Un SUV interesante
Es la versión de entrada de gama con el motor naftero y una caja automática de 6 marchas.
FCA
Automobiles decidió lanzar al mercado local una versión de entrada de gama del exitoso Jeep Compass, se trata de la versión Longitude AT6 FWD.
Fabricado en Brasil, este Compass no exhibe diferencias en cuanto a su silueta externa con respecto al resto de la gama.
Ofrece espejos laterales con luz de giro incorporado, llantas de aleación de 18 pulgadas, faros antiniebla delanteros y traseros y rieles de techo.
La motorización es la confiable y potente Tigershark Multiair de 2.4 litros que entrega 174 CV a 6400 rpm y un torque máximo de 229 Nm a 3900 rpm, con la incorporación de la caja automática de 6 velocidades, utilizada en varios modelos de Fiat y Jeep con óptimos resultados.
Hay que destacar su completo equipamiento interior, ofrece butacas en cuero; climatizador automático bi-zona; volante multifunción con comandos satelitales; freno de mano eléctrico; espejos laterales eléctricos; apoyabrazos central; cierre automático; controles de velocidad crucero y de presión de los neumáticos; el reconocido sistema Uconnect con pantalla táctil de 7 pulgadas; excelente sistema de audio, puertos USB/AUX y cámara de retroceso, sistema de manos libres con reconocimiento de voz y Bluetooth, además del sistema de acceso y encendido sin llave.
En cuanto a la seguridad, el Jeep Compass viene con airbags delanteros, laterales delanteros, de cortina (delanteros y traseros), y de rodilla para el conductor; controles de Estabilidad (ESC), de Tracción (TCS), de Mitigación de Rolido y de Arranque en Pendiente, así como el sistema Isofix para sillas infantiles, entre otros.
Con una garantía de 3 años ó 100.000 kilómetros, esta nueva versión se posiciona como una opción excelente por su relación entre precio y equipamiento dentro del competitivo segmento SUV.
En 1879, el país seguía intentando dejar atrás la anarquía monetaria: ese año se iniciaron los trabajos para construir el edificio de la Casa de la Moneda, en un terreno donado por el municipio porteño, en la calle Defensa 655, esquina México, donde hoy funciona el Servicio Histórico del Ejército. Lo inauguró el presidente Julio A. Roca en 1881, aunque el proyecto había sido de su predecesor, Nicolás Avellaneda. Eran los tiempos de la unificación definitiva de la República, con la roquista Ley de Capitalización de la Ciudad de Buenos Aires como símbolo de este proceso, lo
cual obligó a la provincia a ceder su histórico puerto y a fundar una nueva capital: La Plata, la bautizaron, con reminiscencias del glorioso pasado metalífero colonial. En la fiesta de inauguración de la capital bonaerense, el calor arrasador subió momentáneamente el costo de vida y empujó a los sedientos invitados a pagar 5 pesos por un simple vaso de agua.
Aquel traspaso no había sido nada suave. Hubo enfrentamientos militares que afectaron al comercio y dañaron la recaudación fiscal, presionada además por los cuantiosos gastos militares generados por los alzamientos provinciales y las intervenciones armadas del poder central. La puja sangrienta entre el Gobierno nacional y la provincia de Buenos Aires tuvo como rehén principal la Aduana, la Oficina de Rentas y hasta las arcas del Banco Nacional: el botín de guerra eran las grandes cajas recaudatorias argentinas. Luego de un escape de emergencia de la sede del Gobierno nacional a la zona de Belgrano —con su correspondiente Aduana y Tesorería montada en San Fernando—, el poder central logró disciplinar definitivamente por las armas a la provincia. Empezaba una nueva era institucional en el país, aunque los costos bélicos de esa unificación política habían agujereado el presupuesto de la República. Según consta en los registros oficiales de 1880, los gastos de guerra representaban el 25% de las rentas generales y más del 10% de los egresos totales del año. A ese costo había que sumarle la millonaria indemnización a la provincia de Buenos Aires por haber cedido propiedades públicas en el traspaso de la capital,
ciudad que además requería una fuerte inversión en obras públicas y una policía propia con dos mil vigilantes, para estar a la altura de un Estado que se soñaba moderno y cosmopolita.
Ese sueño expansivo se financió con crédito externo. Buenos Aires tenía su papel moneda, aunque el resto de las provincias seguían manejándose con monedas de plata extranjeras.
Mendoza también tenía sus billetes, pero complicados
por su emisión en pesos bolivianos, lo que implicaba canjes engorrosos con plata de la plaza chilena. Tucumán tenía pesetas bolivianas («quintos»). Santa Fe usaba los «cuatros» bolivia- nos y billetes emitidos por su banco provincial. En Entre Ríos, Corrientes y Misiones circulaban los «cuatros» y las «chirolas» (denominación vulgar de la peseta), que convivían con los «dos mil reis» brasileños. Ese caos queda bien ilustrado si se echa un simple vistazo a las reservas en metálico del Banco Nacional de ese momento: se amontonaban pesos peruanos como los Ferudinos, pesos Linares, monedas de España y Brasil, «melgarejos» bolivianos (monedas defectuosas, «de baja ley») y los bolivianos «cuatros» (porque estaban cortados en cuatro partes), cuya circulación ya estaba prohibida por ley —se los consideraba «indeseables»— pero seguían dando vueltas y se atesoraban en la banca de reserva argentina. En línea con la idea de organización nacional, la ley 1130, de 1881, dictó la unidad monetaria en todo el territorio y creó el «peso nacional» (con sus equivalencias en oro y plata especificadas en gramos y calidad) para sustituir al «peso fuerte» y al «peso moneda corriente». La importancia de esta medida política fue la de implantar por primera vez la idea de que era la Nación quien debía autorizar con exclusividad la potestad de emitir moneda, para terminar con la práctica de que la circulación fuera responsabilidad y decisión arbitraria de distintos bancos emisores provinciales. Esa unificación se completó poco después con la adopción del sistema monometálico, con el oro como única referencia de respaldo de los billetes; en todo el mundo se estaba abandonando el uso de la plata como metálico dinerario, lo cual la desvalorizaba frente al oro. Este fenómeno cambiario internacional provocó en la Argentina una fuerte discusión parlamentaria a la hora de legislar la nueva paridad oro/plata: las provincias del interior (norte, centro y Cuyo) que comerciaban con los países limítrofes recibían monedas de plata desde la época colonial y las usaban como circulante interno. La Liga de Gobernadores que apuntaló el triunfo electoral de Roca hizo sentir su poder de lobby, más allá de la «mano invisible» que la ideología liberal vigente tenía prevista para la regulación de los mercados, inclusive el cambiario.
En la práctica cotidiana, el nuevo sistema requería que el Gobierno nacional recogiera la abundante moneda de plata boliviana que circulaba en las provincias, que aunque era de la peor calidad en el territorio, aún servía como circulante y respaldo de las emisiones de billetes provinciales. Ese ordenamiento buscaba además atacar el fraude de cortar en demasiadas partes la moneda boliviana (los «cortados») y sacar ganancias con trozos más pequeños de lo declarado.
La demanda de dinero creció considerablemente en el país de la década de 1880, debido al crecimiento económico y a la difusión de la actividad comercial a gran escala en buena parte
del país propiciada por el crecimiento de las líneas de ferrocarril y el boom agroexportador.
Como lo fue el dólar en la Argentina desde mediados del siglo XX, el oro en el siglo XIX era reserva de valor en cuentas bancarias en especie metálica, unidad de cuenta para expresar contratos en billetes, y se utilizaba en operaciones de comercio exterior y en operaciones del mercado interno de cierta magnitud. Desde los años veinte, el oro había servido como resguardo de valor ante los cimbronazos del papel moneda local, generado por las turbulencias políticas y el gasto militar constante de un territorio en guerra civil crónica. Para el comercio minorista y el pago de salarios, se usaban los billetes, más o menos convertibles a metálico, según la época, es decir, la salud de la economía y la solvencia bancaria. Se le llamaba «metalización» a la huida de los ahorristas hacia el oro, como ahora sucede con la dolarización.
Había una grieta entre economistas. Por un lado, estaban los de la «escuela metalista», que sostenían la idea del valor intrínseco de la moneda, considerando al billete de banco simplemente como una promesa de pago en oro, el patrón internacional de valor de la época. En el otro bando, estaban los menos ortodoxos y más progresistas, que sostenían que la moneda era simplemente una convención, un símbolo para facilitar las transacciones comerciales. Los dos tenían algo de razón, y cada planteo podía hacer agua, uno por excesiva rigidez y el otro por riesgosa laxitud.
Total que al principio de la década de expansión económica con apertura comercial y financiera mundial se impuso la aspi-
“EN 1879, EL PAÍS SEGUÍA INTENTANDO DEJAR ATRÁS LA ANARQUÍA MONETARIA: ESE AÑO SE INICIARON LOS TRABAJOS PARA CONSTRUIR EL EDIFICIO DE LA CASA DE LA MONEDA”.
ración internacionalista —«primermundista», diríamos ahora— de que el dinero nacional tuviera un respaldo firme en reservas metálicas en oro, que el ahorrista pudiera reclamar cuando deseara. Pero el sueño duró poco, y en 1885 se desbarrancó en una de las crisis más duras de la historia. Todavía hoy los expertos siguen debatiendo las causas, aunque todos coinciden en identificar los principales ingredientes del cóctel letal. Uno de ellos era la emisión desbordada de billetes, lo cual desnaturalizó el régimen de convertibilidad o cambio fijo que se había instalado, al punto de tener que volver, una vez más en la tragicomedia argentina, a la temporaria inconvertibilidad forzada por los desequilibrios bancarios y por decreto nacional, lo cual terminó alimentando expectativas negativas que desembocaron en devaluación y escalada de precios.
Otra característica de la crisis que se fue gestando fue la balanza de pagos negativa para la Argentina. Los pagos internacionales, que se hacían en oro, les metían presión a las reservas, que se iban en el pago de importaciones, en intereses de la deuda externa y en fuga pura de capitales al exterior, fenómeno que se aceleraba con la crisis, que se calificó como «de crecimiento», dado que la emisión y el endeudamiento argentino propició el crédito productivo, aunque también la especulación a gran escala y el derroche estatal. Crecer rápido era tan tentador como peligroso. El «peso Popper» Justo a mediados de la década de 1880, cuando la euforia del oro hacía temblar la Bolsa porteña con los primeros síntomas de la burbuja que explotaría poco después, una historia exótica proveniente del fin del mundo alimentaría hasta la locura la fiebre del oro en la flamante capital argentina. La nave de guerra Villarino, que volvía a Buenos Aires luego de un patrullaje rutinario por el sur del continente, trajo la noticia de que unos operarios patagónicos, que recorrían la costa mientras desguazaban un navío francés encallado en el Cabo Vírgenes, descubrieron polvo brillante en la playa: eran arenas auríferas, evidencia que confirmaba hallazgos recientes en la zona fueguina.
La prensa de Buenos Aires deliró con la sorpresa y contagió la fiebre a la ya excitada elite porteña, ávida de nuevas y maravillosas fuentes de riqueza rápida e ilimitada. Solo faltaba un publicista mesiánico para lanzarse a la aventura del oro austral. Y apareció. Aunque Julius Popper se había criado en Rumania, en una familia con cierta influencia en el circuito cultural judío de Bucarest, de muy joven se transformó en ciudadano del mundo, probó suerte por los continentes con su título de ingeniero y su dominio de las lenguas más lejanas entre sí.
La noticia del oro patagónico lo sorprendió en Brasil, a fines de 1885, y no dudó en mudarse a Buenos Aires, donde muy pronto conquistó la simpatía y la confianza de parte de la alta sociedad capitalina, donde hizo amigos influyentes, como Lucio V. López, Joaquín M. Cullen, Bernardo de Irigoyen, Alfonso
“BUENOS AIRES TENÍA SU PAPEL MONEDA, AUNQUE EL RESTO DE LAS PROVINCIAS SEGUÍAN MANEJÁNDOSE PRINCIPALMENTE CON MONEDAS DE PLATA EXTRANJERAS”.
Ayerza, Manuel Láinez, y muchos más, ya que su magnetismo era notable, como lo refleja el creciente interés de la prensa por sus expediciones y disertaciones científicas.
Tal capacidad para fascinar argentinos le valió un precoz contrato de la Compañía Anónima Lavadero de Oro del Sud, que en 1886 le encargó la inspección de su desabrida explotación minera en Cabo Vírgenes. De regreso a Buenos Aires, Popper ya tenía empresa propia y la idea de trasladar sus pesquisas metálicas de Santa Cruz a Tierra del Fuego, de donde vuelve a la capital argentina en 1887, para dar una conferencia magistral en el Instituto Geográfico Argentino, con tanto éxito que su nombre se vuelve famoso (mediático, diríamos hoy) y le da acceso a permisos gubernamentales y financiación privada para su emprendimiento aurífero de alto riesgo. También le franquea el ingreso a la masonería, que lo incorpora en la Logia Docente, grupo de alto prestigio intelectual fundado por un asesor francés de Urquiza, al que pertenecieron Roque Sáenz Peña, José María Ramos Mejía, Leandro N. Alem, Hipólito Yrigoyen y Vicente Fidel López, que llegó a presidirlo.
Con el apoyo público y privado, Popper se instaló en Tierra del Fuego, para poner en marcha sus establecimientos mineros, de los cuales fue El Páramo el más exitoso, o al menos renombrado. El «placer» (así se llama al arenal donde se acumulan las partículas de oro empujadas por el océano) estaba ubicado en la bahía San Sebastián, donde los vientos martillaban sin cesar los galpones y casillas que albergaban la maquinaria para el lavado del metal precioso y las cuchetas para el centenar de obreros que trabajaban en el establecimiento. Aunque no gozaba de un confort especial, Popper tenía en su habitación un clavicordio para relajarse de la pulseada cotidiana con la naturaleza austral. Pero el sonido que ocupaba su mente era el de las calderas y bombas de agua de sus lavadoras, que como ingeniero que era siempre intentaba perfeccionar, en busca de la esquiva rentabilidad de su empresa. Así llegó a construir su invento más curioso, la «cosechadora de oro», que patentó en 1889, y argumentó ante la Oficina de Patentes de Invención que su aparato reducía la cantidad de agua necesaria para filtrar la arena aurífera, mejoraba el acabado final de las piezas de oro lavadas, era transportable, de manejo simple y, lo más importante para calmar su obsesión, «está seguro contra el desfalco de oro por parte de los operarios». La alta rotación de capataces y la conflictividad judicial eran habituales en El Páramo, a pesar —o por causa— del estricto reglamento interno redactado por Popper, que desplegaba su carisma pero también su capacidad de manipulación monetaria y su ferocidad física para disciplinar a la tropa, compuesta en su mayoría por inmigrantes de origen yugoslavo, según consta en los listados de empleados de su libreta de apuntes. Hay que tener en cuenta el rudo ambiente de cazadores de oro (los «oreros», les decían entonces) que reinaba en el extremo patagónico, y a esto sumarle la paranoia popperiana, a veces justificada, con
“EN LÍNEA CON LA IDEA DE ORGANIZACIÓN NACIONAL, LA LEY 1130, DE 1881, DICTÓ LA UNIDAD MONETARIA EN TODO EL TERRITORIO Y CREÓ EL «PESO NACIONAL» (CON EQUIVALENCIA EN ORO Y PLATA)
los «intrusos» chilenos que merodeaban por su reino dorado. Para mantener a raya la codicia ajena, Popper tenía un pequeño ejército entre sus obreros, a los que incluso se los vio con uniformes y fusiles, según los relatos de lugareños, del propio explorador y de las fotos polémicas que se hizo y repartió en la época, y que aún se conservan en archivos fotográficos de la historia nacional, en el rubro exploradores y también en el de exterminadores de indios.
El joven y expansivo Estado nacional lo autorizó a llevar hombres armados, tras un pedido oficial del orero rumano al Ministerio del Interior. «Julio Popper, ingeniero civil domiciliado en la calle Lavalle 162, me presento ante V.E. Exponiendo que: He organizado una expedición para explorar bajo el punto de vista científico la Tierra del Fuego, debiendo formar parte de ella el ingeniero en minas, don Julio Carlsson y quince particulares armados, en previsión de ataques de indios hostiles. Esta circunstancia me decide a pedir a V.E. autorización para realizar la referida expedición. Es Justicia.»
Y el Ejecutivo nacional le dio la razón sin más trámite. «De conformidad con lo solicitado, concédese a don Julio Popper la autorización que pide (…) pudiendo al efecto conducir hombres armados, en vista de las razones que presenta. Comuníquese y archívese.»
Tal como estaba previsto, el encuentro violento con los pobladores indígenas se concretó. Lo cuenta Popper en uno de sus informes de explorador.
«Corríamos tras un guanaco, cuando de pronto nos hallamos frente a unos ochenta indios que, pintada la cara de rojo y enteramente desnudos, se hallaban distribuidos detrás de pequeños matorrales. Apenas los vimos, una lluvia de flechas cayó sobre nosotros, clavándose en torno a nuestros caballos, sin ocasionar felizmente ningún daño.
»En un momento estuvimos desmontados, contestando con nuestro wínchester la agresión indígena. Era un combate raro. Mientras hacíamos fuego, los indios, echados de boca al suelo, dejaban de enviar sus flechas; pero apenas cesaban nuestros disparos, oímos nuevamente el silbido de las flechas.
»Poco a poco logramos colocarnos al lado del viento, lo que obligó a los indios a retirarse, pues las flechas no pueden causar gran daño lanzándolas contra el viento. Dos indios quedaron esta vez muertos sobre el terreno.» Popper se fotografió orgulloso junto a los cadáveres, posando para la posteridad como un agente más de la «conquista del desierto.»
La cacería de Popper no era un caso aislado de civilización a los tiros. Otros exploradores de la zona fusilaron grupos de onas, ante la mirada horrorizada de médicos y sacerdotes que acompañaban las misiones. Pero al Gobierno nacional parecían no preocuparle los obstáculos humanitarios, sino los costos financieros de la campaña al «desierto». En ese sentido, Popper era uno de los tantos emprendedores privados que rastrillaban la Patagonia, dispersando o aniquilando indios a su paso, sin costo presupuestario para el Estado nacional. De hecho, todo uso y abuso del indio que fuera rentable para las arcas «civilizadas» era alentado oficialmente.
Vale como muestra el caso de Rufino Ortega, aliado clave de Roca en Mendoza, que a mediados de la década de 1870 se lanzó a conquistar territorio indígena a cambio de una concesión de tierras valiosas. En la opulenta estancia donde logró establecerse, Ortega obligó a trabajar como esclavos a los indios capturados en su campaña militar y regaló mujeres y niños indios a familias influyentes mendocinas, para que los usaran como servidumbre gratuita. En 1880, el Congreso nacional lo premió con medalla de oro por su participación en la Campaña del Desierto.
Lo que sí desvelaba a las autoridades nacionales era la alta conflictividad diplomática que generaba la euforia soberanista del empresario rumano, que actuaba como un brazo armado
de la ley argentina en aquellos territorios lejanos. De hecho, su hermano Máximo, que lo ayudaba en la vigilancia de sus dominios auríferos, ostentaba el cargo de comisario, otorgado por nombramiento oficial del Ejecutivo nacional. Convencidos de que la mano dura es la ley de los oreros, los Popper chocaron también contra bandas chilenas que se aventuraban en la zona, empujados por la fiebre metalífera. Uno de los ataques contra mineros procedentes de Punta Arenas fue tan brutal e ilegal que despertó la indignación popular de los vecinos chilenos, quienes celebraron una asamblea para protestar contra Popper, con acusaciones que llevaron al Gobierno chileno a elevar una protesta diplomática a las autoridades argentinas.
Según la prensa chilena, los mineros «fueron conducidos a El Páramo; despojados del oro que poseían; obligados a firmar vales y pagarés a la orden de Popper; desposeídos de sus herramientas y víveres, y vejados y humillados, por último de la manera más atroz e inhumana, hasta el extremo de que uno de los individuos, al llegar a fines de este mes a Punta Arenas, conservaba perfectamente intactas todavía las heridas causadas por los cordeles con que fueran brutalmente atados». El incidente limítrofe —ambos bandos se acusaban de invasores— llegó incluso a oídos del canciller argentino Norberto Quirno Costa, que diluyó la cuestión administrativa con un pedido de informes a la gobernación de Tierra del Fuego, que en general siempre se quejaba de la impertinencia de Popper. Pero mientras se tramitaba la queja diplomática, los mineros chilenos decidieron hacer justicia por mano propia y se lanzaron contra los establecimientos de Popper, con tal vehemencia que aterrorizaron y dispersaron a los pocos servidores que, para 1889, todavía le quedaban al emprendedor rumano.
Popper relata que pudo escapar victorioso en su resistencia solitaria contra los chilenos gracias a un ejército de fantasía que improvisó para confundir a los intrusos. «Si los forajidos hubieran podido observar de más cerca la mayor parte de aquellos militares, habrían notado con sorpresa que carecían de piernas, que las armas eran palos de madera, que debajo de los uniformes había, en vez de carne, verdura, y que lo que parecía cabeza no era más que un atado de trapos… ¡Eran espantajos de paja, los maniquíes del Páramo, el último recurso del establecimiento!»
El que casi no sobrevive para contar la película fue su hermano Máximo, quien fue emboscado en Punta Arenas, paso obligado hacia Buenos Aires. Atrincherado durante una semana en el Hotel Magallanes a la espera de que sus amigos lo embarcaran en secreto, Máximo Popper soportó el asedio de los vecinos chilenos, que tenían la aparente intención de lincharlo, según narra —con detalles para un guión histórico de Quentin Tarantino— su hermano Julio. Describe el sitio como «un campamento de bandidos en el centro del pueblo. Allí una gran hoguera alimentada por gruesos troncos, alumbraba las fachadas de las casas y los rostros embrutecidos de los bandidos que las sitiaban, mientras que detrás de las puertas cerradas de la casa del consulado, se hallaban dispuestos para rechazar el ataque, seis hombres arma en mano, y cual guerreras amazonas, dos encantadoras jóvenes, las esbeltas figuras apoyadas en las carabinas. Un rumor de gritos confusos llenaba la atmósfera: “¡Muerte a Popper! ¡Que muera!”, se oía». Aunque Máximo logró huir de aquella pesadilla, su destino patagónico lo mataría muy joven, a los 23 años, de una afección pulmonar. Maestro del relato persuasivo, Julio Popper no solo obtuvo autorización oficial para conducir un breve ejército explorador; también consiguió que la Casa de la Moneda nacional acuñara tres series de sus «medallas» de oro, por un total de 175.000 gramos. Antes, el propio Popper se animó a batir dos series, doscientas monedas de 5 gramos y mil de 1 gramo, en sus galpones de El Páramo, con troqueles y punzones precarios, improvisados por el espíritu emprendedor del orero rumano.
Aquí surge otra polémica con sello Popper, quien bautizó astutamente como «medallas» a sus monedas, para esquivar la acusación de emisión ilegal de circulante. Supuestamente, eran un simple «souvenir» de sus lavaderos australes, cuyo valor en todo caso era su intrínseco peso en oro, sin necesidad de garantía alguna por parte de autoridades monetarias. Sin embargo, Popper admitía, en un artículo de prensa, que «la falta de comunicaciones regulares entre Tierra del Fuego y la capi-
tal de la República, y también las constantes fluctuaciones del papel moneda (…) y la necesidad de evitar los inconvenientes que surgen del manejo de polvo y pepitas de este metal, dio lugar a la acuñación». La prensa local certificaba que las monedas de Popper servían como circulante en la zona fueguina. Por si quedan dudas, Popper también fue acusado de emitir estampillas y utilizarlas sin autorización legal, inclusive como circulante monetario. En su defensa ante el Ministerio del Interior, adonde llegó el expediente de la denuncia en su contra por parte de la autoridad postal patagónica, él llamaba a su estampilla «marca», explicando que «en realidad es una ficha, como acostumbraban emitir casi todos los establecimientos industriales de la República, con la diferencia que la marca mía no representa, como la de otros, valor fiduciario alguno». Lo cierto es que Popper franqueaba cartas con sus estampillas de 10 centavos oro, que además entregaba como «estímulo» a sus propios mensajeros postales, lo cual hubiera alcanzado para condenarlo, si no se hubiera archivado el sumario administrativo en su contra. La capacidad popperiana para seducir contactos influyentes quedó más que probada por sus biógrafos, que incluso la rastrean en su faceta de explorador y cartógrafo: para quedar como un científico agradecido, llegó a bautizar un río austral como «Juárez Celman».
No obstante su exclusiva red de benefactores y sus hallazgos metálicos, la empresa de Popper parece haber sucumbido a la baja rentabilidad de la caza del oro fueguino y quizá a la megalomanía de su CEO, que apareció muerto en 1893, a los 36 años, en su departamento de la calle Tucumán 373 en Buenos Aires, desnudo y con pocas pertenencias, rodeado de sospechas nunca probadas de envenenamiento por parte de un cura, y con los planos de otro fantástico proyecto inconcluso: Atlanta, un pueblo marítimo en el fin del mundo.
El comienzo del fin
La segunda mitad de la década arranca con un cambio de manos del Gobierno nacional, de Roca a Juárez Celman, en plena depreciación de la moneda y escalada del oro, con régimen de inconvertibilidad forzado por la emergencia cambiaria. El nuevo gobierno dio señales de poder pilotear la tormenta monetaria, interviniendo el mercado de cambios, usando reservas metálicas de los bancos, gastando el producto de la venta de títulos y desprendiéndose de bienes públicos para capitalizarse, principalmente los ferrocarriles, que pasaron en su mayoría a manos privadas y en general extranjeras.
Por una ley del Congreso de 1887, inspirada en la legislación estadounidense de los National Banks (aunque con diferencias), se crean los Bancos Garantidos, sistema pensado para unificar la circulación de billetes en el territorio nacional, asegurar la convertibilidad del papel moneda, multiplicar la emisión a nivel nacional para financiar la modernización en las provincias y traer oro al país. Desde la perspectiva política, también se ha interpretado el novedoso esquema bancario como una forma de premiar y a la vez controlar a los aliados en el interior del Gobierno nacional, financiando sus déficits para continuar con la expansión del gasto público. Cómo funcionaban los bancos garantidos: toda sociedad bancaria podía establecerse en cualquier lugar del país con facultad para emitir billetes garantizados con fondos públicos
nacionales. Primero debían crear un fondo de reserva en oro (traído del exterior mediante empréstitos) del 10% de los billetes a circular. Los billetes tendrían curso legal en todo el país y serían aceptados en el pago de impuestos, dato clave en el siglo XIX para considerar el estatus de una moneda o papel circulante.
El efecto que sus detractores subrayan es que el mecanismo bancario provocó un aumento del endeudamiento externo y gran expansión de la base monetaria, sin su correspondiente respaldo metálico en reservas de oro. Por unos años se logró desacelerar la furia del oro, pero la fuga de divisas, en línea con el descontrol del gasto y el crédito, precipitaron una nueva suba imparable de la cotización del oro, que en 1889 generó un estado de emergencia nacional. El ministro de Hacienda que intentó tomar el toro por las astas fue Rufino Varela, quien salió a vender oro para frenar la corrida, metiendo mano en las reservas doradas del Banco Nacional (depositadas tras la operación de títulos de los bancos garantidos) y, ante la aceleración de la depreciación de la moneda, llegó a prohibir la negociación del oro en la Bolsa, que por su desobediencia fue clausurada. Rufino, hijo de Florencio Varela, representaba esa idiosincracia tan argentina de pensarnos como un país de excepción, donde las reglas del capitalismo no aplican como en el resto del planeta: «El ministro Varela sostenía que los principios de la ciencia económica que se conocían en Europa no eran aplicables a la Argentina, que requería un sistema elástico, donde se debía usar el papel moneda libremente y el crédito en forma abundante, hasta que el país se hubiera desarrollado», define el historiador Roberto Cortés Conde, investigador y teórico de lectura clave para profundizar en los aspectos técnicos de la crisis fiscal y monetaria de 1890.
En la discusión sobre la emisión monetaria, la ndependencia de los bancos del Gobierno central y las potestades de las provincias en relación con la poderosa y codiciada provincia de Buenos Aires, Rufino Varela fue uno de los impulsores del sistema de bancos nacionales de circulación garantida, que tanta polémica desató desde su creación hasta nuestros días, por su rol en la aceleración del crack de 1890.
El mercado se llevaba puesto el modelo ochen- tista, que fugaba hacia adelante liquidando sus reservas metálicas, expandiendo la base monetaria peligrosamente para calmar la sed de un déficit fiscal crónico. La alarma de la opinión pública empezó a sonar, aunque más que generar mesura disparó la conducta opuesta y habilitó un «sálvese quien pueda» asociado a las expectativas crecientes de devaluación, con su automático rebote especulativo. La desesperación manifiesta de las autoridades monetarias por controlar el mercado cambiario, en lugar de controlar el gasto y la inflación, alimentó los rumores de que el Gobierno podría incautar los depósitos en oro de los ahorristas, los cuales optaron por atesorarlo informalmente en la Argentina o fugarlo, enviándolo por barco a Montevideo y a Europa. Informes del Banco de Londres y América del Sur registran retiros de saldos de sus cuentas a oro para ocultar en cajas de seguridad por parte de clientes influyentes del país, como Victorino de la Plaza, quien había sido ministro de Hacienda de Roca y, ya en el siglo XX, se convertiría en presidente de la República.
Este círculo vicioso de desconfianza, especulación y fuga de capitales abrió la puerta del escándalo institucional y, finalmente, la crisis política. La chispa que hizo explotar la indignación en el arco opositor y en la prensa crítica fue el affaire de las «emisiones clandestinas». El 3 de junio de 1890, Aristóbulo Ari del Valle lo denunció explícitamente en el Senado: «No cabe duda de que hubo emisiones clandestinas, lanzadas a la circulación por los agentes del Gobierno, con intervención de la oficina creada por la ley para garantizar a propios y extraños la legalidad y la pureza de la moneda circulante, con autorización, con aprobación sino con orden del mismo Poder Ejecutivo, a quien la Constitución C ha confiado la guarda inmediata del sello de la Nación».
El caso se destapó luego de la renuncia de Marco Avellaneda a la Oficina Inspectora de Bancos Garantidos, en desacuerdo con la orden de entregarle al Banco Nacional y al Provincia billetes retirados de la circulación, picardía que el ministro de Hacienda Uriburu tuvo que admitir, detallando que se trataba de una partida de 20 millones de pesos que en realidad correspondía destruir, mientras los ahorristas se amontonaban en la puerta de los bancos para retirar sus depósitos, aterrados
“COMO LO FUE EL DÓLAR EN LA ARGENTINA DESDE MEDIADOS DEL SIGLO XX, EL ORO EN EL SIGLO XIX ERA RESERVA DE VALOR Y UNIDAD DE CUENTA”.