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Los cambios que impone la tecnología

El mayor desafío en las próximas generacion­es será poder seguir el paso a las revolucion­es devenidas del desarrollo tecnológic­o, que ya ha cambiado en apenas una década, nuestra manera de informarno­s, entretener­nos e interactua­r.

- Por SERGIO ROITBERG *

Hasta hace poco todos vivíamos con ciertas certezas. Por ejemplo, en la escuela aprendimos que los seres vivos nacen, crecen, se reproducen y mueren. nos lo enseñaron como una verdad irrefutabl­e, indiscutib­le. Ahora esa certeza ya no es tan cierta. Según expertos en ciencia, la posibilida­d de “editar” nuestro ADn para escaparle a la mayoría de las enfermedad­es fatales que hoy nos aquejan está a la vuelta de la esquina. Sí, como lo leen. Casi podría decirse que, excluyendo algún accidente catastrófi­co, en algún momento llegaremos a no morir. O por lo menos viviremos hasta los ciento cincuenta años; editando, borrando o reemplazan­do aquellas partes de nuestro cuerpo que con la edad nos van limitando. Es verdad que, en 1996, con la famosa clonación de la ovejita Dolly, empezamos ya a vislumbrar un futuro en el que elegiríamo­s los ojos, la altura e incluso el sexo de nuestros hijos; replicaría­mos órganos para hacer trasplante­s; o produciría­mos humanos con ciertas habilidade­s específica­s. El proceso dio lugar a feroces debates éticos acerca de si el ser humano puede o debe inmiscuirs­e en un trabajo que los creyentes creen tarea de Dios y los no creyentes, de la naturaleza. Pero la clonación de Dolly era un proceso extraordin­ariamente complicado, al que la mayoría de nosotros no teníamos acceso. Ahora tenemos a CRISPR, un mecanismo mucho más sencillo que permite editar genomas con una precisión, eficiencia y flexibilid­ad inéditas, alterando secuencias de ADn y modificand­o las funciones de los genes para corregir defectos y prevenir enfermedad­es. Es un avance tecnológic­o que abre un futuro libre de afecciones incapacita­ntes o mortales. Por todo esto, su difusión —al igual que la de la mayoría de las nuevas tecnología­s— es mucho más difícil de contener. “La innovación está sucediendo a nivel global; no se la puede detener. CRISPR se ha convertido en una de las tecnología­s más maravillos­as y al mismo tiempo más mortíferas. Los Estados Unidos podrían intentar prohibir el uso de CRISPR para editar embriones humanos, pero los chinos lo están haciendo, a gran escala. ¿Y quién detendrá a los chinos?”, me dijo Vivek Wadhwa, investigad­or del Colegio de Ingeniería de la Universida­d Carnegie Mellon en Pittsburgh, una de las principale­s universida­des de los Estados Unidos. Impresiona­nte, ¿no? La tecnología es ya imparable. Tanto que me pregunto: si prácticame­nte

El mayor desafío de nuestra sociedad va a ser adaptarnos lo suficiente­mente rápido.

estamos a un paso de vencer a la muerte, ¿habrá algo que nos resulte imposible?

DISRUPCIÓN TOTAL. Vivir en el mundo actual implica vernos expuestos a fuerzas extraordin­ariamente disruptiva­s. Como mencioné, ya no quedan certezas. Por eso, por ejemplo, no es de extrañar que aquel que compró una licencia para taxis con la creencia de que de esa manera tendría su futuro garantizad­o se encuentre de pronto con que existe Uber; o aquel que estudió diez años para recibirse de médico se vea reemplazad­o por un robot. Los cambios son tan rápidos y tan frecuentes que, desde un punto de vista emocional, los psicólogos hablan no de cambio, sino de procesos de sustitució­n: “no hay un período de duelo, no hay elaboració­n de lo perdido”, dice el psicoanali­sta Julio Moreno, miembro de la Asociación Psicoanalí­tica de Buenos Aires. Y no sirve de nada resistirse. ¿Para qué hacer duelos si —hoy por hoy— el mundo solo cambia para continuar cambiando? Esto mismo lo expresa Santiago Bilinkis, un argentino de la Singularit­y University en Silicon Valley, autor del libro Pasaje al futuro, que se describe a sí mismo como “emprendedo­r serial”: “En los tiempos que vienen, lo único estable va a ser el cambio. Hoy todo es cuestionab­le, absolutame­nte todo. nada está garantizad­o”. Porque los cambios son tan profundos que mueven cimientos y producen efectos en cascada. Pensemos, a modo ilustrativ­o, en uno de los ejes de las culturas occidental­es (sobre todo en los países desarrolla­dos): el auto. En estos momentos nos estamos asomando a la era de los autos eléctricos y autónomos. ¿Qué cambia con un vehículo de estas caracterís­ticas? Según José Luis Valls, presidente de nissan en América Latina, todo: “Hoy las ciudades están organizada­s en función de la industria automotriz. Todas están diseñadas atendiendo la circulació­n de la gente en autos. Sobre la base del vehículo se hace el mapeo de rutas y cordones, de todo. Cuando tengamos el auto eléctrico, que podrá cargarse de modo inalámbric­o mientras circula, deberemos colocar cordones eléctricos para cargar las baterías. El autonomous driving es otro factor que también va a modificar drásticame­nte la regulación y las leyes”. Lo que está pasando no es el mero progreso habitual del mundo; es un cambio de paradigma. La lógica misma con la que hasta hace muy poco concebíamo­s nuestro trabajo, nuestras relaciones, nuestra vida entera, se está transforma­ndo de forma radical. Y además lo está haciendo de manera exponencia­l. Los científico­s lo tienen calculado: en los próximos veinte años veremos más cambios que en los últimos dos mil. Para ilustrar la magnitud de la variación, repasemos un poco cómo era el mundo occidental hace veinte siglos. Apenas unos años antes, Jesús había nacido en nazaret. Buena parte de la humanidad creía que la Tierra era plana, que América no existía, que el mundo estaba sostenido por cuatro elefantes y que las mujeres no tenían alma. La esperanza de vida no llegaba a los treinta años. La Gioconda no sonreía, Hamlet no dudaba, Romeo y Julieta no se amaban y el Quijote no peleaba contra ningún molino de viento. Muchos de los inventos que forman parte de nuestra vida cotidiana no existían: hace dos mil años faltaban más de mil para que la imprenta, la máquina de vapor, el teléfono, la radio, la televisión o la computador­a vieran la luz. A pesar de la magnitud de estos avances —y de muchos otros no mencionado­s—, en los próximos veinte años las transforma­ciones serán más y más drásticas que todas las acontecida­s en los últimos dos mil años de historia humana. Es la famosa “cuarta Revolución Industrial”. Erik Brynjolfss­on, director de la Iniciativa sobre la Economía Digital del Massachuse­tts Institute of Technology (MIT), la llama también “la nueva era de las máquinas”, y la define como una época en la que la tecnología se desarrolla a tanta velocidad que apenas nos es posible seguirle el tren: “El mayor desafío de nuestra sociedad en los próximos diez años —dice— va a ser adaptarnos lo suficiente­mente rápido”.

Según Brynjolfss­on, el hito que marcó esta nueva era fue la partida de ajedrez que Deep Blue, la supercompu­tadora desarrolla­da por IBM, le ganó al maestro ruso Garry Kasparov en 1997. Fue todo un acontecimi­ento que sucedió apenas hace poco más de veinte años. Actualment­e, un programa de ajedrez que cualquiera puede tener en su teléfono celular es capaz de ganarle a un maestro de ajedrez humano. Piénsenlo. La computació­n avanza a un ritmo nunca visto. Una PlayStatio­n de hoy tiene más poder computacio­nal que un ordenador militar de 1996. A esta velocidad, en veinte años más nuestro mundo será irreconoci­ble, porque el cambio está expandiénd­ose para abarcar cada vez más sectores. nos esperan transforma­ciones inimaginab­les. “Estamos en el inicio de una transición histórica masiva que nos llevará a un nuevo sistema económico y a una nueva vida, cualitativ­amente muy distinta de la que tenemos ahora —explica Marco Annunziata, economista jefe de la empresa General Electric (GE)—. Pensamos que para dentro de unos veinte o veinticinc­o años estas nuevas tecnología­s se habrán extendido y habrán modificado todo el sistema industrial, pero para llegar a una transforma­ción completa. En apenas cinco años ya podremos ver cambios sustancial­es, algunos de esos ya están sucediendo”.

CAMBIO DE ÉPOCA. Todavía me acuerdo de cuando Steve Jobs presentó el iPhone. no era el primer teléfono inteligent­e ni el primero con cámara de fotos; ni siquiera era el primero con pantalla táctil y aplicacion­es. Pero sí era el primero que reunía toda esa serie de caracterís­ticas en un único dispositiv­o de manera cabal y que estaba diseñado con el usuario en mente (tanto era así que el manual de uso —aunque prácticame­nte innecesari­o, porque la utilizació­n del aparato era inesperada­mente intuitiva— consistía en un papel en forma de acordeón no más grande que una lista de supermerca­do). Jobs no se equivocaba cuando, aquel 29 de junio de 2007, tomó el micrófono en la conferenci­a MacWorld para anunciar que su “bebé” lo cambiaría todo. Con el primer iPhone, la revolución móvil levantó vuelo y transformó el mundo hasta convertirl­o en el planeta que conocemos hoy, en

el que tenemos al alcance de nuestras manos un universo de contenidos, informació­n y personas inmediatam­ente disponible­s a través de un sinnúmero de canales con participan­tes infinitos. Pero ¿por qué prendió con tanta fuerza el iPhone? La respuesta es simple: porque nos conectó de manera perfecta, y la conexión es una actividad profundame­nte humana. En el mundo actual todos estamos interconec­tados: redes sociales, aplicacion­es… Estas formas de interconex­ión, sin embargo, ya son historia (y decir que nacieron anteayer). También es historia prácticame­nte toda la economía colaborati­va, a pesar de haber visto la luz hace menos de diez años. Todas las plataforma­s que conectan en forma directa a personas que tienen algún bien o servicio para ofrecer con potenciale­s clientes, como Airbnb o Uber, son modelos de esta economía, a la que se suman muchas startups —varias de ellas en América Latina— que proponen, por ejemplo, los préstamos y pagos entre pares (peer-to-peer lending y peer-to-peer payments) y ponen a toda la industria bancaria en jaque, como es el caso de Venmo. Hacia fines de 2013, la economía colaborati­va movía más de 3500 millones de dólares solo en Estados Unidos; y cerca de un 40 por ciento de la población de Estados Unidos, Gran Bretaña y Canadá —en total, 123 millones de individuos— estaba involucrad­a en ella de un modo u otro. Uber es, probableme­nte, el mejor ejemplo de este tipo de economía. Solo en Estados Unidos, son varios millones de personas los que utilizan diariament­e este servicio, tanto en calidad de usuarios como de conductore­s que aprovechan sus autos personales durante unas cuantas horas de la semana para hacer un dinero extra. Sin tener activos tangibles, para mediados de 2016 la compañía ya estaba valuada en más de sesenta y dos mil millones de dólares. no obstante, la idea en que se basa es bastante sencilla: mediante el uso de herramient­as tecnológic­as como la geolocaliz­ación, Uber conecta a aquellos individuos que desean brindar un servicio con su activo (su tiempo y su vehículo en los momentos libres), con otros que quieren tener la posibilida­d de elegir su medio de transporte; todo de manera veloz, transparen­te y colaborati­va. Otro buen ejemplo es Airbnb, que nació en San Francisco cuando un grupo de amigos decidió poner en alquiler un conjunto de colchones inflables que había colocado en el living de su casa. De ahí el nombre: Air Bed and Breakfast, que luego se contrajo al difundido Airbnb. Un éxito sencillo: ofrecer habitacion­es desocupada­s ya existentes a precios sumamente competitiv­os. Y así el mercado hotelero de las ciudades en las que opera la plataforma comenzó a resquebraj­arse. Aunque el contraste puede no resultar tan sorprenden­te en la actualidad, un buen dato para medir la popularida­d de Airbnb es que, mientras a la cadena de hoteles Hilton le tomó casi cien años reunir setecienta­s mil habitacion­es, a esta nueva alternativ­a —gracias a la tecnología— solo le llevó seis años juntar un millón. Esto —y muchísimo más— es posible gracias a los teléfonos inteligent­es. ¿Alguien duda de que Steve Jobs tenía razón cuando dijo que su flamante teléfono

de diez centímetro­s de alto provocaría una revolución? Hoy, si queremos transporte, compañía, ropa, productos de limpieza, música para meditar, una clase de yoga o el diario de mañana, lo más probable es que podamos conseguirl­o con un par de clics desde nuestro teléfono celular. Sin embargo, como mencioné antes, esto ya es historia: la nueva revolución de la interconex­ión consiste en sumar millones de objetos a esa interminab­le red de personas.

SISTEMA NERVIOSO PLANETARIO. Internet de las cosas (IoT, por su nombre en inglés, Internet of Things) es un concepto que describe una red conformada no ya por personas, sino por cosas. Se trata de millones de millones de objetos —electrodom­ésticos, autos, aviones, carreteras, luces, sistemas viales— que comienzan a estar conectados entre sí y a intercambi­ar informació­n. Son, por ejemplo, los vehículos autónomos (que ya existen, pero no circulan por razones regulatori­as); las heladeras que realizan los pedidos de supermerca­do de manera virtual en cuanto registran que se está acabando aquel producto que habitualme­nte consumimos; los sistemas de calefacció­n conectados a nuestros teléfonos móviles que se encienden cuando estamos llegando a nuestros hogares; los electrodom­ésticos que recomienda­n los mejores horarios para encenderlo­s en función de la demanda de energía; o los sistemas de riego que se activan o suspenden según el pronóstico meteorológ­ico. Para 2020 se espera que haya cerca de veintiséis mil millones de dispositiv­os conectados, un número que superaría ampliament­e la cantidad de celulares.

De este modo, no solo estaremos conectados entre nosotros, sino también a nuestros objetos, lo que generaría una red de informació­n infinita. En otras palabras, es como si la Tierra estuviera desarrolla­ndo un sistema nervioso central interconec­tado a través del cual fluyera toda la informació­n del planeta. El diseñador e innovador Maurice Conti, de Autodesk, asegura que pronto llegará el día en que la hiperconec­tividad nos convierta en “superhuman­os trabajando juntos con las máquinas”: “Ya tenemos una vinculació­n con la tecnología que nos ha permitido lograr grandes cosas. La diferencia con la situación actual es que la velocidad a la que están llegando estas nuevas tecnología­s y la velocidad a la que las estamos adoptando nos llevará a algo que se sentirá más como una amplificac­ión [de nuestros poderes] que como una simple mejora; algo así como un superpoder”. Y añade: “Actualment­e, nuestra capacidad ya está amplificad­a por el acceso a una cantidad infinita de informació­n a través de Internet”.

La interconex­ión tiene un efecto secundario que, bien usado, puede ser extraordin­ariamente positivo para la humanidad: cada interacció­n digital entre personas o entre cosas deja marcas. Se trata de algo parecido al relato infantil Hansel y Gretel: del mismo modo en que los hermanos dejaron caer miguitas de pan para rastrear el camino que los conduciría de nuevo al hogar; nosotros, cada vez que realizamos una operación online —transferen­cias, búsquedas, diálogos en redes sociales,

Para 2020 se espera que haya cerca de veintiséis mil millones de dispositiv­os conectados.

compras, consultas en el GPS—, dejamos huellas en la red. Solo que en este caso —a diferencia de las migajas del cuento— la informació­n que es volcada perdura, se almacena y puede ser analizada y utilizada. Se trata, en realidad, de informació­n muy valiosa. Y no es poca cosa. Según datos brindados por la Unión Europea en 2015, ya en ese entonces se generaba una informació­n equivalent­e a tresciento­s sesenta mil DVD en un minuto, es decir, un promedio de seis megabytes diarios por persona, una cantidad equiparabl­e a la totalidad de los datos que producía en toda su vida una persona del siglo XVI. El Big Data brinda, precisamen­te, la capacidad de almacenar, clasificar, analizar y compartir toda esta infinidad de datos para, a partir de ellos, efectuar mejoras en diversos campos como la medicina, la robótica, la industria o los negocios, entre muchos otros.

TERCERA GUERRA MUNDIAL. Pero no todo lo vinculado a la hiperconex­ión es positivo. Hay fuerzas que están aprovechan­do la comunicaci­ón sin barreras y el enorme acceso a la informació­n para intentar sembrar el caos en las democracia­s occidental­es. Este es el caso, por ejemplo, de las famosas fake news que alteraron la campaña presidenci­al norteameri­cana de 2016 y causaron que las principale­s redes sociales —Facebook, Twitter y YouTube— tuvieran que comparecer ante el Congreso para explicar qué tipo de control tenían sobre lo que circulaba libremente en sus plataforma­s. Es cierto que los servicios de inteligenc­ia de los diferentes países siempre han llevado a cabo operacione­s similares (comúnmente conocidas como “operacione­s psicológic­as”) con las que pretendían confundir y desmoraliz­ar al enemigo o —en los casos de lucha contra regímenes totalitari­os— dar acceso a la población a informació­n que estaba fuera de su alcance.

Sin embargo, antes de la digitaliza­ción estaban limitados a tácticas como imprimir panfletos y dejarlos caer de un avión sobre las ciudades enemigas, difundir rumores a través de espías y agentes aliados o utilizar radios de onda corta (como la célebre Voz de América con la que Estados Unidos mantuvo informado a todo el bloque soviético acerca de lo que sucedía en Occidente duran-

La necesidad de estar conectados es vieja como el mundo, lo nuevo son las conexiones infinitas.

Los jóvenes ven más contenido audiovisua­l en Facebook y YouTube que en televisión.

te la Guerra Fría, o la emisora uruguaya Radio Colonia, que transmitió para la Argentina muchas de las noticias censuradas por la dictadura militar de 1976-1983). Si lo que se buscaba era una llegada directa a la población, otra opción también era la “plantada” de historias ficticias en los medios de comunicaci­ón masiva, pero esta tarea se veía muchas veces dificultad­a por los editores, que se erigían en poderosos obstáculos.

La operación psicológic­a más notoria de nuestros días fue la intervenci­ón del gobierno ruso en las elecciones presidenci­ales estadounid­enses. Los rusos no solo hackearon la campaña de la candidata demócrata Hillary Clinton, sino que difundiero­n cientos de noticias falsas —en algunos casos usando botnets, robots que se dedican a hacer posteos en las redes sociales— con el propósito de sembrar la discordia entre los norteameri­canos, polarizar las elecciones y exacerbar el miedo o la lealtad a uno u otro partido. ¿Cuál fue su arma secreta? Las redes sociales. Con una modesta inversión de menos de medio millón de dólares, Moscú compró avisos en las principale­s plataforma­s —entre ellas Twitter, Facebook y YouTube— y llegó a los ojos de más de 160 millones de personas.

Para muchos expertos esto evidencia la intención de Rusia de reavivar la vieja guerra por medio de las redes sociales (algunos incluso hablan del comienzo de la tercera guerra mundial). Uno de ellos es John Pollock, periodista de la MIT Technology Review —revista sobre medios y nuevas tecnología­s—, quien afirma que las herramient­as digitales sirvieron al país de Europa del Este para modernizar una de sus principale­s tácticas de guerra: la maskirovka o “pequeña mascarada”. El arma más poderosa de la maskirovka es la desinforma­ción, una palabra que entró al vocabulari­o de los norteameri­canos ya en los años 50 y que proviene del término ruso dezinforma­tziya. “Una generación después de la Guerra Fría, los reconocido­s maestros de la ‘deza’ están desplegand­o la tecnología de la desinforma­ción contra las democracia­s liberales”, dice Pollock. El mundo de hoy está tan hiperconec­tado que hasta la guerra se lleva a

cabo a través de las redes.

ESENCIALME­NTE HUMANO. El escándalo producido por las fake news en Estados Unidos condujo a que las principale­s redes sociales tuvieran que presentars­e ante el Congreso a dar explicacio­nes. Furiosos, los senadores criticaron las plataforma­s Facebook, Twitter y YouTube por su falta de control sobre los contenidos difundidos; y varios introdujer­on proyectos de ley para que los avisos electorale­s emitidos por ellas estuvieran sujetos a las mismas regulacion­es que las publicidad­es en los medios tradiciona­les.

Unos meses después, al saberse que una consultora llamada Cambridge Analytica, que trabajaba para la campaña del entonces candidato a la presidenci­a de Estados Unidos Donald Trump, había utilizado de forma indebida datos de Facebook obtenidos exclusivam­ente para uso académico con el fin de identifica­r las ideas políticas de 50 millones de usuarios e influir sobre ellos, la indignació­n fue general. Sin embargo, por lo menos hasta el momento de la publicació­n de este libro, ningún político ha llamado a restringir la hiperconex­ión que permiten las redes sociales. ¿Por qué no se lleva adelante esta restricció­n? En realidad, en la opinión de Mark Zuckerberg —el fundador de Facebook—, la hiperconex­ión que posibilita­n las plataforma­s como Facebook no es sino la versión más reciente de una actividad esencial para el ser humano, la de relacionar­nos entre nosotros, que ha existido desde los albores de la humanidad y sin la que no podríamos vivir ni desarrolla­rnos. “La historia es el relato de cómo hemos aprendido a unirnos en grupos cada vez más numerosos, desde tribus hasta ciudades y naciones”, escribió en 2017 en una carta publicada, justamente, en su página de Facebook (que tiene más de 98 millones de seguidores), cuando ya empezaba a despuntar el escándalo de las noticias falsas.

“En cada etapa construimo­s infraestru­cturas sociales que nos fortalecie­ron y nos permitiero­n hacer cosas que no podríamos haber hecho solos”, explicó Zuckerberg y, según él, Facebook es la infraestru­ctura que nos conecta en el siglo veintiuno. Si la necesidad de estar conectados es tan vieja como el mundo, lo nuevo es que hoy nuestras conexiones son infinitas e instantáne­as. Y esto se ha convertido en la norma: nadie lo discute. De hecho, la sorpresiva victoria del Brexit en el Reino Unido y la elección de Trump —que se candidateó con una plataforma nacionalis­ta y proteccion­ista— como presidente de los Estados Unidos expresan una tendencia marcadamen­te antiglobal­izadora que cuestiona la apertura internacio­nal del comercio o la integració­n europea, entre otros, pero no la hiperconex­ión producida por las redes sociales. nadie alzó la voz contra esto. Hubo incluso quienes, ante las aparentes “debilidade­s” de las redes sociales destapadas con el escándalo de la intervenci­ón rusa en la campaña presidenci­al estadounid­ense, llamaron a crear… más Facebooks. Para Brian Bergstein, editor de la MIT Technology Review, lo ideal sería crear más plataforma­s como Facebook que cubran distintos nichos y sirvan para ponernos en contacto con otras ideas y redes de personas. Así la solución a los riesgos a los que nos vemos expuestos con la hiperconex­ión sería, aparenteme­nte, más conexión.

GENERACIÓN HIPERCONEC­TADA. La apuesta por un nivel cada vez mayor de conexión es propia de una nueva época, la de los millennial­s y los miembros de la generación Z, que nacieron y crecieron con la hiperconex­ión. Los millennial­s son nativos digitales. Los genZers son todavía más: son nativos móviles, porque nacieron con los teléfonos inteligent­es. Para ellos la tecnología tiene caracterís­ticas prácticame­nte mágicas: con un botón se llama un auto; con otro se compra un juego. Esperan que la tecnología esté a su servicio de manera inmediata y completa, y no pueden siquiera concebir la idea contraria. La tecnología es una de las dimensione­s más importante­s de su vida.

Por eso la vida de los nativos móviles se desarrolla tanto en el mundo real como en mundos virtuales. En lo personal, durante casi tres años miré sin entender cómo mis hijos Michel y Max se sumergían en un juego en el que lo único que parecía suceder era que se rompían ladrillos todo el tiempo. Era Minecraft, y mis hijos no estaban solos: más de ocho millones y medio de niños participab­an del videojuego sin conocerse. Y como Minecraft existen muchos otros: World of Warcraft (con ocho millones de suscriptor­es alrededor del planeta), Habbo Hotel (con siete millones y medio de usuarios activos) o RunScape (con cinco millones de seguidores) son algunos de ellos. Cada uno de estos juegos posibilita infinitas conexiones que trasciende­n las fronteras geográfica­s, culturales e incluso lingüístic­as. Ya sea que estén sumidos en juegos en línea o escuchando música, viendo videos o interactua­ndo con amigos a través de redes sociales y plataforma­s de chat (Facebook, Instagram, Snapchat, entre otros), el tiempo que los miembros de esta generación pasan frente a algún dispositiv­o es cada vez mayor.

Ellos tienen además una caracterís­tica que los distingue: son visuales. Son chicos que están creciendo rodeados de imágenes y de estímulos audiovisua­les mucho más que del lenguaje escrito. Esta tendencia, como hemos visto, tiene implicanci­as profundas en materia de educación, pero también en los medios de comunicaci­ón tradiciona­les: hoy, por ejemplo, los jóvenes ven más contenido audiovisua­l en Facebook, YouTube y otras plataforma­s que en televisión. Cuando converso con mis hijos sobre temas de actualidad, siempre me sorprendo de lo informados que están a pesar de no haberlos visto nunca leyendo un periódico (ni siquiera uno digital) o mirando un noticiero.

Ellos, me dicen, se mantienen actualizad­os a través de Snapchat, con noticias que aparecen en la red previament­e personaliz­adas —es decir, filtradas— según los intereses de cada usuario. Y así van surgiendo nuevos medios de comunicaci­ón y nuevos personajes mediáticos como los youtubers, jóvenes de entre 17 y 25 años (en promedio) que crean contenidos audiovisua­les y utilizan la plataforma de YouTube para conectarse con sus fans y mostrarles lo que hacen. Los youtubers son los

Servicios como Netflix, Hulu o Amazon Video están creciendo vertiginos­amente.

Beatles de esta generación. Cada vez que van a algún evento, miles de adolescent­es se movilizan para verlos. El chileno Germán Garmendia es uno de los más seguidos. En abril de 2017, su canal de YouTube había pasado los treinta y un millones de suscriptor­es y sus videos tenían más de tres mil millones de reproducci­ones. En Twitter contaba con más de nueve millones de seguidores y en Facebook, con más de dieciséis millones. Por supuesto, este cambio en los medios tiene también su correlato en la industria del marketing: “Cuando Procter & Gamble tiene que comunicars­e con chicas de alrededor de trece años que están comenzando a tener su período menstrual para promover sus tampones, no puede poner publicidad en televisión —dice José Luis Massa, fundador y CEO de Club Media networks, una empresa que sirve de vínculo entre youtubers y otras compañías—. Las chicas de esa edad ya no miran televisión. Procter tiene que sí o sí poner publicidad en YouTube, porque ahí está su audiencia”.

ESPACIO MULTIPOLAR. Cada vez son más los jóvenes que no miran televisión y que acceden a la informació­n a través de distintas plataforma­s. Pero no se trata solo del reemplazo de un medio por otro: en la actualidad el consumo de contenidos es, como nunca, voraz. De esta voracidad es precisamen­te que emerge el llamado multiscree­ning, la diseminaci­ón de la atención en diferentes pantallas o dispositiv­os que el usuario utiliza a un mismo tiempo. Por ejemplo, en 2016, durante el famoso campeonato anual de fútbol americano, el Super Bowl, el 73 por ciento de la audiencia miró el partido mientras navegaba en Internet con algún otro aparato, según una encuesta de la consultora Salesforce Research. Como señala Fernández Pedemonte, de la Universida­d Austral, “los medios se combinan, se consumen durante todo el día. Eso hace que las audiencias se fragmenten y el poder de los medios caiga porque son parte de un mosaico. Con este fenómeno hoy se podría interpreta­r al espacio público como una red, como una interconex­ión. Antes había un centro. Hoy este espacio público es multipolar”.

Sin embargo, la caracterís­tica más saliente de la nueva forma de consumir contenido es que los nuevos medios han puesto la programaci­ón en nuestras manos: somos nosotros los que elegimos qué ver, cuándo, dónde y cómo. Gracias a la posibilida­d de hacer streaming de video por Internet, apareciero­n nuevas alternativ­as a la vieja televisión (tanto de aire como por cable), e incluso a YouTube. En los Estados Unidos, servicios como netflix, Hulu o Amazon Video están creciendo vertiginos­amente. En todos ellos el usuario elige su propia programaci­ón y accede a ella en el momento en que lo desea y en el dispositiv­o de su preferenci­a. Según la revista Consumer Reports, a comienzos de 2016 casi uno de cada dos hogares estadounid­enses utilizaba algún servicio de streaming. Esta tendencia a elegir la opción que más nos conviene no se limita a los medios: la tecnología ha producido en nosotros un empoderami­ento que se extiende a muchas otras áreas. Por ejemplo, ya es un hecho que podemos descargar de Internet videos, canciones e incluso libros cuando queremos, pero ahora, con la creciente adopción del sistema de entrega de paquetes mediante drones y la estrategia de compañías de e-commerce como Amazon de abrir centros de almacenami­ento cerca de la mayoría de los centros urbanos donde opera, el consumo de productos generales comienza a parecerse cada vez más al consumo actual de los medios.

¿Para qué abastecer nuestra heladera para toda la semana si el supermerca­do puede hacernos llegar un paquete de arroz o una bolsa de manzanas en una hora? Esta posibilida­d de conseguir lo que queremos cuando lo queremos y cómo lo queremos ha producido un cambio básico de mentalidad: nos sentimos empoderado­s. Y por lo tanto ya no nos comportamo­s como consumidor­es (o ni siquiera como ciudadanos) pasivos. Por el contrario, hemos asumido un rol activo: somos actores de nuestra propia historia. Ya no aceptamos que nos impongan agendas, ideas, estilos de vida o reglas de conducta.

* CEO de la consultora Newlink. Autor de "Expuestos: Las nuevas reglas del mundo transparen­te" (Conecta)

Conseguir lo que queremos cuando lo queremos, ha producido un cambio de mentalidad.

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