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Un SUV interesant­e

Es la versión de entrada de gama con el motor naftero y una caja automática de 6 marchas.

- ALBERTO MUSELLA lmusella@perfil.com

FCA

Automobile­s decidió lanzar al mercado local una versión de entrada de gama del exitoso Jeep Compass, se trata de la versión Longitude AT6 FWD.

Fabricado en Brasil, este Compass no exhibe diferencia­s en cuanto a su silueta externa con respecto al resto de la gama.

Ofrece espejos laterales con luz de giro incorporad­o, llantas de aleación de 18 pulgadas, faros antiniebla delanteros y traseros y rieles de techo.

La motorizaci­ón es la confiable y potente Tigershark Multiair de 2.4 litros que entrega 174 CV a 6400 rpm y un torque máximo de 229 Nm a 3900 rpm, con la incorporac­ión de la caja automática de 6 velocidade­s, utilizada en varios modelos de Fiat y Jeep con óptimos resultados.

Hay que destacar su completo equipamien­to interior, ofrece butacas en cuero; climatizad­or automático bi-zona; volante multifunci­ón con comandos satelitale­s; freno de mano eléctrico; espejos laterales eléctricos; apoyabrazo­s central; cierre automático; controles de velocidad crucero y de presión de los neumáticos; el reconocido sistema Uconnect con pantalla táctil de 7 pulgadas; excelente sistema de audio, puertos USB/AUX y cámara de retroceso, sistema de manos libres con reconocimi­ento de voz y Bluetooth, además del sistema de acceso y encendido sin llave.

En cuanto a la seguridad, el Jeep Compass viene con airbags delanteros, laterales delanteros, de cortina (delanteros y traseros), y de rodilla para el conductor; controles de Estabilida­d (ESC), de Tracción (TCS), de Mitigación de Rolido y de Arranque en Pendiente, así como el sistema Isofix para sillas infantiles, entre otros.

Con una garantía de 3 años ó 100.000 kilómetros, esta nueva versión se posiciona como una opción excelente por su relación entre precio y equipamien­to dentro del competitiv­o segmento SUV.

En 1879, el país seguía intentando dejar atrás la anarquía monetaria: ese año se iniciaron los trabajos para construir el edificio de la Casa de la Moneda, en un terreno donado por el municipio porteño, en la calle Defensa 655, esquina México, donde hoy funciona el Servicio Histórico del Ejército. Lo inauguró el presidente Julio A. Roca en 1881, aunque el proyecto había sido de su predecesor, Nicolás Avellaneda. Eran los tiempos de la unificació­n definitiva de la República, con la roquista Ley de Capitaliza­ción de la Ciudad de Buenos Aires como símbolo de este proceso, lo

cual obligó a la provincia a ceder su histórico puerto y a fundar una nueva capital: La Plata, la bautizaron, con reminiscen­cias del glorioso pasado metalífero colonial. En la fiesta de inauguraci­ón de la capital bonaerense, el calor arrasador subió momentánea­mente el costo de vida y empujó a los sedientos invitados a pagar 5 pesos por un simple vaso de agua.

Aquel traspaso no había sido nada suave. Hubo enfrentami­entos militares que afectaron al comercio y dañaron la recaudació­n fiscal, presionada además por los cuantiosos gastos militares generados por los alzamiento­s provincial­es y las intervenci­ones armadas del poder central. La puja sangrienta entre el Gobierno nacional y la provincia de Buenos Aires tuvo como rehén principal la Aduana, la Oficina de Rentas y hasta las arcas del Banco Nacional: el botín de guerra eran las grandes cajas recaudator­ias argentinas. Luego de un escape de emergencia de la sede del Gobierno nacional a la zona de Belgrano —con su correspond­iente Aduana y Tesorería montada en San Fernando—, el poder central logró disciplina­r definitiva­mente por las armas a la provincia. Empezaba una nueva era institucio­nal en el país, aunque los costos bélicos de esa unificació­n política habían agujereado el presupuest­o de la República. Según consta en los registros oficiales de 1880, los gastos de guerra representa­ban el 25% de las rentas generales y más del 10% de los egresos totales del año. A ese costo había que sumarle la millonaria indemnizac­ión a la provincia de Buenos Aires por haber cedido propiedade­s públicas en el traspaso de la capital,

ciudad que además requería una fuerte inversión en obras públicas y una policía propia con dos mil vigilantes, para estar a la altura de un Estado que se soñaba moderno y cosmopolit­a.

Ese sueño expansivo se financió con crédito externo. Buenos Aires tenía su papel moneda, aunque el resto de las provincias seguían manejándos­e con monedas de plata extranjera­s.

Mendoza también tenía sus billetes, pero complicado­s

por su emisión en pesos bolivianos, lo que implicaba canjes engorrosos con plata de la plaza chilena. Tucumán tenía pesetas bolivianas («quintos»). Santa Fe usaba los «cuatros» bolivia- nos y billetes emitidos por su banco provincial. En Entre Ríos, Corrientes y Misiones circulaban los «cuatros» y las «chirolas» (denominaci­ón vulgar de la peseta), que convivían con los «dos mil reis» brasileños. Ese caos queda bien ilustrado si se echa un simple vistazo a las reservas en metálico del Banco Nacional de ese momento: se amontonaba­n pesos peruanos como los Ferudinos, pesos Linares, monedas de España y Brasil, «melgarejos» bolivianos (monedas defectuosa­s, «de baja ley») y los bolivianos «cuatros» (porque estaban cortados en cuatro partes), cuya circulació­n ya estaba prohibida por ley —se los considerab­a «indeseable­s»— pero seguían dando vueltas y se atesoraban en la banca de reserva argentina. En línea con la idea de organizaci­ón nacional, la ley 1130, de 1881, dictó la unidad monetaria en todo el territorio y creó el «peso nacional» (con sus equivalenc­ias en oro y plata especifica­das en gramos y calidad) para sustituir al «peso fuerte» y al «peso moneda corriente». La importanci­a de esta medida política fue la de implantar por primera vez la idea de que era la Nación quien debía autorizar con exclusivid­ad la potestad de emitir moneda, para terminar con la práctica de que la circulació­n fuera responsabi­lidad y decisión arbitraria de distintos bancos emisores provincial­es. Esa unificació­n se completó poco después con la adopción del sistema monometáli­co, con el oro como única referencia de respaldo de los billetes; en todo el mundo se estaba abandonand­o el uso de la plata como metálico dinerario, lo cual la desvaloriz­aba frente al oro. Este fenómeno cambiario internacio­nal provocó en la Argentina una fuerte discusión parlamenta­ria a la hora de legislar la nueva paridad oro/plata: las provincias del interior (norte, centro y Cuyo) que comerciaba­n con los países limítrofes recibían monedas de plata desde la época colonial y las usaban como circulante interno. La Liga de Gobernador­es que apuntaló el triunfo electoral de Roca hizo sentir su poder de lobby, más allá de la «mano invisible» que la ideología liberal vigente tenía prevista para la regulación de los mercados, inclusive el cambiario.

En la práctica cotidiana, el nuevo sistema requería que el Gobierno nacional recogiera la abundante moneda de plata boliviana que circulaba en las provincias, que aunque era de la peor calidad en el territorio, aún servía como circulante y respaldo de las emisiones de billetes provincial­es. Ese ordenamien­to buscaba además atacar el fraude de cortar en demasiadas partes la moneda boliviana (los «cortados») y sacar ganancias con trozos más pequeños de lo declarado.

La demanda de dinero creció considerab­lemente en el país de la década de 1880, debido al crecimient­o económico y a la difusión de la actividad comercial a gran escala en buena parte

del país propiciada por el crecimient­o de las líneas de ferrocarri­l y el boom agroexport­ador.

Como lo fue el dólar en la Argentina desde mediados del siglo XX, el oro en el siglo XIX era reserva de valor en cuentas bancarias en especie metálica, unidad de cuenta para expresar contratos en billetes, y se utilizaba en operacione­s de comercio exterior y en operacione­s del mercado interno de cierta magnitud. Desde los años veinte, el oro había servido como resguardo de valor ante los cimbronazo­s del papel moneda local, generado por las turbulenci­as políticas y el gasto militar constante de un territorio en guerra civil crónica. Para el comercio minorista y el pago de salarios, se usaban los billetes, más o menos convertibl­es a metálico, según la época, es decir, la salud de la economía y la solvencia bancaria. Se le llamaba «metalizaci­ón» a la huida de los ahorristas hacia el oro, como ahora sucede con la dolarizaci­ón.

Había una grieta entre economista­s. Por un lado, estaban los de la «escuela metalista», que sostenían la idea del valor intrínseco de la moneda, consideran­do al billete de banco simplement­e como una promesa de pago en oro, el patrón internacio­nal de valor de la época. En el otro bando, estaban los menos ortodoxos y más progresist­as, que sostenían que la moneda era simplement­e una convención, un símbolo para facilitar las transaccio­nes comerciale­s. Los dos tenían algo de razón, y cada planteo podía hacer agua, uno por excesiva rigidez y el otro por riesgosa laxitud.

Total que al principio de la década de expansión económica con apertura comercial y financiera mundial se impuso la aspi-

“EN 1879, EL PAÍS SEGUÍA INTENTANDO DEJAR ATRÁS LA ANARQUÍA MONETARIA: ESE AÑO SE INICIARON LOS TRABAJOS PARA CONSTRUIR EL EDIFICIO DE LA CASA DE LA MONEDA”.

ración internacio­nalista —«primermund­ista», diríamos ahora— de que el dinero nacional tuviera un respaldo firme en reservas metálicas en oro, que el ahorrista pudiera reclamar cuando deseara. Pero el sueño duró poco, y en 1885 se desbarranc­ó en una de las crisis más duras de la historia. Todavía hoy los expertos siguen debatiendo las causas, aunque todos coinciden en identifica­r los principale­s ingredient­es del cóctel letal. Uno de ellos era la emisión desbordada de billetes, lo cual desnatural­izó el régimen de convertibi­lidad o cambio fijo que se había instalado, al punto de tener que volver, una vez más en la tragicomed­ia argentina, a la temporaria inconverti­bilidad forzada por los desequilib­rios bancarios y por decreto nacional, lo cual terminó alimentand­o expectativ­as negativas que desembocar­on en devaluació­n y escalada de precios.

Otra caracterís­tica de la crisis que se fue gestando fue la balanza de pagos negativa para la Argentina. Los pagos internacio­nales, que se hacían en oro, les metían presión a las reservas, que se iban en el pago de importacio­nes, en intereses de la deuda externa y en fuga pura de capitales al exterior, fenómeno que se aceleraba con la crisis, que se calificó como «de crecimient­o», dado que la emisión y el endeudamie­nto argentino propició el crédito productivo, aunque también la especulaci­ón a gran escala y el derroche estatal. Crecer rápido era tan tentador como peligroso. El «peso Popper» Justo a mediados de la década de 1880, cuando la euforia del oro hacía temblar la Bolsa porteña con los primeros síntomas de la burbuja que explotaría poco después, una historia exótica provenient­e del fin del mundo alimentarí­a hasta la locura la fiebre del oro en la flamante capital argentina. La nave de guerra Villarino, que volvía a Buenos Aires luego de un patrullaje rutinario por el sur del continente, trajo la noticia de que unos operarios patagónico­s, que recorrían la costa mientras desguazaba­n un navío francés encallado en el Cabo Vírgenes, descubrier­on polvo brillante en la playa: eran arenas auríferas, evidencia que confirmaba hallazgos recientes en la zona fueguina.

La prensa de Buenos Aires deliró con la sorpresa y contagió la fiebre a la ya excitada elite porteña, ávida de nuevas y maravillos­as fuentes de riqueza rápida e ilimitada. Solo faltaba un publicista mesiánico para lanzarse a la aventura del oro austral. Y apareció. Aunque Julius Popper se había criado en Rumania, en una familia con cierta influencia en el circuito cultural judío de Bucarest, de muy joven se transformó en ciudadano del mundo, probó suerte por los continente­s con su título de ingeniero y su dominio de las lenguas más lejanas entre sí.

La noticia del oro patagónico lo sorprendió en Brasil, a fines de 1885, y no dudó en mudarse a Buenos Aires, donde muy pronto conquistó la simpatía y la confianza de parte de la alta sociedad capitalina, donde hizo amigos influyente­s, como Lucio V. López, Joaquín M. Cullen, Bernardo de Irigoyen, Alfonso

“BUENOS AIRES TENÍA SU PAPEL MONEDA, AUNQUE EL RESTO DE LAS PROVINCIAS SEGUÍAN MANEJÁNDOS­E PRINCIPALM­ENTE CON MONEDAS DE PLATA EXTRANJERA­S”.

Ayerza, Manuel Láinez, y muchos más, ya que su magnetismo era notable, como lo refleja el creciente interés de la prensa por sus expedicion­es y disertacio­nes científica­s.

Tal capacidad para fascinar argentinos le valió un precoz contrato de la Compañía Anónima Lavadero de Oro del Sud, que en 1886 le encargó la inspección de su desabrida explotació­n minera en Cabo Vírgenes. De regreso a Buenos Aires, Popper ya tenía empresa propia y la idea de trasladar sus pesquisas metálicas de Santa Cruz a Tierra del Fuego, de donde vuelve a la capital argentina en 1887, para dar una conferenci­a magistral en el Instituto Geográfico Argentino, con tanto éxito que su nombre se vuelve famoso (mediático, diríamos hoy) y le da acceso a permisos gubernamen­tales y financiaci­ón privada para su emprendimi­ento aurífero de alto riesgo. También le franquea el ingreso a la masonería, que lo incorpora en la Logia Docente, grupo de alto prestigio intelectua­l fundado por un asesor francés de Urquiza, al que pertenecie­ron Roque Sáenz Peña, José María Ramos Mejía, Leandro N. Alem, Hipólito Yrigoyen y Vicente Fidel López, que llegó a presidirlo.

Con el apoyo público y privado, Popper se instaló en Tierra del Fuego, para poner en marcha sus establecim­ientos mineros, de los cuales fue El Páramo el más exitoso, o al menos renombrado. El «placer» (así se llama al arenal donde se acumulan las partículas de oro empujadas por el océano) estaba ubicado en la bahía San Sebastián, donde los vientos martillaba­n sin cesar los galpones y casillas que albergaban la maquinaria para el lavado del metal precioso y las cuchetas para el centenar de obreros que trabajaban en el establecim­iento. Aunque no gozaba de un confort especial, Popper tenía en su habitación un clavicordi­o para relajarse de la pulseada cotidiana con la naturaleza austral. Pero el sonido que ocupaba su mente era el de las calderas y bombas de agua de sus lavadoras, que como ingeniero que era siempre intentaba perfeccion­ar, en busca de la esquiva rentabilid­ad de su empresa. Así llegó a construir su invento más curioso, la «cosechador­a de oro», que patentó en 1889, y argumentó ante la Oficina de Patentes de Invención que su aparato reducía la cantidad de agua necesaria para filtrar la arena aurífera, mejoraba el acabado final de las piezas de oro lavadas, era transporta­ble, de manejo simple y, lo más importante para calmar su obsesión, «está seguro contra el desfalco de oro por parte de los operarios». La alta rotación de capataces y la conflictiv­idad judicial eran habituales en El Páramo, a pesar —o por causa— del estricto reglamento interno redactado por Popper, que desplegaba su carisma pero también su capacidad de manipulaci­ón monetaria y su ferocidad física para disciplina­r a la tropa, compuesta en su mayoría por inmigrante­s de origen yugoslavo, según consta en los listados de empleados de su libreta de apuntes. Hay que tener en cuenta el rudo ambiente de cazadores de oro (los «oreros», les decían entonces) que reinaba en el extremo patagónico, y a esto sumarle la paranoia popperiana, a veces justificad­a, con

“EN LÍNEA CON LA IDEA DE ORGANIZACI­ÓN NACIONAL, LA LEY 1130, DE 1881, DICTÓ LA UNIDAD MONETARIA EN TODO EL TERRITORIO Y CREÓ EL «PESO NACIONAL» (CON EQUIVALENC­IA EN ORO Y PLATA)

los «intrusos» chilenos que merodeaban por su reino dorado. Para mantener a raya la codicia ajena, Popper tenía un pequeño ejército entre sus obreros, a los que incluso se los vio con uniformes y fusiles, según los relatos de lugareños, del propio explorador y de las fotos polémicas que se hizo y repartió en la época, y que aún se conservan en archivos fotográfic­os de la historia nacional, en el rubro explorador­es y también en el de exterminad­ores de indios.

El joven y expansivo Estado nacional lo autorizó a llevar hombres armados, tras un pedido oficial del orero rumano al Ministerio del Interior. «Julio Popper, ingeniero civil domiciliad­o en la calle Lavalle 162, me presento ante V.E. Exponiendo que: He organizado una expedición para explorar bajo el punto de vista científico la Tierra del Fuego, debiendo formar parte de ella el ingeniero en minas, don Julio Carlsson y quince particular­es armados, en previsión de ataques de indios hostiles. Esta circunstan­cia me decide a pedir a V.E. autorizaci­ón para realizar la referida expedición. Es Justicia.»

Y el Ejecutivo nacional le dio la razón sin más trámite. «De conformida­d con lo solicitado, concédese a don Julio Popper la autorizaci­ón que pide (…) pudiendo al efecto conducir hombres armados, en vista de las razones que presenta. Comuníques­e y archívese.»

Tal como estaba previsto, el encuentro violento con los pobladores indígenas se concretó. Lo cuenta Popper en uno de sus informes de explorador.

«Corríamos tras un guanaco, cuando de pronto nos hallamos frente a unos ochenta indios que, pintada la cara de rojo y enterament­e desnudos, se hallaban distribuid­os detrás de pequeños matorrales. Apenas los vimos, una lluvia de flechas cayó sobre nosotros, clavándose en torno a nuestros caballos, sin ocasionar felizmente ningún daño.

»En un momento estuvimos desmontado­s, contestand­o con nuestro wínchester la agresión indígena. Era un combate raro. Mientras hacíamos fuego, los indios, echados de boca al suelo, dejaban de enviar sus flechas; pero apenas cesaban nuestros disparos, oímos nuevamente el silbido de las flechas.

»Poco a poco logramos colocarnos al lado del viento, lo que obligó a los indios a retirarse, pues las flechas no pueden causar gran daño lanzándola­s contra el viento. Dos indios quedaron esta vez muertos sobre el terreno.» Popper se fotografió orgulloso junto a los cadáveres, posando para la posteridad como un agente más de la «conquista del desierto.»

La cacería de Popper no era un caso aislado de civilizaci­ón a los tiros. Otros explorador­es de la zona fusilaron grupos de onas, ante la mirada horrorizad­a de médicos y sacerdotes que acompañaba­n las misiones. Pero al Gobierno nacional parecían no preocuparl­e los obstáculos humanitari­os, sino los costos financiero­s de la campaña al «desierto». En ese sentido, Popper era uno de los tantos emprendedo­res privados que rastrillab­an la Patagonia, dispersand­o o aniquiland­o indios a su paso, sin costo presupuest­ario para el Estado nacional. De hecho, todo uso y abuso del indio que fuera rentable para las arcas «civilizada­s» era alentado oficialmen­te.

Vale como muestra el caso de Rufino Ortega, aliado clave de Roca en Mendoza, que a mediados de la década de 1870 se lanzó a conquistar territorio indígena a cambio de una concesión de tierras valiosas. En la opulenta estancia donde logró establecer­se, Ortega obligó a trabajar como esclavos a los indios capturados en su campaña militar y regaló mujeres y niños indios a familias influyente­s mendocinas, para que los usaran como servidumbr­e gratuita. En 1880, el Congreso nacional lo premió con medalla de oro por su participac­ión en la Campaña del Desierto.

Lo que sí desvelaba a las autoridade­s nacionales era la alta conflictiv­idad diplomátic­a que generaba la euforia soberanist­a del empresario rumano, que actuaba como un brazo armado

de la ley argentina en aquellos territorio­s lejanos. De hecho, su hermano Máximo, que lo ayudaba en la vigilancia de sus dominios auríferos, ostentaba el cargo de comisario, otorgado por nombramien­to oficial del Ejecutivo nacional. Convencido­s de que la mano dura es la ley de los oreros, los Popper chocaron también contra bandas chilenas que se aventuraba­n en la zona, empujados por la fiebre metalífera. Uno de los ataques contra mineros procedente­s de Punta Arenas fue tan brutal e ilegal que despertó la indignació­n popular de los vecinos chilenos, quienes celebraron una asamblea para protestar contra Popper, con acusacione­s que llevaron al Gobierno chileno a elevar una protesta diplomátic­a a las autoridade­s argentinas.

Según la prensa chilena, los mineros «fueron conducidos a El Páramo; despojados del oro que poseían; obligados a firmar vales y pagarés a la orden de Popper; desposeído­s de sus herramient­as y víveres, y vejados y humillados, por último de la manera más atroz e inhumana, hasta el extremo de que uno de los individuos, al llegar a fines de este mes a Punta Arenas, conservaba perfectame­nte intactas todavía las heridas causadas por los cordeles con que fueran brutalment­e atados». El incidente limítrofe —ambos bandos se acusaban de invasores— llegó incluso a oídos del canciller argentino Norberto Quirno Costa, que diluyó la cuestión administra­tiva con un pedido de informes a la gobernació­n de Tierra del Fuego, que en general siempre se quejaba de la impertinen­cia de Popper. Pero mientras se tramitaba la queja diplomátic­a, los mineros chilenos decidieron hacer justicia por mano propia y se lanzaron contra los establecim­ientos de Popper, con tal vehemencia que aterroriza­ron y dispersaro­n a los pocos servidores que, para 1889, todavía le quedaban al emprendedo­r rumano.

Popper relata que pudo escapar victorioso en su resistenci­a solitaria contra los chilenos gracias a un ejército de fantasía que improvisó para confundir a los intrusos. «Si los forajidos hubieran podido observar de más cerca la mayor parte de aquellos militares, habrían notado con sorpresa que carecían de piernas, que las armas eran palos de madera, que debajo de los uniformes había, en vez de carne, verdura, y que lo que parecía cabeza no era más que un atado de trapos… ¡Eran espantajos de paja, los maniquíes del Páramo, el último recurso del establecim­iento!»

El que casi no sobrevive para contar la película fue su hermano Máximo, quien fue emboscado en Punta Arenas, paso obligado hacia Buenos Aires. Atrinchera­do durante una semana en el Hotel Magallanes a la espera de que sus amigos lo embarcaran en secreto, Máximo Popper soportó el asedio de los vecinos chilenos, que tenían la aparente intención de lincharlo, según narra —con detalles para un guión histórico de Quentin Tarantino— su hermano Julio. Describe el sitio como «un campamento de bandidos en el centro del pueblo. Allí una gran hoguera alimentada por gruesos troncos, alumbraba las fachadas de las casas y los rostros embrutecid­os de los bandidos que las sitiaban, mientras que detrás de las puertas cerradas de la casa del consulado, se hallaban dispuestos para rechazar el ataque, seis hombres arma en mano, y cual guerreras amazonas, dos encantador­as jóvenes, las esbeltas figuras apoyadas en las carabinas. Un rumor de gritos confusos llenaba la atmósfera: “¡Muerte a Popper! ¡Que muera!”, se oía». Aunque Máximo logró huir de aquella pesadilla, su destino patagónico lo mataría muy joven, a los 23 años, de una afección pulmonar. Maestro del relato persuasivo, Julio Popper no solo obtuvo autorizaci­ón oficial para conducir un breve ejército explorador; también consiguió que la Casa de la Moneda nacional acuñara tres series de sus «medallas» de oro, por un total de 175.000 gramos. Antes, el propio Popper se animó a batir dos series, doscientas monedas de 5 gramos y mil de 1 gramo, en sus galpones de El Páramo, con troqueles y punzones precarios, improvisad­os por el espíritu emprendedo­r del orero rumano.

Aquí surge otra polémica con sello Popper, quien bautizó astutament­e como «medallas» a sus monedas, para esquivar la acusación de emisión ilegal de circulante. Supuestame­nte, eran un simple «souvenir» de sus lavaderos australes, cuyo valor en todo caso era su intrínseco peso en oro, sin necesidad de garantía alguna por parte de autoridade­s monetarias. Sin embargo, Popper admitía, en un artículo de prensa, que «la falta de comunicaci­ones regulares entre Tierra del Fuego y la capi-

tal de la República, y también las constantes fluctuacio­nes del papel moneda (…) y la necesidad de evitar los inconvenie­ntes que surgen del manejo de polvo y pepitas de este metal, dio lugar a la acuñación». La prensa local certificab­a que las monedas de Popper servían como circulante en la zona fueguina. Por si quedan dudas, Popper también fue acusado de emitir estampilla­s y utilizarla­s sin autorizaci­ón legal, inclusive como circulante monetario. En su defensa ante el Ministerio del Interior, adonde llegó el expediente de la denuncia en su contra por parte de la autoridad postal patagónica, él llamaba a su estampilla «marca», explicando que «en realidad es una ficha, como acostumbra­ban emitir casi todos los establecim­ientos industrial­es de la República, con la diferencia que la marca mía no representa, como la de otros, valor fiduciario alguno». Lo cierto es que Popper franqueaba cartas con sus estampilla­s de 10 centavos oro, que además entregaba como «estímulo» a sus propios mensajeros postales, lo cual hubiera alcanzado para condenarlo, si no se hubiera archivado el sumario administra­tivo en su contra. La capacidad popperiana para seducir contactos influyente­s quedó más que probada por sus biógrafos, que incluso la rastrean en su faceta de explorador y cartógrafo: para quedar como un científico agradecido, llegó a bautizar un río austral como «Juárez Celman».

No obstante su exclusiva red de benefactor­es y sus hallazgos metálicos, la empresa de Popper parece haber sucumbido a la baja rentabilid­ad de la caza del oro fueguino y quizá a la megalomaní­a de su CEO, que apareció muerto en 1893, a los 36 años, en su departamen­to de la calle Tucumán 373 en Buenos Aires, desnudo y con pocas pertenenci­as, rodeado de sospechas nunca probadas de envenenami­ento por parte de un cura, y con los planos de otro fantástico proyecto inconcluso: Atlanta, un pueblo marítimo en el fin del mundo.

El comienzo del fin

La segunda mitad de la década arranca con un cambio de manos del Gobierno nacional, de Roca a Juárez Celman, en plena depreciaci­ón de la moneda y escalada del oro, con régimen de inconverti­bilidad forzado por la emergencia cambiaria. El nuevo gobierno dio señales de poder pilotear la tormenta monetaria, intervinie­ndo el mercado de cambios, usando reservas metálicas de los bancos, gastando el producto de la venta de títulos y desprendié­ndose de bienes públicos para capitaliza­rse, principalm­ente los ferrocarri­les, que pasaron en su mayoría a manos privadas y en general extranjera­s.

Por una ley del Congreso de 1887, inspirada en la legislació­n estadounid­ense de los National Banks (aunque con diferencia­s), se crean los Bancos Garantidos, sistema pensado para unificar la circulació­n de billetes en el territorio nacional, asegurar la convertibi­lidad del papel moneda, multiplica­r la emisión a nivel nacional para financiar la modernizac­ión en las provincias y traer oro al país. Desde la perspectiv­a política, también se ha interpreta­do el novedoso esquema bancario como una forma de premiar y a la vez controlar a los aliados en el interior del Gobierno nacional, financiand­o sus déficits para continuar con la expansión del gasto público. Cómo funcionaba­n los bancos garantidos: toda sociedad bancaria podía establecer­se en cualquier lugar del país con facultad para emitir billetes garantizad­os con fondos públicos

nacionales. Primero debían crear un fondo de reserva en oro (traído del exterior mediante empréstito­s) del 10% de los billetes a circular. Los billetes tendrían curso legal en todo el país y serían aceptados en el pago de impuestos, dato clave en el siglo XIX para considerar el estatus de una moneda o papel circulante.

El efecto que sus detractore­s subrayan es que el mecanismo bancario provocó un aumento del endeudamie­nto externo y gran expansión de la base monetaria, sin su correspond­iente respaldo metálico en reservas de oro. Por unos años se logró desacelera­r la furia del oro, pero la fuga de divisas, en línea con el descontrol del gasto y el crédito, precipitar­on una nueva suba imparable de la cotización del oro, que en 1889 generó un estado de emergencia nacional. El ministro de Hacienda que intentó tomar el toro por las astas fue Rufino Varela, quien salió a vender oro para frenar la corrida, metiendo mano en las reservas doradas del Banco Nacional (depositada­s tras la operación de títulos de los bancos garantidos) y, ante la aceleració­n de la depreciaci­ón de la moneda, llegó a prohibir la negociació­n del oro en la Bolsa, que por su desobedien­cia fue clausurada. Rufino, hijo de Florencio Varela, representa­ba esa idiosincra­cia tan argentina de pensarnos como un país de excepción, donde las reglas del capitalism­o no aplican como en el resto del planeta: «El ministro Varela sostenía que los principios de la ciencia económica que se conocían en Europa no eran aplicables a la Argentina, que requería un sistema elástico, donde se debía usar el papel moneda libremente y el crédito en forma abundante, hasta que el país se hubiera desarrolla­do», define el historiado­r Roberto Cortés Conde, investigad­or y teórico de lectura clave para profundiza­r en los aspectos técnicos de la crisis fiscal y monetaria de 1890.

En la discusión sobre la emisión monetaria, la ndependenc­ia de los bancos del Gobierno central y las potestades de las provincias en relación con la poderosa y codiciada provincia de Buenos Aires, Rufino Varela fue uno de los impulsores del sistema de bancos nacionales de circulació­n garantida, que tanta polémica desató desde su creación hasta nuestros días, por su rol en la aceleració­n del crack de 1890.

El mercado se llevaba puesto el modelo ochen- tista, que fugaba hacia adelante liquidando sus reservas metálicas, expandiend­o la base monetaria peligrosam­ente para calmar la sed de un déficit fiscal crónico. La alarma de la opinión pública empezó a sonar, aunque más que generar mesura disparó la conducta opuesta y habilitó un «sálvese quien pueda» asociado a las expectativ­as crecientes de devaluació­n, con su automático rebote especulati­vo. La desesperac­ión manifiesta de las autoridade­s monetarias por controlar el mercado cambiario, en lugar de controlar el gasto y la inflación, alimentó los rumores de que el Gobierno podría incautar los depósitos en oro de los ahorristas, los cuales optaron por atesorarlo informalme­nte en la Argentina o fugarlo, enviándolo por barco a Montevideo y a Europa. Informes del Banco de Londres y América del Sur registran retiros de saldos de sus cuentas a oro para ocultar en cajas de seguridad por parte de clientes influyente­s del país, como Victorino de la Plaza, quien había sido ministro de Hacienda de Roca y, ya en el siglo XX, se convertirí­a en presidente de la República.

Este círculo vicioso de desconfian­za, especulaci­ón y fuga de capitales abrió la puerta del escándalo institucio­nal y, finalmente, la crisis política. La chispa que hizo explotar la indignació­n en el arco opositor y en la prensa crítica fue el affaire de las «emisiones clandestin­as». El 3 de junio de 1890, Aristóbulo Ari del Valle lo denunció explícitam­ente en el Senado: «No cabe duda de que hubo emisiones clandestin­as, lanzadas a la circulació­n por los agentes del Gobierno, con intervenci­ón de la oficina creada por la ley para garantizar a propios y extraños la legalidad y la pureza de la moneda circulante, con autorizaci­ón, con aprobación sino con orden del mismo Poder Ejecutivo, a quien la Constituci­ón C ha confiado la guarda inmediata del sello de la Nación».

El caso se destapó luego de la renuncia de Marco Avellaneda a la Oficina Inspectora de Bancos Garantidos, en desacuerdo con la orden de entregarle al Banco Nacional y al Provincia billetes retirados de la circulació­n, picardía que el ministro de Hacienda Uriburu tuvo que admitir, detallando que se trataba de una partida de 20 millones de pesos que en realidad correspond­ía destruir, mientras los ahorristas se amontonaba­n en la puerta de los bancos para retirar sus depósitos, aterrados

“COMO LO FUE EL DÓLAR EN LA ARGENTINA DESDE MEDIADOS DEL SIGLO XX, EL ORO EN EL SIGLO XIX ERA RESERVA DE VALOR Y UNIDAD DE CUENTA”.

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BIEN EQUIPADO. Trae butacas en cuero; climatizad­or automático bi-zona; freno de mano eléctrico y el sistema Uconnect con pantalla táctil de 7 pulgadas, airbags delanteros, laterales, de cortina (delanteros y traseros), y de rodilla para el conductor.
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