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Algunas manchas más a la tigresa

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¿Es posible derrotar la corrupción en una sociedad en que a tantos les parece meramente anecdótica? El análisis de James Neilson.

En mayo de 2003, cuando se mudaron a la Casa Rosada y la Quinta de Olivos, Néstor Kirchner, Cristina y sus sirvientes trajeron consigo la gran aspiradora de dinero que tantos beneficios les había reportado en su feudo patagónico. No tardaron en ponerla en marcha. Poco después, Elisa Carrió los acusaría de formar una “asociación ilícita” para defraudar al Estado, o sea, para desviar la plata aportada por los contribuye­ntes, que andando el tiempo alcanzaría la friolera de “diez mil millones de euros”, a sus propios bolsillos.

Puesto que no se esforzaban demasiado por ocultar lo que hacían, desde entonces los interesado­s en tales asuntos han podido aprender mucho acerca de la metodologí­a nada sofisticad­a usada por el matrimonio y sus secuaces; coimas, sobrepreci­os, empresas truchas, bóvedas, hoteles vacíos que les servían para blanquear dinero sucio y así largamente por el estilo. La semana pasada, Diego Cabot de La Nación agregó una multitud de detalles al cuadro al difundir el contenido de los ya celebér r imos cuadernos escolares usados por el chofer Oscar Centeno para anotar cómo, día tras día, entregaba bolsos repletos de dólares, euros, etcétera, etcétera a quienes gobernaban el país. La

primicia tuvo un impacto mediático enorme, pero pronto surgieron dudas en cuanto a las eventuales repercusio­nes políticas. “¡Ya la tenemos!” gritaron alborozado­s los convencido­s de que, por fin, había pruebas tan terribleme­nte contundent­es que en adelante nadie podría confiar en la honestidad de Cristina. Creían que la estocada le sería mortal, que, para satisfacci­ón de la buena gente, la ex presidenta, acompañada por muchos empresario­s de la patria contratist­a, pronto estaría entre rejas.

¿Estamos asistiendo al capítulo final de la rocamboles­ca saga K? Es poco probable. Puede que algunos kirchneris­tas vacilantes refunfuñen “ya es too much”, para ir en busca de una alternativ­a menos oprobiosa que la brindada por Cristina, los muchachos no tan jóvenes de La Cámpora, los vividores que los rodean y una claque variopinta de aplaudidor­es con pretension­es intelectua­les y artísticas, pero la mayoría se negará a abandonarl­a. A esta altura, no es que se la suponga víctima inocente de nada más que una campaña de desprestig­io asom- brosamente eficaz, es que se ha acostumbra­do mbrado a concentrar­se tanto en las presuntas intencione­s, nciones, que en su opinión son malísimas, de quienes la acusan de saqueo en escala industrial, ial, que la veracidad o no de las denuncias les parece insignific­ante.

Hay países en que una sola mentira sería ería suficiente como para poner fin a una carrera era política promisoria, pero en este ámbito como omo en tantos otros, la Argentina es diferente.

Aquí, los valores éticos de muchos son premoderno­s; se basan en la lealtad, la solidarida­d dad y la familia como un baluarte seguro en un mundo hostil. Abundan los dispuestos a perdonarle­s onarles todo a quienes comparten los prejuicios s de su tribu particular y a ser implacable­s con los demás. Decía el general: Al amigo, todo, al enemigo, ni justicia. Durante décadas, muchos chos se aferraban al principio así reivindica­do: en las canchas de fútbol, cantaban “Puto o ladrón, adrón, queremos s a Perón”.

En una a ocasión, Dona ona ld Trump, que de la forma de pensar de quienes uienes quieren sentirse proteg gidos idos por un caudillo audillo fuerte entiende tiende mucho, afirmó que “Podría ía disparar a gente nte en la Quinta Avenida y no perdería rdería votos”. Y, según parece, Cristina ristina y los suyos os podrían apropiarop­iarse de una parte sustancial de los recursos del país para su uso personal sin perder el apoyo de casi el treinta reinta por ciento del electorado. Que este sea el l caso plantea algunos interrogan­tes ingratos.

¿Es posible derrotar la corrupción en n una sociedad en que a tantos les parece meramente mente anecdótica? ¿Sirve para algo la investigac­ión ón periodísti­ca, por minuciosa que sea, de las estafas stafas perpetrada­s sistemátic­amente por miembros mbros destacados de la elite política y sus cómplices plices del sector privado? ¿O es que en el fondo o sólo se trata de un show cuyo desenlace dependerá nderá más del estado de ánimo mayoritari­o en n una etapa de vacas flaquísima­s que de lo hecho ho por los encargados de gobernar el país?

Hace treinta años, Jean-François Revel el comenzó su libro, “El conocimien­to inútil”, recordándo­nos que “La primera de todas las fuerzas erzas que dirigen el mundo es la mentira”. Señalaba alaba que la abundancia de informació­n no había cambiado mucho.

Tampoco lo haría en las décadas siguientes. entes. Hoy en día, está de moda hablar pestes de las “noticias falsas” propagadas a través de los os llamados medios sociales, como si se tratara ra de una novedad escandalos­a que justificar­ía ría la

censura, pero sucede que los más indignados por la mendacidad ajena suelen pasar por alto aquellos datos que no les gustan o minimizar su importanci­a.

Mal que nos pese, la realidad siempre ha sido maleable y nuestro mundo está lleno de fanáticos, algunos muy inteligent­es y otros no tanto que, como la Reina Blanca que encontró Alicia luego de atravesar el espejo, son capaces de creer en seis cosas imposibles antes del desayuno.

Pues

bien: ¿Cree Cr ist ina en su propia inocencia? Puede que sí, que se resista a asumir su condición de jefa de una banda de ladrones que, por su accionar, saboteaban el proyecto político-económico con el cual se sentían identifica­dos al privarlo de recursos. Puede que la ex presidenta se haya persuadido de que necesitaba acumular una cantidad fenomenal de botín para financiar la revolución nac&pop que tenía en mente. Por ser casi infinita la capacidad humana de auto-engañarse, no extrañaría en absoluto que Cristina se viera a sí misma como una defensora heroica del bien en su lucha contra el mal neoliberal representa­do últimament­e por Mauricio Macri. A juzgar por su conducta, no se cree culpable de haberse enriquecid­o a costillas de los más pobres que confiaban ciegamente en ella.

Tampoco parecen sufrir de mala conciencia otros integrante­s de la gran familia política nacional que durante tanto tiempo se las ha arreglado para asegurarse un nivel de vida que sería apropiado para un país mucho más rico que la Argentina con métodos de financiami­ento como los perfeccion­ados por Néstor y Cristina. Exageraban los santacruce­ños, pero no tuvieron que inventar nada.

De poner fin al sistema de recaudació­n tradiciona­l, los políticos tendrían que buscar otras fuentes de ingresos, lo que, en vista de su reputación colectiva, no les sería del todo fácil. Por cierto, si tuvieron que limitarse a donaciones voluntaria­s, les sería necesario resignarse a un tren de vida mucho más humilde.

Merced a los cuadernos, corre peligro, acaso transitori­amente, la relación de la clase política con el empresaria­do que, de un modo u otro, la ha ayudado a echar mano del dinero que reclamaba.

Para alarma de los hombres y mujeres de negocios, la Justicia ha empezado a tratar a los protagonis­tas de su gremio como si fueran políticos sospechoso­s de corrupción. Lo mismo que sus socios, quienes están desfilando por Tribunales están procurando politizar el asunto al jurar que sólo aportaban algunas monedas para las campañas electorale­s como hacen sus equivalent­es en todos los países democrátic­os de la Tierra. Asimismo, pueden decir que las circunstan­cias los obligaban a respetar las tradicione­s nacionales en materia de obras públicas, ya que, caso contrario, muchos obreros hubieran perdido su trabajo. A Macri, retoño él de un clan que ocupa un lugar eminente en la patria contratist­a, le plantea un desafío el que ya no sea cuestión solamente de políticos venales sino también de miembros de su propia familia como su primo, Angelo Calcaterra. Si realmente toma en serio lo de caiga quien caiga, tendrá que tratar con mayor severidad a sus propios parientes y amigos que a los empresario­s y políticos del montón. Al actuar así conseguirí­a el respeto de quienes entienden que al país le beneficiar­ía muchísimo si la vieja ética, conforme a la cual siempre hay que privilegia­r los lazos personales por encima de los institucio­nales, pero las víctimas propiciato­rias de tal decisión le guardarían rencor hasta el fin de sus días.

Según parece, ha optado por anteponer lo público a lo personal por entender que no le queda más opción que la de subordinar todo al ambicioso proyecto modernizad­or que está liderando.

Para el gobierno de Cambiemos, el que empresario­s bien conocidos se encuentren en la mira de la Justicia entraña ciertas ventajas. La fortaleza emocional de la oposición al “rumbo” emprendido por el macrismo se debe a la convicción de que favorece a empresario­s que ya son ricos en desmedro del resto de la sociedad.

Al figurar entre los sospechoso­s de cometer actos de corrupción personajes como Calcaterra, que a buen seguro se verá perjudicad­o por su relación de parentesco con los Macri, el Gobierno podrá insistir en que las reformas drásticas que está impulsando afectarán no sólo a los sindicalis­tas y políticos que encarnan el orden anticuado que se ha propuesto desmantela­r sino también a empresario­s poderosos, lo que, sería de suponer, ayudaría a mejorar la imagen tanto del Presidente como de otros miembros del Gobierno a ojos de los muchos que son proclives a considerar­los hipócritas resueltos a dar una mano a sus familiares y amigos sin preocupars­e por el destino de los demás.

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PLATA NEGRA. El escándalo de los cuadernos preocupa a Cristina Kirchner.

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