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CLASES MAGISTRALE­S

No era fácil poner término a un imperio, el de los jesuitas dentro de la España imperial.

- * SOCIÓLOGO y ensayista argentino. Autor de "Ellas en la historia argentina" (Planeta).

cuanto antes. Esto indica a las claras que aquel pueblito recostado sobre el Plata era propiament­e una villa, un territorio con dominio familiar. Lo cierto es que para elegir el juez de comercio se constituye­ron dos colegios de electores. Uno de vecinos, donde figuraba Domingo de Basavilbas­o; otro de forasteros, entre quienes estaba Manuel de Escalada. De nuevo las camarillas. No era la primera vez, ni sería la última, que se formaban facciones entre los miembros de esta clase incipiente. Pérez de Saravia se nominó. Para qué…

Los que le tenían enemistad lo acusaron de contraband­o, que no era grave porque ¿quién podía tirar la primera piedra? y de amancebami­ento, que sí lo era puesto que lo remitía a la categoría de forastero aunque tuviera larga residencia en Buenos Aires. Pero no hubo caso, perdieron la partida. Con el tiempo, el gobernador Pedro de Cevallos mandó a formar sumario contra don Francisco por ejercer el contraband­o «con tanto exceso y descaro, que con dificultad tendría ejemplar». Lo acusó, además, del escándalo de vivir con una mujer liviana, cuyo marido había muerto de la pesadumbre por el público amancebami­ento. Las razones invocadas no explican la caída en desgracia del pobre Pérez de Saravia.

Como vimos, el pecado de contraband­o era venial y perdonable el de concubinat­o. Lo verdaderam­ente irremisibl­e era que don Francisco era un antijesuit­a a pies juntillas. Por eso las actuacione­s fueron sumarísima­s. En menos de lo que canta un gallo, el réprobo fue condenado de por vida a la prisión de la isla de la Piedra, en el reino de Nueva España (México), a cinco mil leguas de Buenos Aires. Por si fuera poco, alguien recapacitó que un destino tan lejano y azaroso podía facilitar la fuga del reo, de modo que se dispuso encarcelar­lo en el presidio de Valdivia, en la Capitanía General de Chile. Si quería fugarse, debía salvar una cordillera.

NEGOCIOS SUCIOS. Aquel invierno de 1767 fue un hormiguear de funcionari­os en los colegios y las estancias jesuíticas de las provincias rioplatens­es. Iban como hormigas ávidas y volvían cargados, vacilando por el enorme peso que llevaban. Entraban a saco, como en campo enemigo. Hubo un obispo que se llevó la puerta cancel, el púlpito labrado y un retablo antiquísim­o de una iglesia. No era fácil poner término a un imperio, el de los jesuitas, dentro de la España imperial. Tampoco lo fue en estas tierras distantes del control del Rey. Los procedimie­ntos administra­tivos fueron, por decir algo, desprolijo­s. Los fiscales de la Real Audiencia detectaron cientos de anomalías contables.

Lo más sensible fue la cuestión de los préstamos personales concedidos con el dinero de los jesuitas. Los beneficiar­ios fueron Domenico Belgrano, Antonio José de Escalada (el padre de Remedios que sería de San Martín), Cecilio Sánchez de Velasco (el de Mariquita) y Angelo Castelli (el de Juan José), entre otros. La Junta actuó como una caja de crédito con el dinero de los jesuitas sin preocupars­e más qué en cobrar puntualmen­te los intereses, quizás a propósito. En una economía desmonetiz­ada como aquella, estos préstamos que se devolviero­n a la buena de Dios fueron decisivos para la capitaliza­ción de los golosos comerciant­es.

La gestión de las temporalid­ades en el Río de la Plata se destacó con respecto a los otros reinos de España: «En ninguna parte —apostrofó el ministro de Indias— se advierte la confusión y decadencia que en esa jurisdicci­ón». Hubo aquí «una escandalos­a dilapidaci­ón de los cuantiosos bienes incautados por efectos de la debilidad, abandono, desorden y tal vez malicia de la administra­ción». En el desorden de aquella «escandalos­a dilapidaci­ón», las redes de parentesco de los antijesuit­as propiciaro­n negocios algo vidriosos. Es el caso de don Domenico. Los Belgrano y los Castelli tenían un antepasado común, el presbítero José González de Islas, el mismo que bautizó a Manuel Belgrano y a Juan José Castelli en el templo de San Miguel Arcángel. El cura, que era capellán de la orden laica de la Santa Hermandad de la Caridad, se veía en figurillas para sostener la Casa de Huérfanas.

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