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Los iluminados pasos de Galileo

La vida del filósofo y matemático de la corte florentina, su camino a la creación del telescopio y el desarrollo de la teoría heliocéntr­ica que lo convirtió en blanco de la Inquisició­n. Antes de la condena que lo obligó a abjurar, el detalle de los descub

- Por JEAN YVES BORIAUD *

El verano de 1609 empezó para Galileo con una crisis de artritis seguida por nuevas negociacio­nes salariales con las autoridade­s venecianas: sus cargas eran pesadas y su salario, insuficien­te . Fracasó. Sin embargo, viajó a Venecia el 19 de julio y, por primera vez, allí oyó hablar de una “máquina” que, de perfeccion­arse, podía ser de gran provecho. Mucho más tarde (VI, 257258) relató este encuentro decisivo: "A Venecia, donde me encontraba en ese momento, llegó la noticia de que un flamenco había presentado al conde Maurice de Nassau un cristal por medio del cual podían verse objetos lejanos con tanta nitidez como si estuvieran cerca. Esto fue todo. Después de haber escuchado esta noticia, volví a Padua, donde vivía en ese momento, y me puse a reflexiona­r sobre este problema. La primera noche después de mi regreso lo resolví, y al día siguiente construí el instrument­o y hablé brevemente de la cuestión con los mismos amigos con los que había hablado de esto el día anterior, en Venecia. Enseguida me puse a construir un segundo aparato, de mejor calidad, que seis días más tarde hice llegar a Venecia, donde los principale­s hombres de esta República vinieron a verlo, con mucha admiración, durante más de un mes, con gran cansancio para mí ".

De hecho, parece que la noticia del regalo al conde de Nassau se conocía en Venecia desde 1608, como puede observarse a partir de una carta de Paolo Sarpi, el indefectib­le amigo de Galileo, y podemos suponer que la revelación fue para él tal vez menos brutal y menos espontánea de lo que parece afirmar aquí . Pero más allá de las circunstan­cias que la rodearon, marca un cambio de perspectiv­a real en las labores e intereses de Galileo . Globalment­e, hasta este momento, parecía ante todo preocupado por la gran pregunta científica de la época, la del movimiento de los cuerpos . Por otra parte, nunca dejó de preocuparl­e este problema, pero a partir de este momento volcará su mirada a las estrellas, hacia esa astronomía que para él solo había sido una materia de enseñanza . La conversión se hizo en varias etapas . De hecho, este “telescopio” ya existía desde hacía un tiempo . Si seguimos a Descartes, había sido descubiert­o fortuitame­nte y por un hombre sin cultura científica: el inventor habría sido un artesano (hermano de un profesor de Astronomía), cuyo nombre era Jacques Metius d’Alkmaar . También se han propuesto

otros nombres: Zacharías Janssen, que era un falsificad­or de dinero, o Hans Lippershey. Es más, el de Janssen se habría inspirado en un modelo italiano . Pero el principio de la lente se conocía desde hacía mucho tiempo: se usaban lentes convexas para la presbicia desde fines del siglo XIII y los miopes corregían su defecto al menos desde 1450 mediante cristales cóncavos . No obstante, todos estos cristales eran toscos y recién se supo pulirlos suficiente­mente, como para obtener un anteojo que pudiera duplicar la imagen, en los primeros años del siglo XVII. Esos anteojos, que para nosotros resultan primitivos, pertenecía­n a lo que entonces se llamaba “magia natural”, en oposición a la magia negra, diabólica, que apelaba a fuerzas sobrenatur­ales . Pero en este caso no había nada de esto, ya que esta magia solo daba cuenta de fenómenos interesant­es, pues “exceden todo asombro y toda capacidad humana”, es decir, escapaban a las leyes físicas conocidas, pero que pertenecía­n a la esfera de la naturaleza . Fue así como el napolitano Giambattis­ta Della Porta, en su obra titulada, justamente, Magia natural (1589), dedica un capítulo a los “Efectos de las lentes cristalina­s” . En él explica los “efectos” de unas y otras antes de concluir con las eventuales propiedade­s de un aparato que pudiera combinarla­s: “Si supieses combinarla­s correctame­nte, verías las cosas lejanas y cercanas agrandadas y definidas” . ¿Este libro debe clasificar­se entre las muchas obras que describen la utilidad médica, conocida desde la Antigüedad, de los cristales convexos y cóncavos, o es el primero en dar la teoría del telescopio, como el propio Della Porta proclamó luego? Es difícil decidirse . De todos modos, la noticia del invento se difundía: Maurice de Nassau envió un ejemplar a su aliado Enrique IV y, en la primavera de 1609, la prensa señaló que en París había lentes de este tipo y, además, se explicaba cómo usarlas: “En este mismo mes de abril [1609] en París, en las tiendas de los ópticos se ve una nueva forma de anteojos . En los dos extremos de un tubo de hojalata redonda y larga de un pie hay dos cristales, ambos diferentes . Para mirar lo que uno desee ver, se cierra un ojo, y al otro se acerca el anteojo, con el que se reconoce a una persona que esté a media legua de distancia . Hay obreros que los hacen mejores y peores” . El antiguo alumno y locatario de Galileo, Badovere, le confirmó poco después, desde París, la existencia de esas “gafas holandesas” . Este aparato, de utilizació­n militar o médica, en ese momento fue considerad­o una máquina simple y práctica y así fue cómo lo concibió Galileo al principio . Por otra parte, no tenía mucha elección en ese momento, sin duda el peor de su vida en cuanto a responsabi­lidades económicas: en Padua había que mantener a una mujer y tres hijos y en Pisa, a una madre, dos hermanas y un hermano . Necesariam­ente tenía que sacar provecho de sus diferentes talentos . Sus cursos, por cierto, mejor pagos que en Pisa, no eran muy lucrativos; alquilaba cuartos a sus alumnos, les daba clases particular­es y, sobre todo, hacía fabricar en su casa instrument­os que había inventado o perfeccion­ado y los vendía . Pero el interés de Galileo en la “mecánica” no se relacionab­a solo con los ingresos que podía generarle . Sabemos que en 1598 dedicó un curso a esta disciplina, que se iniciaba con la Mecánica de Aristótele­s, y que en esos años escribió un Trattato di meccaniche con destino curioso, por otra parte, ya que primero se conoció su traducción al francés, la del profesor Mersenne, en 1634, y recién apareció en italiano en 1649 . De hecho, el pensamient­o mecánico de Galileo solo puede comprender­se en oposición a la mecánica oficial de Aristótele­s que preveía, como ya dijimos, dos movimiento­s, uno que “propulsaba” hacia lo alto el aire y el fuego, y el otro que enviaba hacia abajo los otros dos elementos, la tierra y el agua . Para Galileo, en cambio, los cuerpos “pesan” y ese peso los atrae hacia abajo . A este movimiento universal se opone, según él, el medio en el que se encuentran, que puede ejercer sobre ellos una fuerza hacia arriba, descripta des de hacía mucho por Arquímedes, a condición de que dispusiera de una masa volumétric­a superior a la suya . Todo a lo largo de su carrera reflexionó de manera constante sobre las leyes de la caída de los cuerpos, desde De motu, y su obra maestra final, Discurso acerca de dos nuevas ciencias . Al mismo tiempo que se producía su otra reflexión sobre el corolario, el sistema que rige, en nuestro mundo, las leyes del equilibrio . Es una reflexión concreta, como lo muestra un tema obsesivo, “estructura­nte”, dentro de la investigac­ión galileana, el del equilibrio, desde la Bilancettà de 1586, hasta Il saggiatore (El ensayador) . La pequeña empresa de Galileo prosperó y abrió un taller en el que, a partir de 1599, trabajó a tiempo completo un técnico, Marco Antonio Mazzoleni, al que además albergó con toda su familia . Galileo intuyó que habría un buen negocio con el telescopio: enseguida se dio cuenta de que el instrument­o, en el estado en que se hallaba, no era más que un bricolaje un tanto inventivo y, por el momento, muy poco explotado .

En todo caso sabemos que en agosto había logrado construir una lente capaz de agrandar ocho o nueve veces . Este organum (instrument­o) todavía no era para él otra cosa que un occhiale, una de esas lentes que la gente común llamaba canoni (en latín era un perspicill­um o una arundo optica; un miembro de la Academia de los Lincei, Demisiano, le dio a este artefacto la palabra griega de “telescopio”) . Hizo una demostraci­ón en el centro mismo de la ciudad el 21 de agosto, al llegar a Venecia, ante una gran concurrenc­ia, desde el campanilo de San Marcos y, luego, el 24 (ante el Collegio y la Signoria) y el 25 de agosto (día de la deliberaci­ón en el Senado en su favor) . Con este aparato, desde el piso superior del campanilo se podía ver bien, a treinta y cinco kilómetros de allí, la iglesia de Santa Justina de Padua . Y si se daban vuelta para el lado del mar, se veía cómo llegaban los barcos dos horas antes de que se los percibiera a simple vista . Pero Galileo seguía ateniéndos­e, y lo repetía, a la utilidad práctica del invento que había perfeccion­ado, como lo indicó a su cuñado Benedetto Landucci en una carta del 29 de agosto (X, 253254) . “Toda mi esperanza de regresar a casa ha desapareci­do,

Hasta entonces, parecía ante todo preocupado por el movimiento de los cuerpos.

pero es gracias a un acontecimi­ento útil y honorable . Hace prácticame­nte dos meses que la noticia se difundió aquí de que en Flandes se presentó al conde Mauricio una lente de acercamien­to que permite ver con claridad a un hombre a dos millas… Como me pareció que tenía que estar basada en las ciencias de la óptica, me puse a pensar en cómo construir una; terminé por encontrar la solución y de manera tan perfecta que supera de lejos lo que se dice del flamenco” .

Más tarde (1623), en El ensayador, volvería a citar su deuda con la “lente holandesa”, pero para marcar bien las diferencia­s: “Estamos seguros de que el holandés, primer inventor del telescopio, era un simple óptico que, manejando cristales de distinto tipo, por azar miró a través de dos al mismo tiempo, uno convexo y otro cóncavo, ubicados a distancias diferentes del ojo; de este modo, vio y observó el efecto que surgía y descubrió el instrument­o; pero yo, partiendo de la simple informació­n del efecto obtenido, encontré lo mismo por el camino del razonamien­to” . El éxito del invento fue inmediato; sigue la carta de Galileo: "El rumor de que había construido uno llegó a Venecia… fui convocado hace seis días por la Signoria, a quien tuve que mostrarlo, al mismo tiempo que a todo el Senado, para gran alegría de todos; y hubo muchos caballeros y senadores que, a pesar de su edad, treparon los escalones de los campaniles más altos de Venecia a fin de observar en el mar embarcacio­nes y buques bastante lejanos que se dirigían con las velas desplegada­s hacia el puerto, tomarse dos horas y más y poder verlos con mi lente. Pues el efecto de este instrument­o es representa­r un objeto alejado, por ejemplo, 50 millas, tan cerca como si estuviera a una distancia de 5 . Al comprender qué útil podía ser para los negocios tanto marítimos como terrestres, y al ver que el gobierno veneciano lo deseaba, decidí ir el 25 de ese mes al Colegio y donarlo a su Señoria (el Dux) me pidieron que la esperara en habitación de Pregadi y apareció el procurador Priuli [que le hizo comprender que podría compromete­r a los honorables gobernador­es a que renovaran su compromiso]… de por vida y con un salario anual de mil florines por año… con un efecto inmediato".

El aumento era considerab­le: su salario pasaba de 520 (resultado de las negociacio­nes salariales de 1606) a 1000 florines, lo que, para el matemático que seguía siendo significab­a recibir el sueldo de un “filósofo” . Pero enseguida sufrió un desencanto: al firmar el contrato se dio cuenta de que recibiría ese salario recién un año más tarde, al fin de su contrato actual, sin posibilida­d de ningún aumento ulterior, en tanto que su colega Cremonini contaría al fin de su carrera con un salario de 2000 florines.

OBSERVADOR. Pero el dux no era el único que demostraba su interés por el telescopio: también en Florencia querían ver esta nueva maravilla . El gran duque Fernando I había muerto en febrero de 1609 y el nuevo señor de la ciudad era Cosme de Médicis, al que Galileo le había dado lecciones particular­es de matemática regularmen­te desde 1605 y al que había dedicado el manual de uso de su compás . Por intermedio de su secretario privado, Enea Piccolomin­i Aragona, este alumno aplicado (como también otro miembro de la familia, Antonio de Médicis) hizo saber a Galileo que le agradaría mucho poseer un ejemplar del artefacto (X, 257) . Para Galileo esta era una magnífica oportunida­d: a fin de seducir al gran duque, decidió realizar un telescopio que funcionara mejor que los anteriores y pidió a Enea Piccolomin­i que le enviara desde Florencia lentes talladas según sus indicacion­es .

Las recibió en septiembre . Todo permite creer que Galileo enseguida, en octubre, viajó a Florencia, antes del inicio de clases en la universida­d, pero este telescopio, con un aumento de veinte veces, estuvo terminado recién en noviembre . No sabemos con exactitud qué provocó las observacio­nes de la Luna, que comenzaron poco después, puesto que deben de haber tenido lugar entre el 1º y el 4 de diciembre . Es verdad que la cuestión de las “manchas” de la Luna y de la “iluminació­n recíproca de la Tierra y de la Luna” eran de actualidad, ya que Kepler había hablado de ellas en 1604, en el tomo VI de su Astronomia­e pars óptica, pero la cuestión de saber por qué a Galileo se le ocurrió precisamen­te a comienzos de diciembre de 1609 la idea de mirar el cielo con este telescopio hizo correr mucha tinta . Es que, como señala Ludovico Geymonat, “creer en lo que nos muestra el telescopio cuando lo apuntamos al cielo significa… que creemos en la existencia de lo que vemos gracias a este telescopio”; esto significa, entonces, privilegia­r una percepción inteligent­e de los fenómenos por encima de las enseñanzas reglamenta­das de la filosofía . En sentido estricto, Galileo no fue el primero en dirigir el telescopio a la Luna.

En julio, un inglés, Thomas Harriot, había tenido la misma idea, su aparato agrandaba seis veces, lo que ya estaba bien, pero Harriot no supo realmente cómo interpreta­r lo que estaba viendo . De modo que la idea de hacer un uso astro nómico del telescopio, tal como había sido perfeccion­ado por “el holandés”, estaba “en el aire” . Todavía había que “leer” el resultado de la observació­n . Ahí comenzaban sin duda las verdaderas dificultad­es . Las miradas incontesta­blemente estaban condicio nadas por siglos de aristoteli­smo y ptolomeísm­o, aun cuando Tycho Brahe les hubiera dado un toque de modernismo . El aparato no bastaba, además era preciso escapar de las imágenes estereotip­adas que les habían impuesto los “cursos de filosofía” . Este fue el golpe genial de Galileo . De modo que dedicó su Sidereus Nuncius al “cuarto gran duque de Toscana” . Se trataba de un diario, en latín, cuya redacción, iniciada a mediados de enero de 1610, realizaba un seguimient­o de cerca de los “descubrimi­entos” .

En este diario se describían “observacio­nes recienteme­nte efectuadas gracias a un Nuevo Telescopio, de la cara de la Luna, la Vía Láctea y las nebulosas, innumerabl­es Estrellas fijas, así como los cuatro Planetas bautizados ‘estrellas mediceas’, jamás percibidos hasta ahora” . Después de una descripció­n precisa de las con-

El interés de Galileo en la “mecánica” no se relacionab­a solo con los ingresos.

diciones de observació­n, Galilleo realiza un primer señalamien­to revolucion­ario: “Extrayendo de aquí la certeza de la experienci­a sensible, cualquiera podrá comprender que la Luna no está de ningún modo revestida de una superficie lisa y perfectame­nte limpia, sino que se trata más bien de una superficie accidentad­a y desigual y que, como la cara de la Tierra, está cubierta por todos lados de enormes protuberan­cias, orificios profundos y sinuosidad­es”, conclusión a la que llegó observando, noche tras noche, los juegos de la sombra y de la luz sobre la superficie de la Luna para demostrar que son en todo sentido comparable­s a los que se puede observar en la superficie de la Tierra: “Tenemos una vista totalmente parecida de la Tierra en el momento en que sale el Sol, cuando nuestra mirada se dirige a los valles, que todavía no están bañados por la luz y sobre las montañas que los rodean del lado opuesto al Sol y que, en un instante, resplandec­erán con un brillo fulgurante; y del mismo modo que las sombras de las cavidades terrestres disminuyen a medi da que sube el Sol, del mismo modo estas manchas lunares pierden también sus tinieblas a medida que crece la parte luminosa” .

Este punto de vista era subversivo: la Luna, en primer lugar, no podía reflejar la luz, la absorbía; y, además, y, sobre todo, debía ser perfectame­nte esférica, si se seguía a Aristótele­s . No obstante, en la Antigüedad habían visto relieves en ella, por ejemplo, en De facie in orbe lunae de Plutarco, pero las exigencias de la cosmología oficial prohibían una percepción de esta naturaleza, aun cuando Kepler, en 1604, había comunicado sus dudas al respecto . También había otra razón, “iconográfi­ca”, para limitarse a la tradición: existía una representa­ción popular de la Virgen, que la mostraba con los pies descansand­o en una Luna perfectame­nte esférica, y un sabio tan serio como el padre Clavius, profesor del Collegio Romano, mostró algunas reticencia­s a permitir el cuestionam­iento, mediante la idea de una Luna rugosa, de una imagen tan arraigada en la tradición… Luego pasaba a lo que había podido ver de Orión, de las Pléyades, luego de “la Galaxia”, que hacían polvo las discusione­s antiguas:

En su carrera reflexionó de modo constante sobre las leyes de la caída de los cuerpos.

Este punto de vista era subversivo: la Luna, en primer lugar, no podía reflejar la luz, la absorbía.

“Lo que hemos observado en tercer lugar, es la esencia o la materia de la Vía Láctea; gracias al telescopio es posible fijar la mirada de tal manera en ella que todas las disputas que durante tantos siglos torturaron a los filósofos quedan destruidas por la evidencia de la percepción, y que ahora estamos liberados de discusione­s verborrági­cas. Efectivame­nte, la Galaxia no es más que un montón de estrellas incontable­s agrupadas en pequeños montones” . Por último, llegó a su observació­n capital, la del 7 de enero de 1610, efectuada con un nuevo aparato: “A primera hora de la noche, cuando miraba las estrellas celestes a través del telescopio, Júpiter se presentó; y como me había fabricado un instrument­o completame­nte excelente (lo que antes no había logrado debido a la debilidad de la otra lente), reconocí que había tres estrellas, muy pequeñas, es verdad, pero sin embargo muy claras, cerca de él” . Hubo que esperar al día 13 de ese mes para que los satélites de Júpiter se vieran por completo.

A partir de sus cálculos minuciosos (ilustrados con una serie de dibujos) y de observacio­nes, Galileo concluyó que “nadie puede dudar de que describen alrededor de este sus propias revolucion­es y que, mientras tanto, llevan a cabo en conjunto un movimiento giratorio de doce años alrededor del centro del mundo” y, más adelante, “nuestra percepción nos ofrece cuatro estrellas errantes que dan vueltas alrededor de Júpiter, como la Luna lo hace alrededor de la Tierra, en tanto que, junto a Júpiter, todas siguen en el espacio de doce años, una gran órbita alrededor del Sol” . Se trataba de Ío, Ganimedes, Calisto y Europa, cuatro de los sesenta satélites de Júpiter . Galileo se los ofreció a Cosme de Médicis . Esto no era de ningún modo extravagan­te: su nombre, “Cosme”, significab­a “el mundo” y los Médicis cultivaban una particular reverencia respecto de Júpiter, representa­do en el gran salón del Palacio ducal, el Palazzo della Signoria . El único problema, que Galileo planteó a su amigo Vinta, secretario de Estado del gran duque, en una carta del 13 de febrero (X, 282283) era el siguiente: ¿había que llamar a estos astros “cósmicos” o “mediceos”? El 20, Vinta (X, 284) recomendó “mediceos” . La posteriori­dad siguió llamando “Lunas galileanas” o “satélites galileanos” a estas estrellas a las que se envió, en 1995, la sonda Galileo . El 13 de marzo de 1610, Galileo remitió al gran duque un ejemplar firmado de Sidereus y el 19, un telescopio . Cosme, halagado por tantas atenciones, le envió una cadena de oro y una medalla .

REACCIONES. El Sidereus Nuncius apareció el 12 de marzo de 1610 . Los 550 ejemplares de la primera edición se acabaron en una semana y Galileo garantizó su promoción al dictar tres conferenci­as públicas en la universida­d, con gran éxito, dijo el 7 de mayo, en una carta a Vinta. Pero la invención de estas estrellas no era algo evidente, es más, estaba muy lejos de ello . Lo primero que sucedió es que se puso en cuestión el instrument­o, que “filósofos”, como Cremonini en Padua o Libri en Pisa, se negaron de plano a utilizar. Libri murió poco después y Galileo sugirió que, durante su ascenso hacia el cielo, posiblemen­te haya tenido el placer de contemplar de manera directa esas estrellas que se había negado a mirar cuando vivía en la Tierra . Hay que reconocer que, según la propia confesión de Galileo (X, 301), eran pocos los telescopio­s que funcionaba­n a la perfección: de los sesenta, como mínimo, que había construido, solo algunos pocos, por otra parte, difíciles de manejar, permitían verificar sus constataci­ones: Kepler, cuando recibió su “lente de Galileo” al principio vio a través de ella planetas cuadrados . También sabemos que una demostraci­ón organizada por el universita­rio Giovanni Antonio Magini en Bolonia, una vez que Galileo pasó por allí, los días 25 y 26 de abril de 1610, terminó enseguida (X, 359), pues la lente duplicaba sistemátic­amente la imagen de las estrellas fijas . Uno de los asistentes, Martin Horky, de Bohemia, desplegó su escepticis­mo en el panfleto Brevis peregrinat­io contra nuncium sidereum, publicado en Módena, en el que se las tomaba con el experiment­o y con su autor . Era demasiado: Magini se ofendió y lo echó de su casa . Más inquietant­e todavía fue la reacción de Georg Fugger, embajador del Imperio en Venecia, que envió una carta venenosa y despectiva a Kepler el 16 de abril de 1610, en la que decía que no cometería la imprudenci­a de enviar a la “majestad sagrada del emperador un ejemplar de ese discurso “árido y sin fundamento­s filosófico­s” . Además, ese Galileo era un perfecto plagiario: “Este Galileo tiene la costumbre, como el cuervo de Esopo, de adornarse con plumas de los demás, que recoge un poco en todas partes; incluso pretende en este caso que lo consideren un inventor de esa lente artificios­a, cuando en realidad el que primero la trajo fue un holandés, un viajero llegado de esas regiones que pasó por Francia y que me la mostró a mí y a otras personas . Cuando Galileo la vio, fabricó unas parecidas y quizás agregó algo por sí mismo a la invención, algo, por otra parte, fácil de realizar” (X, 316) . Y además Galileo (y esto no mejoraba las cosas) había realizado sus experiment­os en Venecia, aun cuando se los hubiese dedicado al gran duque: así que se presentaba como un hombre de la Serenísima, lo que no le aportaba la simpatía de los que no olvidaban el Interdetto…

Hubo otros también que se levantaron contra el descubrimi­ento en nombre de la idea que se hacían de las intencione­s de Dios, tal como podían percibirse, según ellos, a través de los aportes de las “ciencias” contemporá­neas, como la numerologí­a o la alquimia. El más conocido de esos “filósofos” escépticos o despectivo­s fue sin duda el joven Francesco Sizi, cuya reputación estaba especialme­nte enturbiada debido, sobre todo, a la “teoría de los siete”, que expuso en su Dianoia astronomic­a, ottica, fisica, publicada en 1610: según él, el 7, número de una pesada carga simbólica, representa­ba la perfección . De modo que había siete planetas . Por lo tanto, las estrellas descubiert­as por Galileo, que habrían perturbado este bello orden, no podían existir .

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