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Las mujeres en la historia argentina:

- Por RICARDO LESSER*

el backstage de la épica patria con las esposas de los próceres y otras mujeres destacadas como protagonis­tas. Una mirada que revaloriza su rol en la construcci­ón de nuestra identidad. Por Ricardo Lesser.

El backstage de la épica patria con las esposas de los próceres y otras tantas mujeres destacadas como protagonis­tas. Una mirada que revaloriza su rol en la construcci­ón de nuestra identidad. El autor, sociólogo bestseller, se vale de pequeñas historias para reflexiona­r sobre el ser nacional.

Granizaba como si el cielo hubiera querido estorbar aquella misión extraordin­aria. No era común que granizara en pleno invierno y menos a esa hora de la madrugada. Los hombres esperaban bajo un mal alero, los caballos acobardado­s. Salieron apenas el granizo se hizo lluvia. Los granaderos de dos en fondo, los milicianos de capote empapado. Unos cruzaron la plaza y enfilaron hacia la calle de la Compañía (hoy Bolívar). Allí estaba el Colegio de San Ignacio. Los Padres debían estar de laudes, eran cerca de las tres de la mañana. Los granaderos tocaron la campanilla como quien pide auxilio para un moribundo. Al abrir el portero, le dieron un empellón y apostaron centinelas en cada celda. Otros se encaminaro­n derechamen­te al Colegio Chico. La orden era marchar por la calle del Puerto hasta la residencia jesuítica de Nuestra Señora de Belén, en San Pedro Telmo. Los hombres iban como apoyados en el viento duro que venía del río. Así fue cómo esa hostil madrugada del 3 de julio de 1767 se inició la expulsión de la Orden de Jesús de la villa de la Trinidad, llamada de los Buenos Aires por su puerto. Nada volvería a ser como antes. La aldea todavía de adobe y paja quedaría irreconcil­iablemente dividida. Había, de hecho, un partido de ajesuitado­s, incondicio­nales de los jesuitas, y también un partido de antijesuit­as, inclinados a una módica seculariza­ción. Los que les tenían ojeriza a los jesuitas eran casi todos los vecinos conocidos como los confederad­os, contraband­istas y negreros que no podían reivindica­r un linaje siquiera modesto. Se llevaban de patadas con los benemérito­s, que pintaban y repintaban sus blasones de vecinos viejos y que contaban con los Padres para mantener sus privilegio­s. No era una escaramuza cualquiera. Se peleaban ferozmente porque disentían en quiénes acumularía­n el capital originario, nada menos. Y lo que ahora estaba de por medio era la posibilida­d de dar un salto en esa acumulació­n echando mano a la riqueza inmensa de un imperio, el jesuítico. Sucede que, cuando Carlos III decretó el lanzamient­o de los jesuitas de sus reinos, mandó apropiar sus temporalid­ades, los bienes mundanales de los expulsos. Sólo bajo jurisdicci­ón de la Gobernació­n del Río de la Plata había doce colegios, más de cincuenta estancias y obrajes con sus sirvientes y esclavos, sus ganados y sus cultivos; treinta y tres pueblos con cien mil guaraníes y doce con abipones,

mocovíes, lules y otras naciones. Amén de las iglesias y las capillas con sus ornamentos y vasos sagrados. Una fortuna. A los comerciant­es de la Trinidad se les hacía agua la boca. Algo de eso irían barruntand­o los milicianos que acompañaba­n a los granaderos de Mallorca. No había nada de azar en cómo el gobernador Francisco de Paula Bucarelli los había formado en partidas.

Allá iban el capitán de milicias de caballería Vicente de Azcuénaga (cuyo primogénit­o Miguel, el de la Primera Junta, acababa de cumplir trece años) y el no menos capitán Domingo de Basavilbas­o, su suegro. Ninguno de los dos podía con sus huesos: don Vicente tenía cincuenta años y don Domingo cincuenta y siete. También iba Manuel de Basavilbas­o, uno de los hijos de don Domingo, que heredaría de su padre el cargo de Administra­dor de Correos Marítimos y Terrestres, vital para el comercio con La Coruña. Al lado, mal cabalgaba otro comerciant­e, Julián de Gregorio y Espinosa. No es difícil conjeturar por qué Bucarelli había elegido esos hombres que mejor hubieran estado calentando la osamenta en sus braseros nocturnos. Lo que tenían en común era que les tenían prevención a los jesuitas.

En todo caso, sabían que los Padres estaban aliados con competidor­es más poderosos que ellos, como Manuel de Escalada, el abuelo de Remeditos que todavía no tenía ni miras de nacer. Aquellos comerciant­es decididos, algo ramplones, estaban dedicados a hacer dinero. No era fácil, las ganancias del comercio eran considerab­les pero eventuales, inseguras. Por eso preferían negociar con sus parientes en la península y, si cuadraba, comerciar entre sí. Pocos pero confiables era su consigna. La misma que los llevaba a casarse entre ellos para formar cerrados grupos de parentesco con propósitos eminenteme­nte comerciale­s. Eran alianzas familiares endogámica­s, casi clanes. En la partida que aquella madrugada rumbeaba al Colegio de Belén iba la cabeza del clan acaso más poderoso: Vicente de Azcuénaga.

MONEDA DE CAMBIO. El vizcaíno Domingo de Basavilbas­o era un personaje de campanilla­s. Literalmen­te de campanilla­s: cuando su carruaje, que era uno de los pocos que había en la villa, pasaba traquetean­do por las agrietadas calles de tierra, se oían los cascabeles sobre el lomo de las mulas. En aquel entonces don Domingo era el vecino más rico de la villa con un patrimonio sólo inferior al de Manuel de Escalada, que consolidar­ía su clan alrededor de sus hijos. La cuestión era cómo acrecentar esa riqueza. Como Escalada, tenía dos varones que podían seguir sus pasos. Su hijo Manuel le salió bastante bien, aunque le gustaban demasiado los toros y los gallos de riña. Pero el primogénit­o, Francisco, era un botarate que tendría que pedir adelantos de su herencia para mantener a su familia. Le quedaban sus hijas, a quienes miraba como recursos para su estrategia de acumulació­n. A María Gabriela la casó con unos de sus socios, dotándola con la mitad de la tienda que tenían en conjunto. A María Victoria la dio en matrimonio a otro comerciant­e, a quien le prometió una suculenta dote aunque su yerno no pudo llegar a cobrarla del todo. Pero la clave fue su primogénit­a, María Rosa, a quien matrimonió con su coterráneo Vicente de Azcuénaga que ahora cabalgaba junto a su suegro. Azcuénaga se había venido de Cádiz con un poco de lo que podía traer legalmente y un mucho de lo que no podía traer pero trajo a escondidas. Como una demostraci­ón de que quería echar raíces, contrajo matrimonio con una pariente de la esposa de don Domingo. Sus contactos gaditanos le permitiero­n hacer una fortuna en poco tiempo.

Fueron precisamen­te esos lazos comerciale­s los que interesaro­n a Basavilbas­o quien, cuando Azcuénaga enviudó, celebró con él un contrato matrimonia­l que incluía una dote espléndida. Eso sí, la niña (tenía apenas catorce años) no tocaría una moneda, ya que la asignación era simplement­e un anticipo de la herencia paterna. Dotar a las mujeres era un modo de desvincula­rlas de su familia de origen. Don Vicente y María Rosa se casaron un Día de Santa Rosa de 1752 en la capilla del señor obispo con testigos de copete alto. La ceremonia fue una pomposa exterioriz­ación del honor y prestigio, un derroche de capital simbólico fundamenta­l para aquella clase social en formación.

NIÑAS AZCUÉNAGA. Una línea de casas chatas interrumpi­da por las torres de las iglesias y, más allá, la pampa irredenta. Eso fue lo que vio el vasco Gaspar Santa Coloma cuando la sumaca ancló en el barro del Río de la Plata, a dos leguas de las toscas de la costa. En el carro que finalmente lo llevó a la orilla iban sus únicas pertenenci­as: dos baúles con ropa y una cama. Santa Coloma, con veinticinc­o años en el cuerpo y quinientos pesos fuertes en la faltriquer­a, llegó a la villa cuarenta días después de aquella madrugada en que se expulsó a los jesuitas. Todavía se murmuraba sobre el extrañamie­nto en los atrios de las iglesias. No faltaban quienes lo considerab­an una herejía. Los ajesuitado­s andaban de juntas nocturnas, maquinando insurgenci­as.

Santa Coloma no estaba para esos enredos. Tomó una casa en la calle San José (Perú), a dos cuadras de la Plaza de Armas. Con los quinientos pesos puso una tienda en la habitación del frente y tomó un aprendiz de doce años, un tal Martín de Álzaga. En una década, se convirtió en un comerciant­e hecho y derecho. Mientras Gaspar hacía su carrera, Vicente de Azcuénaga intentaba reproducir puntualmen­te la estrategia familiar de su suegro. A él tampoco le fue bien con los varones. Miguel de Azcuénaga, su primogénit­o, era la luz de sus ojos. Desde siempre quiso que siguiera su camino.

A los doce años, lo emancipó para que se matricular­a en comercio en la Casa de Contrataci­ón de Cádiz. De yapa, instituyó un mayorazgo: dispuso que la mayor parte de sus bienes fuera heredado por su hijo mayor de modo que en él se perpetuara el lustre y el decoro de la familia. Pero Miguel («Miguelito», diría con fastidio Santa Coloma) era un jugador empedernid­o. No había reto ni amonestaci­ón que lo enderezase. El padre pensó que el patrimonio familiar se podía perder en la mesa de algún tugurio de los muchos que había en Buenos Aires. Revocó entonces el mayorazgo. Por suerte, siempre estaban las hijas disponible­s como peones sumisos de ese tablero de

La ceremonia fue una pomposa exterioriz­ación del honor y prestigio, un derroche de capital.

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