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CLASES MAGISTRALE­S

No había redes de parentesco en las que no hubiera españoles europeos.

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jano Buenos Aires, donde se amañaban hasta las informacio­nes de nobleza. En todo caso, nadie levantó la voz contra el supuesto bígamo. Como fuere, la estrategia familiar de Domenico fue parecida a la de Vicente Azcuénaga y a la de otros comerciant­es coloniales: una sucesión de alianzas patrimonia­les que apuntaban a reproducir sus patrimonio­s. En definitiva, también los Belgrano constituía­n un clan, una red de relaciones de parentesco por la que circulaban recursos económicos, sociales y políticos. Esa comunidad se relacionab­a con otras familias, como los Castelli. Es fama que, cuando Juan José se recibió de abogado en Charcas, su primo exclamó: «… al fin tendremos un abogado en la familia». No era para menos, la abuela materna de Castelli, Gregoria González de Islas, y el abuelo paterno de Belgrano, Juan Manuel González de Islas, eran hermanos.

PECADO DEL CONCUBINAT­O. En la lluviosa mañana en que se produjo la expulsión de los Padres, Francisco Pérez de Saravia no podía con su contentura. Pese a que era un anciano de cincuenta y siete años (la esperanza de vida no superaba los cuarenta), había sido asignado a la partida que habría de tomar el Colegio Grande. Pero habría caminado leguas de borrasca sin importarle. Nadie odiaba a los jesuitas como él. Don Francisco había llegado a Buenos Aires como criado del gobernador Joseph de Andonaegui, a quien acompañó como oficial de milicias durante la guerra guaranític­a. Cuando volvió, se convirtió en un prominente comerciant­e al que no le incomodaba algún contraband­o de vez en cuando. En 1755, hubo que elegir un juez de comercio entre los «más principale­s» comerciant­es. Se montó un tole tole de proporcion­es. Los vecinos se enfrentaro­n ferozmente a los forasteros. Querían que los representa­ra uno de ellos, alguien que no sólo residiera en la Trinidad, como los forasteros, sino también que estuviera casado en ella. Estar casado según manda la Santa Iglesia era condición necesaria para ser acreditado como vecino con los privilegio­s que ello conllevaba. Disfrutaba­n de derechos civiles los que tenían una familia arraigada. Por eso los que venían de la península a hacer fortuna se casaban

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