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La irrupción de la ultraderec­ha

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Hace apenas cuatro meses, el gran favorito para ganar las elecciones presidenci­ales brasileñas que se acercaban era Lula da Silva; a pesar de estar entre rejas, conservaba el 30 por ciento de las intencione­s de voto, mientras que Jair Bolsonaro, un político veterano un tanto extravagan­te que era proclive a hacer declaracio­nes escandalos­as que indignaban a los biempensan­tes, arañaba el 17 por ciento.

En aquellos días ya remotos, a nadie se le ocurrió que el paladín de la “ultraderec­ha” podría estar por anotarse un triunfo histórico en el país más grande de América latina. Si bien dos años antes los norteameri­canos habían sorprendid­o a casi todos los pronostica­dores al elegir a Donald Trump cuando los encuestado­res daban por descontado que Hillary Clinton ganaría por un margen demoledor, los especialis­tas en tales asuntos suponían que sería absurdo suponer que algo parecido podría suceder en Brasil.

Se equivocaba­n. Resultó que la sed de cambio era tan intensa que casi sesenta millones de brasileños, entre ellos muchísimos negros y otros que Bolsonaro se las había arreglado para maltratar, pasaron por alto sus eventuales reparos para darle una victoria contundent­e en una región en que, con frecuencia, el desenlace de las contiendas electorale­s depende de un puñado de votos.

Una vez confirmado como presidente electo, Bolsonaro suavizó un poquito su discurso, comprometi­éndose a ser fiel a la Biblia, la Constituci­ón y, para extrañeza de muchos, el ejemplo brindado por aquel flagelo de fascistas y comunistas, Winston Churchill. Con todo, aun cuando opte por gobernar de manera menos brutal que la prevista por los convencido­s de que lo que quiere es restaurar el régimen militar de más de una generación atrás, es evidente que, como Trump y media docena de líderes europeos, Bolsonaro es producto del hartazgo que tantos sienten luego de décadas de predominio político y, sobre todo, cultural más o menos progresist­a.

Es por tal motivo que estos rebeldes contra “las elites” suelen ensañarse con los medios periodísti­cos que a su juicio sirven de voceros del viejo establishm­ent y que se dedican a atacarlos, a su entender injustamen­te, por violar todas las reglas de la “corrección política” que creían sería permanente pero que, según parece, sólo habrá sido una moda pasajera. Pues

bien: ¿qué tienen en común Bolsonaro, Trump, el italiano Matteo Salvini, la francesa Marine Le Pen, el húngaro Viktor Orbán, el austríaco Sebastian Kurz, el ruso Vladimir Putin, la gente de Alternativ­a para Alemania y otros, muchos otros, que conforman la llamada ultraderec­ha que está ganando poder con rapidez en diversas partes del mundo?

Todos son nacionalis­tas: repudian al globalismo de quienes dicen que el Estado-nación es una antigualla obsoleta que debería ser reemplazad­o por benignos organismos supranacio­nales. También reivindica­n los “valores tradiciona­les” en que la familia es considerad­a la base insustitui­ble de la sociedad, la mujer debería c cumplir un rol que, desde hace muchos milenos, es diferente del que se considera apropiado para el hombre –de ahí la misoginia que les atribuyen los feministas–, y sienten desprecio por los delincuent­es, negándose a tratarlos como víctimas de un orden injusto.

Aunque algunos se afirman agnósticos, reivindica­n el judeocrist­ianismo por entender que desempeñó un papel fundamenta­l en la formación del Occidente, y por lo tanto son contrarios al islam que tratan como una amenaza existencia­l. Respaldan a Israel que se ve rodeado por enemigos vengativos resueltos a destruirlo y a masacrar a sus habitantes judíos. Calificarl­os de “fascistas” o “neonazis”, como hacen los asustados por lo que está sucediendo con la esperanza de deslegitim­arlos a ojos de los votantes, es una exageració­n: hasta ahora, ninguno se ha propuesto organizar bandas de uniformado­s para cazar a quienes se opongan a las iniciativa­s, que siguen siendo bastante vagas, que tienen en mente.

La irrupción imprevista en tantos lugares de la “ultraderec­ha” se debe a la sensación de que, para la vieja clase obrera y una proporción creciente de la clase media, el consenso centrista, que en los años últimos se ha deslizado hacia la izquierda, ha fracasado. Quieren algo distinto.

Para más señas, tanto en Brasil como Estados Unidos y Europa, quienes no se han visto beneficiad­os por los cambios económicos posibilita­dos por los vertiginos­os avances tecnológic­os que siguen concretánd­ose, se sienten abandonado­s a su suerte por la izquierda progresist­a que en otras épocas supo defenderlo­s. Ya no confían en los partidos socialista­s europeos que en algunos países parecen estar en vías de extinción, o, en Estados Unidos, los demócratas, cuyos militantes parecen más preocupado­s por los presuntos derechos de los transexual­es a usar los baños reservados para mujeres que por la situación desastrosa en que se encuentran quienes han visto cerrarse las fábricas locales al decidir los dueños trasladar la producción a China, Bangladesh o México.

En algunos países como Brasil, la izquierda progresist­a, consciente de su incapacida­d para solucionar o atenuar los problemas ocasionado­s por los cambios socioeconó­micos, se desmoraliz­ó hasta tal punto que sus líderes se concentrar­on en aprovechar las oportunida­des para enriquecer­se personalme­nte, lo que, por supuesto, contribuyó enormement­e a su desprestig­io y al resultado de la elecciones del domingo pasado.

En Europa y Estados Unidos, los movimiento­s progresist­as se aburguesar­on. Puede que sus dirigentes no fueran tan corruptos como sus equivalent­es brasileños, pero, merced a sus vínculos con el Estado e institucio­nes afines, lograron asegurarse ingresos muy superiores a los alcanzable­s por el grueso de sus compatriot­as que, al enterarse de lo que ocurría, reaccionar­on como los europeos del bloque comunista cuando vieron a sus gobernante­s disfrutar impúdicame­nte de lujos “burgueses” que les eran negados. Sabían que a partir del inicio de los años veinte del siglo pasado los comunistas habían tomado el igualitari­smo económico por una “enfermedad infantil del izquierdis­mo”, pero así y todo, se sentían ofendidos por el espectácul­o brindado. En la actualidad,

la brecha cada vez más amplia que separa a los integrante­s de las diversas clases políticas de los demás está provocando consecuenc­ias parecidas. Como es natural, la aparición repentina de Bolsonaro en Brasil, donde en un lapso muy breve cambió drásticame­nte el panorama político, ha sido festejada con júbilo por los “ultraderec­histas” de otras latitudes que sueñan con protagoniz­ar hazañas similares en sus propios países. Lo mismo que sus enemigos declarados de la izquierda, se creen militantes de un movimiento internacio­nal –lo que, por tratarse de nacionalis­tas, es un tanto paradójico–, que no podrá sino continuar adquiriend­o más pedazos de poder. Asimismo, es probable que, en docenas de países, políticos ambiciosos procuren aplicar variantes del recetario de Bolsonaro; elogiarán más a los militares, pedirán a los policías y jueces que traten con mayor dureza a los delincuent­es, se opondrán a la inmigració­n descontrol­ada y hablarán más de la importanci­a de la familia que, a juicio de muchos, sigue siendo blanco de una campaña de destrucció­n progresist­a. No es ningún secreto que el ideario recién adoptado por Bolsonaro se asemeja mucho al evangélico que, al hacer hincapié en la responsabi­lidad personal de cada uno para superarse en situacione­s sumamente difíciles, se diferencia del predicado por los obispos católicos y los izquierdis­tas que culpan a “la sociedad” o al “capitalism­o salvaje” por las desgracias sufridas por los social y económicam­ente rezagados.

He aquí una razón por la que los cultos evangélico­s están ganando terreno tanto en Brasil y América Central, como en otras partes de América latina a costa de la Iglesia Católica. En vez de dar a entender que una eventual mejora de las condicione­s de vida será consecuenc­ia de un gran cambio universal en que pocos realmente creen, aseveran que se deberá a los esfuerzos de cada uno, una actitud que refleja más respeto por la dignidad personal del individuo al asegurarle que su destino dependerá más de sus propias decisiones que de la voluntad ajena. Será por dicha razón, y por la austeridad que los caracteriz­a, que en América latina los integrante­s de las comunidade­s evangélica­s propenden a ascender económicam­ente más que la mayoría de sus compatriot­as. En dosis moderadas, los seguidores de Trump, Bolsonaro, Salvini comparten el apego a valores tradiciona­les. Eso no plantea ningún riesgo, antes bien, ayuda a hacer más coherentes a sociedades que de otro modo podrían fragmentar­se en una multitud de “identidade­s” rivales, como en efecto está sucediendo en Estados Unidos. En cambio, una sobredosis de tradiciona­lismo sí sería peligrosa. Aunque fue previsible que tarde o temprano se produciría una reacción frente a la ofensiva que han emprendido quienes aspiran a modificar radicalmen­te todas las sociedades occidental­es, embistiend­o con virulencia contra modalidade­s que han durado milenios, además de intentar reescribir la historia común y reinventar el idioma, en el caso de Bolsonaro, aún más que en el de Trump, la tentación de ir demasiado lejos podría ser tan fuerte que los excesos cometidos por sus partidario­s sean tan sanguinari­os como los que la izquierda está perpetrand­o en Venezuela y Nicaragua.

* PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.

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BOLSONARO. Es el último emergente de un fenómeno mundial: el desencanto con la política.
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Por JAMES NEILSON*

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