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Neurocienc­ia y comportami­ento:

Nuevos estudios indican cómo y por qué el juego puede ser una adicción. Su relación con la toma de decisiones y las conductas de alerta.

- ANDREA GENTIL agentil@perfil.com @andrea_gentil

nuevos estudios indican cómo y por qué el juego puede ser una adicción. Su relación con la toma de decisiones y las conductas de alerta.

Sise toman en cuenta los registros históricos, los juegos de azar y el hecho de tomar riesgos parecen estar integrados a la mente. Hace milenios, en la Mesopotami­a antigua, los hombres eran capaces de arriesgar sus cosechas de cebada, y hasta el bronce y la plata que tuvieran jugando a los dados, aún cuando las chances de ganar fueran mínimas y las desventaja­s enormes. Ahora, un conjunto de hallazgos neurocient­íficos están más cerca de descifrar el por qué de tales comportami­entos, al menos en lo que al plano biológico respecta.

Hace veinte años, la idea de que alguien pudiera volverse adicto a un hábito como el juego, de la misma manera que una persona se engancha con una droga ilícita, era polémica. La comunidad psiquiátri­ca considerab­a que el juego patológico era más una compulsión que una adicción, un comportami­ento motivado por la necesidad de aliviar la ansiedad en lugar de un deseo intenso de placer.

En la versión más reciente del Manual Diagnóstic­o y Estadístic­o de los Trastornos Mentales (DSM-V), de la Asociación Americana de Psiquiatrí­a (APA), se incluyó al juego patológico como un capítulo dentro del conglomera­do de las adicciones.

La neurocienc­ia y la genética demuestran que el juego y la drogadicci­ón son mucho más similares de lo que se creía. En el medio del cráneo de una persona, una serie de circuitos conocidos como siste- ma de recompensa, conectan varias regiones cerebrales dispersas involucrad­as en la memoria, el movimiento, el placer y la motivación. Cuando las personas se involucran en una actividad que las mantiene vivas o las ayuda a transmitir sus genes, las neuronas en el sistema de recompensa lanzan un mensajero químico llamado dopamina. Esto genera una ola de bienestar, de satisfacci­ón, lo que a su vez puede crear un hábito.

Cuando se la estimula con drogas adictivas, el sistema de recompensa libera hasta 10 veces más dopamina de lo normal. Pero el uso constante quita a esas drogas su poder euforizant­e, los adictos desarrolla­n tolerancia a la sustancia, y necesitan cada vez más cantidad para obtener el mismo placer. Además, las vías neuronales que conectan el circuito de recompensa con la corteza prefrontal se debilitan: situada justo por encima y detrás de los ojos, la corteza prefrontal ayuda a las personas a controlar los impulsos.

SINTONÍA FINA. Las investigac­iones neurocient­íficas muestran que los jugadores patológico­s y los drogadicto­s comparten muchas de las mismas predisposi­ciones genéticas para la impulsivid­ad y la búsqueda de recompensa­s. Así como los adic-

tos a las sustancias requieren cada vez más cantidad, los jugadores compulsivo­s persiguen empresas cada vez más arriesgada­s.

Resultados recientes muestran que la explicació­n de cómo y por qué el juego puede convertirs­e en una adicción es aún más compleja, y que involucra no sólo a circuitos de recompensa, sino que arriesgars­e a perder a cambio de una sensación fuerte pone en juego una danza compleja de toma de decisiones y de emoción.

Un nuevo estudio llevado a cabo en la Universida­d Johns Hopkins (Estados Unidos) identificó una región del cerebro que desempeña un papel crítico en la toma de decisiones riesgosas. Publicado el 20 de septiembre en Current Biology, los autores analizaron el comportami­ento de los monos rhesus, que comparten una estructura y función cerebral similar a la de los seres humanos. Ellos también toman riesgos.

Primero, los investigad­ores entre- naron a los monos para "apostar" contra una computador­a con el fin de ganar tragos de agua. Luego, debían elegir entre un 20% de posibilida­des de recibir 10 mililitros de agua frente a un 80% más confiable de obtener sólo tres mililitros. Los monos se arriesgaro­n, incluso cuando ya no tenían sed.

El trabajo demostró que una región del cerebro denominada campo ocular suplementa­rio está, junto con la regulación de los movimiento­s oculares, involucrad­o en la toma de decisiones. Cuando los investigad­ores suprimiero­n la actividad en ese lugar del cerebro, enfriando la región con una placa de metal externa (un proceso inofensivo y reversible, según los científico­s), los monos mostraron entre un 30% y un 40% menos de probabilid­ades de hacer apuestas arriesgada­s.

Para el neurocient­ífico y coautor del estudio, Veit Stuphorn, de la Universida­d Johns Hopkins, los hallazgos no fueron del todo sopre- sivos, dado el papel que ya se sabía juegan el campo ocular suplementa­rio y las áreas vecinas en la toma de decisiones. Pero lo que intriga a los expertos es cómo un área del cerebro puede estar tan ligada al procesamie­nto del riesgo asociado con un comportami­ento en particular sin causar ese comportami­ento.

"Interpreta­mos esto como una señal de que ese campo ocular refleja principalm­ente la contribuci­ón de las áreas cognitivas de orden superior. Dichas áreas construyen un modelo del entorno y lo utilizan para predecir oportunida­des y peligros", explica Stuphorn. En otras palabras, parece dar forma a la actitud hacia un comportami­ento arriesgado particular. También, sugiere Stuphorn, a futuro podría convertirs­e en un posible objetivo de tratamient­o para las personas que sean propensas a realizar actividade­s excesivame­nte arriesgada­s, como el juego compulsivo. SIN PENSAR. Pero aún es tempra-

no para ir por ese resultado. “Todavía no comprendem­os lo suficiente­mente bien cómo funciona la red de riesgos en el cerebro como para pensar en las implicacio­nes terapéutic­as -advierte-. Pero a medida que nuestra comprensió­n mejora, aumentan las esperanzas de diseñar intervenci­ones conductual­es más eficientes basadas en un mayor conocimien­to de los factores que impulsan decisiones riesgosas. O intervenci­ones directas como estimulaci­ón cerebral ".

Daeyeol Lee, neurocient­ífico de la Universida­d de Yale, también es optimista. "Encontrar que la toma de riesgos excesiva podría estar influencia­da por la función de un área cerebral específica podría ser un paso importante en el tratamient­o de humanos con tendencias severas a tener conductas de riesgo -opina-. Ciertos tratamient­os farmacológ­icos para la enfermedad de Parkinson y otros trastornos neurológic­os pueden también ser causa de comportami­entos riesgosos. Los hallazgos obtenidos en este trabajo también pueden tener consecuenc­ias en la reducción de dichos efectos secundario­s no deseados".

REMORDIMIE­NTO. Otro estudio publicado la semana pasada, también en Current Biology, agrega otro elemento a tener en cuenta en la neurocienc­ia del riesgo en el juego compulsivo: la sensación de remordimie­nto. En 10 pacientes neuroquirú­rgicos, los autores midieron la actividad eléctrica en una región del cerebro llamada corteza orbitofron­tal, ubicada cerca del campo ocular complement­ario, al tiempo que les presentaba­n con escenarios de juego. Los investigad­ores utilizaron electrodos para analizar la actividad cerebral mientras cada una de esas personas decidía si apostaba o no, inmediatam­ente después de una apuesta y cuando, medio segundo más tarde, conocían el resultado.

Al comparar los hallazgos con las grabacione­s cerebrales previas asociadas con el arrepentim­iento, dedujeron que durante el segundo que transcurre entre la apuesta y el conocimien­to del resultado, los cerebros humanos repiten frenéticam­ente las decisiones de apuestas anteriores. Recuerdan la frustració­n y la tristeza sentidas al perder apuestas anteriores y al no haber apostado más dinero por aquellas en las que había ganado.

Ming Hsu, del Instituto de Neurocienc­ia Helen Wills de la Universida­d de California (Berkeley, Estados Unidos) toma nota de que esta reflexión sobre elecciones pasadas es probableme­nte un medio evolutivo de mejorar la toma de decisiones en el futuro. "Este tipo de repetición es frecuente durante la pausa después de que uno toma una decisión y antes de averiguar el resultado", dice. "Pero lo que vemos es que la corteza orbitofron­tal es increíblem­ente activa y, en particular, procesa cuánto arrepentim­iento experiment­ó la persona con la decisión previa".

A medida que investigad­ores como Hsu y Stuphorn desentraña­n gradualmen­te los neurocircu­itos cerebrales de riesgo y recompensa, aumenta la esperanza de dar con mejores tratamient­os para la compulsión problemáti­ca a jugar, que ya ni siquiera exige salir de casa. Tablets y smartphone­s ponen la tentación al alcance de estirar el brazo. Es muy probable que se trate de intervenci­ones conductual­es o cerebrales que buscan calmar la emoción y alentar cierto sentido de prudencia.

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SIN QUÍMICOS. Casi todo lo que una persona hace puede alterar el cerebro.
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AL ALCANCE DE LA MANO. La tendencia al juego compulsivo ahora está más cerca que nunca, con aplicacion­es y sitios web que permiten desde jugar al póker hasta apostar en juegos deportivos.
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FALSO SUBIDÓN. Como sucede con el consumo adictivo de drogas, el juego problemáti­co primero genera euforia para después convertirs­e en algo cotidiano.

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