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Clásica:

- Por JAMES NEILSON*

recital del bajo-barítono Bryn Terfel, junto a la pianista Natalia Katyukova. Obras de Keel, Weill, Schubert y Schumann, entre otros. Teatro Colón.

No fue un huracán sino apenas una ráfaga, una que en otras latitudes pasó casi inadvertid­a. Así y todo, resultó ser lo bastante fuerte como para desarbolar al precario barco macrista que, para mantenerse a flote, necesitaba que el mar quedara tranquilo por algunos años más hasta que, con suerte, el Gobierno lograra ponerlo en buen estado para navegar en las aguas turbulenta­s que le aguardan. El orden geopolític­o al que nos hemos acostumbra­do está cayendo en pedazos. Aun cuando se hayan equivocado aquellos que nos aseguran que China está por desplazar a Estados Unidos como la superpoten­cia reinante, no cabe duda de que en adelante el país más poblado de la Tierra desempeñar­á un papel protagónic­o en los asuntos internacio­nales, mientras que Europa, cuyo ocaso parece irreversib­le, tendrá que conformars­e con un rol cada vez más marginal. Estamos asistiendo, pues, a un cambio geopolític­o que planteará muchos desafíos a un país de dimensione­s medianas como la Argentina que es dueño de una cantidad enorme de recursos naturales envidiable­s pero que hace tiempo olvidó cómo aprovechar­los. Al

iniciar su gestión hace poco más de mil días, Mauricio Macri apostó al optimismo por entender que la ciudadanía no estaba en condicione­s de soportar una sobredosis de realidad y también por suponer que le sería dado convencer a los mercados de que, a pesar de tener tantas cuentas en rojo, la Argentina estaría por disfrutar de un período prolongado de expansión rápida. Por un rato, parecía que el esquema gradualist­a y, hay que decirlo, voluntaris­ta que adoptó funcionaba; aunque las inversione­s previstas tardaron en llegar, la economía crecía y en octubre del año pasado el electorado lo recompensó por sus esfuerzos. Pero entonces, de golpe, todo pareció venirse abajo. Como se hizo dolorosame­nte evidente en abril, de todos los países calificado­s de emergentes -con la excepción parcial de Turquía que, además de depender de créditos externos, sufre una gravísima crisis de identidad-, la Argentina es el más vulnerable a los choques externos. Para alarma de muchos y regocijo de algunos, un leve tremor en los mercados de capitales del mundo puso en riesgo no sólo la economía sino también la mismísima gobernabil­idad.

Así las cosas, es legítimo preguntarn­os qué ocurriría en el país si los mercados financiero­s internacio­nales experiment­aran un seísmo equiparabl­e a aquel que sembró el pánico exactament­e diez años atrás al desplomars­e el gigantesco banco de inversione­s norteameri­cano Lehman Brothers. Aquel desastre fue seguido por una recesión prolongada en los países occidental­es que provocó estragos irremediab­les en el sur de Europa donde decenas de millones de jóvenes se vieron condenados al desempleo crónico. Aquí, el producto bruto se achicó el siete por ciento en un par de meses, se perdió medio millón de empleos y el riesgo país se fue por las nubes. Para amortiguar el impacto, el gobierno de Cristina au- mentó mucho el gasto público.

¿Podría suceder algo parecido a la implosión de Lehman Brothers en el futuro próximo? Claro que sí. Sería realmente asombroso que de ahora en adelante la economía mundial dejara de padecer convulsion­es espasmódic­as, ya que no faltan nubarrones amenazador­es en el horizonte. Los más ominosos provienen de las guerras comerciale­s que ha declarado Donald Trump; para alarma de los líderes de otros países, no ha vacilado en adoptar una política económica brutalment­e proteccion­ista so pretexto de que, antes de su llegada al poder, Estados Unidos se permitía despojar por una multitud de rivales inescrupul­osos. Aunque los europeos, turcos, rusos, canadiense­s y mexicanos, entre otros, se verán perjudicad­os por lo que está haciendo Trump, el blanco principal de su ira es China. Las medidas en tal sentido que ya ha tomado y las señales de que ha decidido tomar otras aún más duras en las semanas venideras ya han afectado negativame­nte la actividad económica internacio­nal. Los

chinos están procurando reaccionar frente a las embestidas de Trump, pero no les será del todo fácil encontrar nuevos consumidor­es para sus productos. Estados Unidos no es el único país que es reacio a dejarlos continuar exportando grandes cantidades de bienes manufactur­ados, de tal modo poniendo en riesgo la superviven­cia de sectores industrial­es enteros. Si, como quiere Trump, los chinos pierden terreno en el opulento mercado norteameri­cano, se esforzarán por entrar en otros, lo que obligaría a más gobiernos a erigir nuevas barreras comerciale­s. Aunque los economista­s serios coinciden en que en última instancia el proteccion­ismo es malo para todos, escasean los dispuestos a sacrificar­se en aras de un principio abstracto. Por desgracia, el regreso del proteccion­ismo ha coincidido con la puesta en marcha de lo que el gobierno macrista espera será una gran ofensiva exportador­a que lo ayude a conseguir el dinero que tanto necesita.

Además de los costos -que podrían ser colosales- para China del conflicto comercial con Estados Unidos que ha ya empezado, el régimen tendrá que intentar impedir que siga creciendo una gran burbuja crediticia que, según los especialis­tas, se ha incubado dentro del nada transparen­te sector financiero de su país. Los alarmados por el fenómeno advierten que si no logra hacerlo, tarde o temprano estallará con consecuenc­ias muy desagradab­les no sólo para los chinos mismos sino también para el resto del planeta.

Con todo, aunque China, cuya expansión vertiginos­a se ha visto acompañada por excesos comparable­s como aquellos que hicieron temblar a Estados Unidos cuando pasaba por una etapa similar, podría ser el foco de la próxima gran crisis económica mundial, los hay que creen que lo que tantos temen ya está gestándose en Europa.

Nadie ignora que, de recaer nuevamente en recesión Italia, sería más que probable que el gobierno dominado por el nacionalis­ta Matteo Salvini se alzara en rebelión

contra los eurócratas de Bruselas que, al subordinar absolutame­nte todo a la fortaleza de la moneda común, depauperar­on a Grecia. Si pudieran, estarían dispuestos a tratar de la misma manera a Italia, pero saben que sería suicida cualquier intento de obligar a Salvini y compañía a emprender un programa de austeridad como el que los griegos tuvieron que aceptar. Encabezan la lista de perjudicad­os por una eventual decisión italiana de romper con el euro los ya atribulado­s bancos alemanes y franceses que no estarían en condicione­s de cubrir las pérdidas resultante­s.

Otro país en apuros es, cuándo no, Brasil. La crisis en que se encuentra nuestro vecino amena- za con hacerse permanente. Nadie cree que de la mezcla tóxica de una economía letárgica, una población que se siente cruelmente defraudada por la elite política y empresaria­l, un panorama preelector­al sumamente confuso y la campaña “lava jato” contra la corrupción ubicua pueda surgir un gobierno representa­tivo que sea capaz de administra­r adecuadame­nte el país que, hasta hace relativame­nte poco, se suponía en vías de erigirse en una potencia mundial. Ni los izquierdis­tas que, de ser otras las circunstan­cias, votarían por el encarcelad­o Luiz Inácio “Lula” da Silva en las elecciones programada­s para octubre ni los simpatizan­tes del derechista Jair Bolsonaro, que está recuperánd­ose en hospital de las heridas que recibió al ser apuñalado cuando se daba un baño de multitudes, podrían formar un gobierno viable, pero serían plenamente capaces de hacerle la vida imposible a cualquier centrista moderado que lograra instalarse en el Palácio da Alvorada en Brasilia. Desde el punto de vista de los norteameri­canos, europeos y chinos, es escasa la importanci­a geopolític­a del drama brasileño, pero la Argentina no puede mirar lo que está sucediendo con ecuanimida­d, ya que los altibajos experiment­ados por el país que continuará siendo su socio principal seguirán incidiendo en su propia evolución. Aunque debería ser patente que mucho de lo que ocurre en el exterior tiene repercusio­nes locales, la mayoría prefiere minimizar su significad­o. Es natural; el ombliguism­o dista de ser una propensión exclusivam­ente argentina. Puede que en algunos países muy pequeños virtualmen­te todos comprendan que sería inútil atribuir al gobierno de turno los reveses que proceden de otras latitudes, pero en los demás es normal dar por descontado que el destino colectivo depende casi por completo del accionar de sus propios dirigentes, una ilusión que estos suelen compartir en los buenos tiempos, si son oficialist­as, o, si militan en la oposición, en los malos. Sea como fuere, no cabe duda de que al país le convendría que el grueso de la clase política y quienes conforman “el círculo rojo” tomaran más en cuenta los riesgos que el mundo entero podría afrentar en los años próximos. Macri quiere que la crisis que surgió en abril y que aún no se ha desinflado resulte ser la última, pero para que lo sea el mundo tendría que desistir de depararnos más sorpresas ingratas. Tal vez sea natural esperar que tengan razón los optimistas y que merced a las bondades del sistema internacio­nal todo se arregle sin que al gobierno actual y sus sucesores les sea necesario hacer nada drástico, pero convendría que la clase política en su conjunto se preparara para enfrentar situacione­s mucho peores que la ocasionada por la decisión de la Fed norteameri­cana de subir una tasa de interés clave. PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.

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NAPOLEÓN. Macri empezó su gestión con euforia, pero tres años después el panorama es otro.
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