Los cambios que impone la tecnología
El mayor desafío en las próximas generaciones será poder seguir el paso a las revoluciones devenidas del desarrollo tecnológico, que ya ha cambiado en apenas una década, nuestra manera de informarnos, entretenernos e interactuar.
Hasta hace poco todos vivíamos con ciertas certezas. Por ejemplo, en la escuela aprendimos que los seres vivos nacen, crecen, se reproducen y mueren. nos lo enseñaron como una verdad irrefutable, indiscutible. Ahora esa certeza ya no es tan cierta. Según expertos en ciencia, la posibilidad de “editar” nuestro ADn para escaparle a la mayoría de las enfermedades fatales que hoy nos aquejan está a la vuelta de la esquina. Sí, como lo leen. Casi podría decirse que, excluyendo algún accidente catastrófico, en algún momento llegaremos a no morir. O por lo menos viviremos hasta los ciento cincuenta años; editando, borrando o reemplazando aquellas partes de nuestro cuerpo que con la edad nos van limitando. Es verdad que, en 1996, con la famosa clonación de la ovejita Dolly, empezamos ya a vislumbrar un futuro en el que elegiríamos los ojos, la altura e incluso el sexo de nuestros hijos; replicaríamos órganos para hacer trasplantes; o produciríamos humanos con ciertas habilidades específicas. El proceso dio lugar a feroces debates éticos acerca de si el ser humano puede o debe inmiscuirse en un trabajo que los creyentes creen tarea de Dios y los no creyentes, de la naturaleza. Pero la clonación de Dolly era un proceso extraordinariamente complicado, al que la mayoría de nosotros no teníamos acceso. Ahora tenemos a CRISPR, un mecanismo mucho más sencillo que permite editar genomas con una precisión, eficiencia y flexibilidad inéditas, alterando secuencias de ADn y modificando las funciones de los genes para corregir defectos y prevenir enfermedades. Es un avance tecnológico que abre un futuro libre de afecciones incapacitantes o mortales. Por todo esto, su difusión —al igual que la de la mayoría de las nuevas tecnologías— es mucho más difícil de contener. “La innovación está sucediendo a nivel global; no se la puede detener. CRISPR se ha convertido en una de las tecnologías más maravillosas y al mismo tiempo más mortíferas. Los Estados Unidos podrían intentar prohibir el uso de CRISPR para editar embriones humanos, pero los chinos lo están haciendo, a gran escala. ¿Y quién detendrá a los chinos?”, me dijo Vivek Wadhwa, investigador del Colegio de Ingeniería de la Universidad Carnegie Mellon en Pittsburgh, una de las principales universidades de los Estados Unidos. Impresionante, ¿no? La tecnología es ya imparable. Tanto que me pregunto: si prácticamente
El mayor desafío de nuestra sociedad va a ser adaptarnos lo suficientemente rápido.
estamos a un paso de vencer a la muerte, ¿habrá algo que nos resulte imposible?
DISRUPCIÓN TOTAL. Vivir en el mundo actual implica vernos expuestos a fuerzas extraordinariamente disruptivas. Como mencioné, ya no quedan certezas. Por eso, por ejemplo, no es de extrañar que aquel que compró una licencia para taxis con la creencia de que de esa manera tendría su futuro garantizado se encuentre de pronto con que existe Uber; o aquel que estudió diez años para recibirse de médico se vea reemplazado por un robot. Los cambios son tan rápidos y tan frecuentes que, desde un punto de vista emocional, los psicólogos hablan no de cambio, sino de procesos de sustitución: “no hay un período de duelo, no hay elaboración de lo perdido”, dice el psicoanalista Julio Moreno, miembro de la Asociación Psicoanalítica de Buenos Aires. Y no sirve de nada resistirse. ¿Para qué hacer duelos si —hoy por hoy— el mundo solo cambia para continuar cambiando? Esto mismo lo expresa Santiago Bilinkis, un argentino de la Singularity University en Silicon Valley, autor del libro Pasaje al futuro, que se describe a sí mismo como “emprendedor serial”: “En los tiempos que vienen, lo único estable va a ser el cambio. Hoy todo es cuestionable, absolutamente todo. nada está garantizado”. Porque los cambios son tan profundos que mueven cimientos y producen efectos en cascada. Pensemos, a modo ilustrativo, en uno de los ejes de las culturas occidentales (sobre todo en los países desarrollados): el auto. En estos momentos nos estamos asomando a la era de los autos eléctricos y autónomos. ¿Qué cambia con un vehículo de estas características? Según José Luis Valls, presidente de nissan en América Latina, todo: “Hoy las ciudades están organizadas en función de la industria automotriz. Todas están diseñadas atendiendo la circulación de la gente en autos. Sobre la base del vehículo se hace el mapeo de rutas y cordones, de todo. Cuando tengamos el auto eléctrico, que podrá cargarse de modo inalámbrico mientras circula, deberemos colocar cordones eléctricos para cargar las baterías. El autonomous driving es otro factor que también va a modificar drásticamente la regulación y las leyes”. Lo que está pasando no es el mero progreso habitual del mundo; es un cambio de paradigma. La lógica misma con la que hasta hace muy poco concebíamos nuestro trabajo, nuestras relaciones, nuestra vida entera, se está transformando de forma radical. Y además lo está haciendo de manera exponencial. Los científicos lo tienen calculado: en los próximos veinte años veremos más cambios que en los últimos dos mil. Para ilustrar la magnitud de la variación, repasemos un poco cómo era el mundo occidental hace veinte siglos. Apenas unos años antes, Jesús había nacido en nazaret. Buena parte de la humanidad creía que la Tierra era plana, que América no existía, que el mundo estaba sostenido por cuatro elefantes y que las mujeres no tenían alma. La esperanza de vida no llegaba a los treinta años. La Gioconda no sonreía, Hamlet no dudaba, Romeo y Julieta no se amaban y el Quijote no peleaba contra ningún molino de viento. Muchos de los inventos que forman parte de nuestra vida cotidiana no existían: hace dos mil años faltaban más de mil para que la imprenta, la máquina de vapor, el teléfono, la radio, la televisión o la computadora vieran la luz. A pesar de la magnitud de estos avances —y de muchos otros no mencionados—, en los próximos veinte años las transformaciones serán más y más drásticas que todas las acontecidas en los últimos dos mil años de historia humana. Es la famosa “cuarta Revolución Industrial”. Erik Brynjolfsson, director de la Iniciativa sobre la Economía Digital del Massachusetts Institute of Technology (MIT), la llama también “la nueva era de las máquinas”, y la define como una época en la que la tecnología se desarrolla a tanta velocidad que apenas nos es posible seguirle el tren: “El mayor desafío de nuestra sociedad en los próximos diez años —dice— va a ser adaptarnos lo suficientemente rápido”.
Según Brynjolfsson, el hito que marcó esta nueva era fue la partida de ajedrez que Deep Blue, la supercomputadora desarrollada por IBM, le ganó al maestro ruso Garry Kasparov en 1997. Fue todo un acontecimiento que sucedió apenas hace poco más de veinte años. Actualmente, un programa de ajedrez que cualquiera puede tener en su teléfono celular es capaz de ganarle a un maestro de ajedrez humano. Piénsenlo. La computación avanza a un ritmo nunca visto. Una PlayStation de hoy tiene más poder computacional que un ordenador militar de 1996. A esta velocidad, en veinte años más nuestro mundo será irreconocible, porque el cambio está expandiéndose para abarcar cada vez más sectores. nos esperan transformaciones inimaginables. “Estamos en el inicio de una transición histórica masiva que nos llevará a un nuevo sistema económico y a una nueva vida, cualitativamente muy distinta de la que tenemos ahora —explica Marco Annunziata, economista jefe de la empresa General Electric (GE)—. Pensamos que para dentro de unos veinte o veinticinco años estas nuevas tecnologías se habrán extendido y habrán modificado todo el sistema industrial, pero para llegar a una transformación completa. En apenas cinco años ya podremos ver cambios sustanciales, algunos de esos ya están sucediendo”.
CAMBIO DE ÉPOCA. Todavía me acuerdo de cuando Steve Jobs presentó el iPhone. no era el primer teléfono inteligente ni el primero con cámara de fotos; ni siquiera era el primero con pantalla táctil y aplicaciones. Pero sí era el primero que reunía toda esa serie de características en un único dispositivo de manera cabal y que estaba diseñado con el usuario en mente (tanto era así que el manual de uso —aunque prácticamente innecesario, porque la utilización del aparato era inesperadamente intuitiva— consistía en un papel en forma de acordeón no más grande que una lista de supermercado). Jobs no se equivocaba cuando, aquel 29 de junio de 2007, tomó el micrófono en la conferencia MacWorld para anunciar que su “bebé” lo cambiaría todo. Con el primer iPhone, la revolución móvil levantó vuelo y transformó el mundo hasta convertirlo en el planeta que conocemos hoy, en
el que tenemos al alcance de nuestras manos un universo de contenidos, información y personas inmediatamente disponibles a través de un sinnúmero de canales con participantes infinitos. Pero ¿por qué prendió con tanta fuerza el iPhone? La respuesta es simple: porque nos conectó de manera perfecta, y la conexión es una actividad profundamente humana. En el mundo actual todos estamos interconectados: redes sociales, aplicaciones… Estas formas de interconexión, sin embargo, ya son historia (y decir que nacieron anteayer). También es historia prácticamente toda la economía colaborativa, a pesar de haber visto la luz hace menos de diez años. Todas las plataformas que conectan en forma directa a personas que tienen algún bien o servicio para ofrecer con potenciales clientes, como Airbnb o Uber, son modelos de esta economía, a la que se suman muchas startups —varias de ellas en América Latina— que proponen, por ejemplo, los préstamos y pagos entre pares (peer-to-peer lending y peer-to-peer payments) y ponen a toda la industria bancaria en jaque, como es el caso de Venmo. Hacia fines de 2013, la economía colaborativa movía más de 3500 millones de dólares solo en Estados Unidos; y cerca de un 40 por ciento de la población de Estados Unidos, Gran Bretaña y Canadá —en total, 123 millones de individuos— estaba involucrada en ella de un modo u otro. Uber es, probablemente, el mejor ejemplo de este tipo de economía. Solo en Estados Unidos, son varios millones de personas los que utilizan diariamente este servicio, tanto en calidad de usuarios como de conductores que aprovechan sus autos personales durante unas cuantas horas de la semana para hacer un dinero extra. Sin tener activos tangibles, para mediados de 2016 la compañía ya estaba valuada en más de sesenta y dos mil millones de dólares. no obstante, la idea en que se basa es bastante sencilla: mediante el uso de herramientas tecnológicas como la geolocalización, Uber conecta a aquellos individuos que desean brindar un servicio con su activo (su tiempo y su vehículo en los momentos libres), con otros que quieren tener la posibilidad de elegir su medio de transporte; todo de manera veloz, transparente y colaborativa. Otro buen ejemplo es Airbnb, que nació en San Francisco cuando un grupo de amigos decidió poner en alquiler un conjunto de colchones inflables que había colocado en el living de su casa. De ahí el nombre: Air Bed and Breakfast, que luego se contrajo al difundido Airbnb. Un éxito sencillo: ofrecer habitaciones desocupadas ya existentes a precios sumamente competitivos. Y así el mercado hotelero de las ciudades en las que opera la plataforma comenzó a resquebrajarse. Aunque el contraste puede no resultar tan sorprendente en la actualidad, un buen dato para medir la popularidad de Airbnb es que, mientras a la cadena de hoteles Hilton le tomó casi cien años reunir setecientas mil habitaciones, a esta nueva alternativa —gracias a la tecnología— solo le llevó seis años juntar un millón. Esto —y muchísimo más— es posible gracias a los teléfonos inteligentes. ¿Alguien duda de que Steve Jobs tenía razón cuando dijo que su flamante teléfono
de diez centímetros de alto provocaría una revolución? Hoy, si queremos transporte, compañía, ropa, productos de limpieza, música para meditar, una clase de yoga o el diario de mañana, lo más probable es que podamos conseguirlo con un par de clics desde nuestro teléfono celular. Sin embargo, como mencioné antes, esto ya es historia: la nueva revolución de la interconexión consiste en sumar millones de objetos a esa interminable red de personas.
SISTEMA NERVIOSO PLANETARIO. Internet de las cosas (IoT, por su nombre en inglés, Internet of Things) es un concepto que describe una red conformada no ya por personas, sino por cosas. Se trata de millones de millones de objetos —electrodomésticos, autos, aviones, carreteras, luces, sistemas viales— que comienzan a estar conectados entre sí y a intercambiar información. Son, por ejemplo, los vehículos autónomos (que ya existen, pero no circulan por razones regulatorias); las heladeras que realizan los pedidos de supermercado de manera virtual en cuanto registran que se está acabando aquel producto que habitualmente consumimos; los sistemas de calefacción conectados a nuestros teléfonos móviles que se encienden cuando estamos llegando a nuestros hogares; los electrodomésticos que recomiendan los mejores horarios para encenderlos en función de la demanda de energía; o los sistemas de riego que se activan o suspenden según el pronóstico meteorológico. Para 2020 se espera que haya cerca de veintiséis mil millones de dispositivos conectados, un número que superaría ampliamente la cantidad de celulares.
De este modo, no solo estaremos conectados entre nosotros, sino también a nuestros objetos, lo que generaría una red de información infinita. En otras palabras, es como si la Tierra estuviera desarrollando un sistema nervioso central interconectado a través del cual fluyera toda la información del planeta. El diseñador e innovador Maurice Conti, de Autodesk, asegura que pronto llegará el día en que la hiperconectividad nos convierta en “superhumanos trabajando juntos con las máquinas”: “Ya tenemos una vinculación con la tecnología que nos ha permitido lograr grandes cosas. La diferencia con la situación actual es que la velocidad a la que están llegando estas nuevas tecnologías y la velocidad a la que las estamos adoptando nos llevará a algo que se sentirá más como una amplificación [de nuestros poderes] que como una simple mejora; algo así como un superpoder”. Y añade: “Actualmente, nuestra capacidad ya está amplificada por el acceso a una cantidad infinita de información a través de Internet”.
La interconexión tiene un efecto secundario que, bien usado, puede ser extraordinariamente positivo para la humanidad: cada interacción digital entre personas o entre cosas deja marcas. Se trata de algo parecido al relato infantil Hansel y Gretel: del mismo modo en que los hermanos dejaron caer miguitas de pan para rastrear el camino que los conduciría de nuevo al hogar; nosotros, cada vez que realizamos una operación online —transferencias, búsquedas, diálogos en redes sociales,
Para 2020 se espera que haya cerca de veintiséis mil millones de dispositivos conectados.
compras, consultas en el GPS—, dejamos huellas en la red. Solo que en este caso —a diferencia de las migajas del cuento— la información que es volcada perdura, se almacena y puede ser analizada y utilizada. Se trata, en realidad, de información muy valiosa. Y no es poca cosa. Según datos brindados por la Unión Europea en 2015, ya en ese entonces se generaba una información equivalente a trescientos sesenta mil DVD en un minuto, es decir, un promedio de seis megabytes diarios por persona, una cantidad equiparable a la totalidad de los datos que producía en toda su vida una persona del siglo XVI. El Big Data brinda, precisamente, la capacidad de almacenar, clasificar, analizar y compartir toda esta infinidad de datos para, a partir de ellos, efectuar mejoras en diversos campos como la medicina, la robótica, la industria o los negocios, entre muchos otros.
TERCERA GUERRA MUNDIAL. Pero no todo lo vinculado a la hiperconexión es positivo. Hay fuerzas que están aprovechando la comunicación sin barreras y el enorme acceso a la información para intentar sembrar el caos en las democracias occidentales. Este es el caso, por ejemplo, de las famosas fake news que alteraron la campaña presidencial norteamericana de 2016 y causaron que las principales redes sociales —Facebook, Twitter y YouTube— tuvieran que comparecer ante el Congreso para explicar qué tipo de control tenían sobre lo que circulaba libremente en sus plataformas. Es cierto que los servicios de inteligencia de los diferentes países siempre han llevado a cabo operaciones similares (comúnmente conocidas como “operaciones psicológicas”) con las que pretendían confundir y desmoralizar al enemigo o —en los casos de lucha contra regímenes totalitarios— dar acceso a la población a información que estaba fuera de su alcance.
Sin embargo, antes de la digitalización estaban limitados a tácticas como imprimir panfletos y dejarlos caer de un avión sobre las ciudades enemigas, difundir rumores a través de espías y agentes aliados o utilizar radios de onda corta (como la célebre Voz de América con la que Estados Unidos mantuvo informado a todo el bloque soviético acerca de lo que sucedía en Occidente duran-
La necesidad de estar conectados es vieja como el mundo, lo nuevo son las conexiones infinitas.
Los jóvenes ven más contenido audiovisual en Facebook y YouTube que en televisión.
te la Guerra Fría, o la emisora uruguaya Radio Colonia, que transmitió para la Argentina muchas de las noticias censuradas por la dictadura militar de 1976-1983). Si lo que se buscaba era una llegada directa a la población, otra opción también era la “plantada” de historias ficticias en los medios de comunicación masiva, pero esta tarea se veía muchas veces dificultada por los editores, que se erigían en poderosos obstáculos.
La operación psicológica más notoria de nuestros días fue la intervención del gobierno ruso en las elecciones presidenciales estadounidenses. Los rusos no solo hackearon la campaña de la candidata demócrata Hillary Clinton, sino que difundieron cientos de noticias falsas —en algunos casos usando botnets, robots que se dedican a hacer posteos en las redes sociales— con el propósito de sembrar la discordia entre los norteamericanos, polarizar las elecciones y exacerbar el miedo o la lealtad a uno u otro partido. ¿Cuál fue su arma secreta? Las redes sociales. Con una modesta inversión de menos de medio millón de dólares, Moscú compró avisos en las principales plataformas —entre ellas Twitter, Facebook y YouTube— y llegó a los ojos de más de 160 millones de personas.
Para muchos expertos esto evidencia la intención de Rusia de reavivar la vieja guerra por medio de las redes sociales (algunos incluso hablan del comienzo de la tercera guerra mundial). Uno de ellos es John Pollock, periodista de la MIT Technology Review —revista sobre medios y nuevas tecnologías—, quien afirma que las herramientas digitales sirvieron al país de Europa del Este para modernizar una de sus principales tácticas de guerra: la maskirovka o “pequeña mascarada”. El arma más poderosa de la maskirovka es la desinformación, una palabra que entró al vocabulario de los norteamericanos ya en los años 50 y que proviene del término ruso dezinformatziya. “Una generación después de la Guerra Fría, los reconocidos maestros de la ‘deza’ están desplegando la tecnología de la desinformación contra las democracias liberales”, dice Pollock. El mundo de hoy está tan hiperconectado que hasta la guerra se lleva a
cabo a través de las redes.
ESENCIALMENTE HUMANO. El escándalo producido por las fake news en Estados Unidos condujo a que las principales redes sociales tuvieran que presentarse ante el Congreso a dar explicaciones. Furiosos, los senadores criticaron las plataformas Facebook, Twitter y YouTube por su falta de control sobre los contenidos difundidos; y varios introdujeron proyectos de ley para que los avisos electorales emitidos por ellas estuvieran sujetos a las mismas regulaciones que las publicidades en los medios tradicionales.
Unos meses después, al saberse que una consultora llamada Cambridge Analytica, que trabajaba para la campaña del entonces candidato a la presidencia de Estados Unidos Donald Trump, había utilizado de forma indebida datos de Facebook obtenidos exclusivamente para uso académico con el fin de identificar las ideas políticas de 50 millones de usuarios e influir sobre ellos, la indignación fue general. Sin embargo, por lo menos hasta el momento de la publicación de este libro, ningún político ha llamado a restringir la hiperconexión que permiten las redes sociales. ¿Por qué no se lleva adelante esta restricción? En realidad, en la opinión de Mark Zuckerberg —el fundador de Facebook—, la hiperconexión que posibilitan las plataformas como Facebook no es sino la versión más reciente de una actividad esencial para el ser humano, la de relacionarnos entre nosotros, que ha existido desde los albores de la humanidad y sin la que no podríamos vivir ni desarrollarnos. “La historia es el relato de cómo hemos aprendido a unirnos en grupos cada vez más numerosos, desde tribus hasta ciudades y naciones”, escribió en 2017 en una carta publicada, justamente, en su página de Facebook (que tiene más de 98 millones de seguidores), cuando ya empezaba a despuntar el escándalo de las noticias falsas.
“En cada etapa construimos infraestructuras sociales que nos fortalecieron y nos permitieron hacer cosas que no podríamos haber hecho solos”, explicó Zuckerberg y, según él, Facebook es la infraestructura que nos conecta en el siglo veintiuno. Si la necesidad de estar conectados es tan vieja como el mundo, lo nuevo es que hoy nuestras conexiones son infinitas e instantáneas. Y esto se ha convertido en la norma: nadie lo discute. De hecho, la sorpresiva victoria del Brexit en el Reino Unido y la elección de Trump —que se candidateó con una plataforma nacionalista y proteccionista— como presidente de los Estados Unidos expresan una tendencia marcadamente antiglobalizadora que cuestiona la apertura internacional del comercio o la integración europea, entre otros, pero no la hiperconexión producida por las redes sociales. nadie alzó la voz contra esto. Hubo incluso quienes, ante las aparentes “debilidades” de las redes sociales destapadas con el escándalo de la intervención rusa en la campaña presidencial estadounidense, llamaron a crear… más Facebooks. Para Brian Bergstein, editor de la MIT Technology Review, lo ideal sería crear más plataformas como Facebook que cubran distintos nichos y sirvan para ponernos en contacto con otras ideas y redes de personas. Así la solución a los riesgos a los que nos vemos expuestos con la hiperconexión sería, aparentemente, más conexión.
GENERACIÓN HIPERCONECTADA. La apuesta por un nivel cada vez mayor de conexión es propia de una nueva época, la de los millennials y los miembros de la generación Z, que nacieron y crecieron con la hiperconexión. Los millennials son nativos digitales. Los genZers son todavía más: son nativos móviles, porque nacieron con los teléfonos inteligentes. Para ellos la tecnología tiene características prácticamente mágicas: con un botón se llama un auto; con otro se compra un juego. Esperan que la tecnología esté a su servicio de manera inmediata y completa, y no pueden siquiera concebir la idea contraria. La tecnología es una de las dimensiones más importantes de su vida.
Por eso la vida de los nativos móviles se desarrolla tanto en el mundo real como en mundos virtuales. En lo personal, durante casi tres años miré sin entender cómo mis hijos Michel y Max se sumergían en un juego en el que lo único que parecía suceder era que se rompían ladrillos todo el tiempo. Era Minecraft, y mis hijos no estaban solos: más de ocho millones y medio de niños participaban del videojuego sin conocerse. Y como Minecraft existen muchos otros: World of Warcraft (con ocho millones de suscriptores alrededor del planeta), Habbo Hotel (con siete millones y medio de usuarios activos) o RunScape (con cinco millones de seguidores) son algunos de ellos. Cada uno de estos juegos posibilita infinitas conexiones que trascienden las fronteras geográficas, culturales e incluso lingüísticas. Ya sea que estén sumidos en juegos en línea o escuchando música, viendo videos o interactuando con amigos a través de redes sociales y plataformas de chat (Facebook, Instagram, Snapchat, entre otros), el tiempo que los miembros de esta generación pasan frente a algún dispositivo es cada vez mayor.
Ellos tienen además una característica que los distingue: son visuales. Son chicos que están creciendo rodeados de imágenes y de estímulos audiovisuales mucho más que del lenguaje escrito. Esta tendencia, como hemos visto, tiene implicancias profundas en materia de educación, pero también en los medios de comunicación tradicionales: hoy, por ejemplo, los jóvenes ven más contenido audiovisual en Facebook, YouTube y otras plataformas que en televisión. Cuando converso con mis hijos sobre temas de actualidad, siempre me sorprendo de lo informados que están a pesar de no haberlos visto nunca leyendo un periódico (ni siquiera uno digital) o mirando un noticiero.
Ellos, me dicen, se mantienen actualizados a través de Snapchat, con noticias que aparecen en la red previamente personalizadas —es decir, filtradas— según los intereses de cada usuario. Y así van surgiendo nuevos medios de comunicación y nuevos personajes mediáticos como los youtubers, jóvenes de entre 17 y 25 años (en promedio) que crean contenidos audiovisuales y utilizan la plataforma de YouTube para conectarse con sus fans y mostrarles lo que hacen. Los youtubers son los
Servicios como Netflix, Hulu o Amazon Video están creciendo vertiginosamente.
Beatles de esta generación. Cada vez que van a algún evento, miles de adolescentes se movilizan para verlos. El chileno Germán Garmendia es uno de los más seguidos. En abril de 2017, su canal de YouTube había pasado los treinta y un millones de suscriptores y sus videos tenían más de tres mil millones de reproducciones. En Twitter contaba con más de nueve millones de seguidores y en Facebook, con más de dieciséis millones. Por supuesto, este cambio en los medios tiene también su correlato en la industria del marketing: “Cuando Procter & Gamble tiene que comunicarse con chicas de alrededor de trece años que están comenzando a tener su período menstrual para promover sus tampones, no puede poner publicidad en televisión —dice José Luis Massa, fundador y CEO de Club Media networks, una empresa que sirve de vínculo entre youtubers y otras compañías—. Las chicas de esa edad ya no miran televisión. Procter tiene que sí o sí poner publicidad en YouTube, porque ahí está su audiencia”.
ESPACIO MULTIPOLAR. Cada vez son más los jóvenes que no miran televisión y que acceden a la información a través de distintas plataformas. Pero no se trata solo del reemplazo de un medio por otro: en la actualidad el consumo de contenidos es, como nunca, voraz. De esta voracidad es precisamente que emerge el llamado multiscreening, la diseminación de la atención en diferentes pantallas o dispositivos que el usuario utiliza a un mismo tiempo. Por ejemplo, en 2016, durante el famoso campeonato anual de fútbol americano, el Super Bowl, el 73 por ciento de la audiencia miró el partido mientras navegaba en Internet con algún otro aparato, según una encuesta de la consultora Salesforce Research. Como señala Fernández Pedemonte, de la Universidad Austral, “los medios se combinan, se consumen durante todo el día. Eso hace que las audiencias se fragmenten y el poder de los medios caiga porque son parte de un mosaico. Con este fenómeno hoy se podría interpretar al espacio público como una red, como una interconexión. Antes había un centro. Hoy este espacio público es multipolar”.
Sin embargo, la característica más saliente de la nueva forma de consumir contenido es que los nuevos medios han puesto la programación en nuestras manos: somos nosotros los que elegimos qué ver, cuándo, dónde y cómo. Gracias a la posibilidad de hacer streaming de video por Internet, aparecieron nuevas alternativas a la vieja televisión (tanto de aire como por cable), e incluso a YouTube. En los Estados Unidos, servicios como netflix, Hulu o Amazon Video están creciendo vertiginosamente. En todos ellos el usuario elige su propia programación y accede a ella en el momento en que lo desea y en el dispositivo de su preferencia. Según la revista Consumer Reports, a comienzos de 2016 casi uno de cada dos hogares estadounidenses utilizaba algún servicio de streaming. Esta tendencia a elegir la opción que más nos conviene no se limita a los medios: la tecnología ha producido en nosotros un empoderamiento que se extiende a muchas otras áreas. Por ejemplo, ya es un hecho que podemos descargar de Internet videos, canciones e incluso libros cuando queremos, pero ahora, con la creciente adopción del sistema de entrega de paquetes mediante drones y la estrategia de compañías de e-commerce como Amazon de abrir centros de almacenamiento cerca de la mayoría de los centros urbanos donde opera, el consumo de productos generales comienza a parecerse cada vez más al consumo actual de los medios.
¿Para qué abastecer nuestra heladera para toda la semana si el supermercado puede hacernos llegar un paquete de arroz o una bolsa de manzanas en una hora? Esta posibilidad de conseguir lo que queremos cuando lo queremos y cómo lo queremos ha producido un cambio básico de mentalidad: nos sentimos empoderados. Y por lo tanto ya no nos comportamos como consumidores (o ni siquiera como ciudadanos) pasivos. Por el contrario, hemos asumido un rol activo: somos actores de nuestra propia historia. Ya no aceptamos que nos impongan agendas, ideas, estilos de vida o reglas de conducta.
* CEO de la consultora Newlink. Autor de "Expuestos: Las nuevas reglas del mundo transparente" (Conecta)
Conseguir lo que queremos cuando lo queremos, ha producido un cambio de mentalidad.