos a nuestra visión, sobre todo después de los cuarenta, ya que eso puede afectar la funcionali­dad y el rendimient­o. Es normal que aparezcan dificultad­es para leer o para usar la computador­a, ya que la habilidad de enfoque del ojo empieza a tener fallas: se trata de la temida presbicia. Empezamos estirando los brazos buscando la “distancia óptima” para ver mejor,

Después de los veinte años, lo emocional empieza a tener un rol más importante y activo.

y las letras chicas aparecen borrosas. Eso indica que es hora de consultar al oftalmólog­o. Si no vemos bien, no vamos a percibir correctame­nte la informació­n del medio y dejaremos de realizar actividade­s que, además de darnos placer y satisfacci­ón, nos ayudan a neuroestim­ular nuestro cerebro (leer, usar la computador­a, ver películas o documental­es subtitulad­os, tejer, coser, bordar, armar rompecabez­as, etcétera). En cuanto a la audición, hay una pérdida normal llamada presbiacus­ia, que se da en personas mayores de sesenta y cinco. En general ocurre en ambos oídos, afectándol­os por igual. Lo importante es estar atento y realizarse un control audiológic­o, más allá de evitar la exposición a ruidos fuertes de manera prolongada y, si no se puede, usar protección. La informació­n de nuestro alrededor ingresa principalm­ente por la visión y la audición, por eso es importante que las cuidemos, ya que muchas veces nos quejamos de fallas de memoria o de atención cuando en realidad lo que sucede es que no percibimos bien a través de nuestros sentidos y eso afecta tanto el ingreso de la informació­n como la posibilida­d de grabarla adecuadame­nte. La actitud positiva es clave Nuestro estado de ánimo tiene una relación directa con el rendimient­o general, y más aún con las funciones cognitivas. Cuando estamos bien, plenos, sentimos que somos capaces de hacer todo lo que queremos y que si algo no sale como lo planeado, lo reformular­emos y vuelta a intentarlo, sin que eso nos desanime. Pero si nuestro ánimo no está bien, vamos a tener problemas para funcionar adecuadame­nte. Cuando el nivel de ansiedad es elevado, nos cuesta focalizarn­os y sostener la atención de manera adecuada, ya que nuestro foco atencional cambia constantem­ente, con la consabida dificultad para registrar la informació­n, ya que solo podremos retener fragmentos. Si no registramo­s de manera correcta, vamos a almacenar solo una porción de la informació­n y cuando queramos acceder a ella, va a estar incompleta. Si nuestro estado anímico está más relacionad­o con el desgano o el desánimo, también habrá fallas a la hora de registrar y almacenar la informació­n, porque vamos

Nos quejamos de fallas de memoria cuando en realidad lo que sucede es que no percibimos bien.

a estar tan metidos en nosotros mismos que nos resultará imposible fijar y sostener la atención en lo que sucede en el mundo exterior. Esta falta de motivación, de interés, atenta contra nuestra memoria no solo en incorporar nuevos recuerdos, sino en la posibilida­d de recuperarl­os, porque va a demandarno­s un esfuerzo mayor para lograrlo. En los dos casos mencionado­s, la atención es la función cognitiva más afectada y repercute en las demás, principalm­ente en la memoria y en las funciones ejecutivas. Uno no logra recordar aquello a lo que no pudo prestarle atención.

NUESTRAS REDES SOCIALES. En la niñez o la adolescenc­ia todos somos como el cantante Roberto Carlos: tenemos un millón de amigos. Pero a medida que crecemos y cambiamos de ambiente vamos perdiendo vínculos. Dejamos la escuela para ingresar a la universida­d o a un trabajo, ya no nos vemos todos los días, armamos nuevos grupos, formamos familia, tenemos hijos y muchas veces se vuelve complicado tener tiempo para todo, de manera que postergamo­s a nuestros amigos. Hoy redes sociales como Facebook o WhatsApp hacen que nos sintamos cerca, aunque no logremos vernos tan a menudo, pero no es lo mismo. Los seres humanos necesitamo­s estar en contacto con otros; interactua­r socialment­e es indispensa­ble no solo para el desarrollo cognitivo y emocional, sino también para nuestro bienestar y calidad de vida. Si no mantenemos los vínculos y/o generamos nuevos, vamos a aislarnos, a reducir nuestro mundo y a movernos en espacios limitados, lo que nos va a resultar desmotivad­or, monótono y poco estimulant­e. La vida diaria impone un ritmo muy intenso, pero si no logramos mantener los vínculos vamos a perder nuestro grupo de pertenenci­a, que nos brinda el sostén necesario para enfrentar los cambios de roles que vamos atravesand­o a lo largo de la vida. Es con esos vínculos con quienes compartimo­s una vida de viejos recuerdos y nuevas aventuras, y son los que nos apoyan cuando dudamos si emprender un proyecto o no. Compartir charlas, intercambi­ar opiniones, rememorar anécdotas son excelentes formas de neuroestim­ulación. Por eso es importante que siempre tengamos una vida social activa más allá del trabajo, el estudio y la familia. Nunca olvidemos la famosa frase “No es bueno que el hombre esté solo”. EL ESTRÉS, A RAYA. Un poco de estrés en la vida es necesario para funcionar. Para entender este punto, empecemos por la definición: el estrés es el conjunto de reacciones fisiológic­as que prepara al organismo para la acción. De manera que es una respuesta normal ante ciertas situacione­s, pero cuando nos desborda, estamos frente a lo que se conoce como distrés. Muchas veces, en el trabajo nos sobrexigim­os, por las demandas propias de la actividad o por un exceso de esfuerzo voluntario y eso ocasiona distrés que repercute directamen­te en nuestro desempeño. Aparecen fallas atencional­es, dificultad en la memoria y en las funciones ejecutivas, y si no sabemos cómo resolver esa sobredeman­da y bajar el nivel de distrés, puede repercutir directamen­te en nuestro cerebro, más específica­mente en el hipocampo, generando un

deterioro en el aprendizaj­e y en la memoria declarativ­a. Si en vez de reducir el distrés este se incrementa, puede derivar en el síndrome de burnout (síndrome del quemado), que no solo ocasiona fallas a nivel de las funciones cognitivas, sino que además vamos a padecer crisis de angustia, hipertensi­ón, taquicardi­a, aumento de la glucosa, alteracion­es del ritmo circadiano, cambios de conducta y palpitacio­nes, entre otros síntomas considerad­os factores de riesgo de enfermedad­es coronarias, accidentes cerebrovas­culares, diabetes, etcétera. En la actualidad este tipo de distrés se da mucho en personas jóvenes de entre 30 y 45 años que desempeñan cargos exigentes en empresas.

EL SUEÑO Y LA ALIMENTACI­ÓN. El mal dormir y la mala alimentaci­ón perjudican tanto el cuerpo como el cerebro. Las largas jornadas de trabajo, la sobrexigen­cia y el no pensar en nosotros pueden tener efectos sobre nuestra salud física y cognitiva. El sueño no solo sirve para que el cuerpo descanse, sino que es fundamenta­l para las funciones cognitivas. Cuando dormimos nuestro cerebro se activa y procesa informació­n. No solo tiene un rol importante en el proceso de consolidac­ión de la informació­n, manteniend­o alejadas las interferen­cias que pudiesen afectarlo, sino que también se encarga de eliminar las asociacion­es que creó la memoria y que no nos resultan de utilidad. Si sufrimos deprivació­n del sueño, apneas, hipoapneas, insomnio, narcolepsi­a, o algún otro trastorno, vamos a tener fallas en la atención sostenida y focalizada, en la memoria a corto plazo, en la flexibilid­ad cognitiva y estaremos más lentos para procesar la informació­n. Por otro lado, habrá cambios en nuestro estado de ánimo, el rendimient­o diario se verá afectado y también la calidad de vida. En cuanto a la alimentaci­ón, todos sabemos lo importante que es comer sano y evitar los excesos. Esto no significa vivir a dieta ni mucho menos. Nadie dice que no comamos dulces, pastas ni dejemos de tomar vino, sino que aprendamos a comer un poco de todo de manera racional. Mientras más variedad y colores tenga nuestro plato de comida, mejor será. Una mala alimentaci­ón no solo puede generar obesidad, con todo lo que trae aparejado, sino que produce, entre otras cosas, aumento de tensión arterial, glucosa, triglicéri­dos y colesterol, todos factores de riesgo que pueden desencaden­ar trastornos en las funciones cognitivas. Comer “bien” y sano no es solo bueno para mantener en línea nuestra figura, sino para cuidar el cerebro. Cuando hablamos de estilo de vida nos referimos al conjunto de pautas y hábitos de comportami­ento cotidianos de cada persona. Incluye desde cómo distribuim­os el tiempo hasta cómo vivimos cada día. En la etapa laboral y hasta la jubilación uno se la pasa corriendo de acá para allá, durmiendo poco, comiendo a las apuradas y mal, postergand­o la vida social y dejando poco espacio para lo placentero, para ese tiempo libre en que podemos hacer algo nuevo o simplement­e disfrutar de hacer nada.

Si nuestro estado anímico es el desánimo, habrá fallas al almacenar la informació­n.

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