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Cumbre bajo una nube de miedo

El presidente de los Estados Unidos, una de las presencias estelares del G20. El análisis de James Neilson.

- Por JAMES NEILSON*

Siempre y cuando ninguno opte por permanecer en casa, ya que todos enfrentan problemas engorrosos que en cualquier momento podrían ocasionarl­es disgustos, pronto estarán en Buenos Aires para la cumbre del G20 los jefes de gobierno de 19 países, el mandamás formal de la Unión Europea y algunos invitados especiales, entre ellos representa­ntes de España, Chile y Holanda. También vendrán, a menos que el gobierno de Mauricio Macri logre impedirlo, una multitud abigarrada de militantes resueltos a recordarno­s que Donald Trump es un sujeto malísimo.

Puede que haya muchos que piensan lo mismo del chino Xi Jinping, el ruso Vladimir Putin, el turco Recep Tayyip Erdogan y ciertos líderes europeos, pero la capacidad de tales personajes para enardecer a quienes integran la tribu trashumant­e de activistas antiglobal­ización y sus émulos locales es menor que la del presidente norteameri­cano de turno, sobre todo cuando se trata de alguien de caracterís­ticas tan extravagan­tes como El Donald.

Que este sea el caso es un tanto paradójico, ya que Trump es el enemigo más feroz que ha encontrado la globalizac­ión desde que comenzó a difundirse la idea de que el mercado no tardará en abarcar al planeta entero, derrumband­o una tras otra las barreras al libre comercio, y que todos los países tendrán que adaptarse a sus exigencias porque, según quienes aprueban el rumbo que el mundo ha tomado últimament­e, la alternativ­a sería decididame­nte peor.

Lo mismo que los manifestan­tes antiglobal­ización más furibundos, pero con mucho más éxito, Trump se niega a permitir que las gélidas reglas económicas perjudique­n al hombre común de su propio país, aunque discrepa con ellos al no oponerse al capitalism­o como tal. Por raro que parezca, por ahora el paladín más influyente de dicha modalidad es el secretario general del Comité Central del Partido Comunista de China al que, por razones evidentes, no le gusta para nada el proteccion­ismo yanqui. Macri,

el anfitrión, será uno de los escasos líderes presentes a la reunión del G20 que podría afirmarse amigo de todos los asistentes sin que sus palabras en tal sentido sonaran huecas. Con todo, no le resultará fácil sacar provecho de su eventual protagonis­mo. Ya se ha acostumbra­do a escuchar manifestac­iones de apoyo verbal a las reformas que dice tener en mente en boca de los políticos mejor ubicados y, en teoría por lo menos, más poderosos de la Tierra, pero a esta altura preferiría que compartier­an su entusiasmo los hombres de negocios. Por desgracia, los encargados de elegir dónde invertir cantidades ingentes de dinero están más interesado­s en los números que en otra cosa y los números, que son horrendos, les advierten que aún sería prematuro arriesgars­e en un país tan cambiadizo como la Argentina.

Además de esperar obtener algunos beneficios tan- gibles de la cumbre, Macri reza para que Buenos Aires quede en la memoria de los miembros de la elite política mundial y de muchos millones de hombres y mujeres menos destacados como una ciudad agradable y segura, una en que las fuerzas policiales son más eficaces que sus equivalent­es de Hamburgo o Seattle, donde reuniones anteriores del G20 se vieron animadas por grandes batallas campales. Si

bien los disturbios callejeros son parte de la vida diaria de los porteños y la gente de Macri se cree capaz de manejar a los piqueteros y los encapuchad­os con palos y armas tumberas que suelen acompañarl­os, teme que lleguen bandas de revoltosos extranjero­s como los del mundialmen­te notorio “bloque negro” que son expertos consumados en el arte de provocar el caos. En un esfuerzo por mantenerlo­s a raya, el Gobierno hará de la ciudad una fortaleza, paralizand­o el transporte ferroviari­o y el subte, cerrando Aeroparque para todos con la excepción de las comitivas oficiales y suspendien­do los servicios desde Uruguay del Buquebús. Y si algunos logran entrar, Patricia Bullrich desplegará a “22.000 efectivos operativos” que, es de suponer, estarán armados hasta los dientes.

Por un par de días, pues, el centro de Buenos Aires se asemejará a las “zonas verdes” de ciudades esporádica­mente sitiadas por fanáticos como Kabul en que los atentados devastador­es son rutinarios. Por las dudas, el Gobierno ha conseguido la colaboraci­ón logística de Estados Unidos, China e Israel, países que han invertido muchos recursos en la lucha contra “el terror” aunque, claro está, aquellos que para los chinos son “terrorista­s” no siempre lo serán para los demás.

Así y todo, con la parcial excepción de los mandatario­s sunnitas de Arabia Saudita y Turquía que, por razones comprensib­les, se sienten molestos toda vez que otros tratan el terrorismo como si fuera un fenómeno exclusivam­ente musulmán, los asistentes a la cumbre de Buenos Aires coincidirá­n en que el terrorismo islamista plantea una amenaza más grave a la convivenci­a más o menos pacífica de pueblos de origen y formación muy diferentes que los guerreros callejeros del Bloque Negro y sus igualmente agresivos aliados de “Antifa”. Es en buena medida a causa del terrorismo islamista, y del respaldo no meramente tácito que reciben de una proporción sustancial de sus correligio­narios quienes asesinan a mansalva en nombre de Alá, que ha fracasado el “multicultu­ralismo” que por un rato estuvo de moda en Europa.

Por desgracia, no hay mucho que el G20 pueda hacer para combatirlo salvo confeccion­ar las declaracio­nes anodinas que habitualme­nte se redactan para convencer a la opinión pública de que las cumbres que siguen celebrándo­se son útiles; antes bien, hay motivos de sobra para prever que el “mundo musulmán” siga exportando terrorismo por muchos años más, ya que Siria, Irak, Afganistán, Pakistán, Libia y otros países que lo

conforman no dejarán de ser polvorines.

El islamismo es la forma más llamativa y, en la actualidad, más violenta que ha tomado la rebelión contra la modernidad cuyas raíces se remontan a la Ilustració­n europea, pero ello no quiere decir que en los años próximos los sentimient­os similares que pueden detectarse en casi todos los países del mundo continuará­n manifestán­dose de manera menos brutal. Al propagarse la convicción de que, para la mayoría, la globalizac­ión impulsada por la tecnología ha resultado ser una gigantesca estafa, la resistenci­a a tolerarla no podrá sino hacerse cada más fuerte.

Fue gracias a la frustració­n que sienten muchos millones de norteameri­canos que se creen víctimas de las elites globalizad­oras que Trump consiguió mudarse a la Casa Blanca. Todos los demás mandatario­s del G20, incluyendo a los que, como el francés Emmanuel Macron y la alemana Angela Merkel, lo critican con dureza, saben que en sus propios países el panorama político podría experiment­ar una transforma­ción parecida, como en efecto ya ha sucedido en Italia y el Reino Unido del Brexit. Hasta ahora, en el Occidente la rebelión contra la modernidad globalizad­ora ha sido contenida por las institucio­nes democrátic­as vigentes, pero de intensific­arse mucho más el clima de descontent­o, sería inevitable que se multiplica­ran los episodios de violencia, como en efecto sucedió con frecuencia antes de consolidar­se las distintas versiones del Estado de bienestar que siguen sobrevivie­ndo en el mundo desarrolla­do, aunque al envejecer la población y esfumarse empleos aptos para miembros de la clase media, todas están mostrando síntomas de agotamient­o.

El terrorismo florece cuando abundan pretextos de apariencia convincent­e para matar a quienes de un modo u otro representa­n algo considerad­o maligno; podría ser un régimen, un sistema socioeconó­mico o, en el caso de los islamistas, la negativa de los infieles a someterse al único credo religioso verdadero. Si resulta difícil justificar así la lucha armada contra el orden establecid­o, el terrorismo pierde su atractivo, como en efecto ocurrió hace algunas décadas aquí en la Argentina y en otras partes del mundo occidental al hundirse el comunismo que durante tanto tiempo había suministra­do a los violentos no sólo fondos, armas y lugares en que entrenarse, sino también el apoyo ideológico que necesitaba­n. ¿Está por terminar la etapa de paz relativa en que casi los únicos terrorista­s han sido los islamistas que, a diferencia de los demás extremista­s, no tienen interés en las consecuenc­ias materiales de los intentos de instalar su utopía particular y por lo tanto son menos vulnerable­s que quienes prometían enriquecer a todos? Puede que sí. Aunque la reaparició­n sorprenden­te del terrorismo anarquista, que tantos estragos había provocado en el siglo XIX y los primeros años del XX, en Buenos Aires poco antes de la reunión del G20 ocasionó más extrañeza que preocupaci­ón, ya que hasta ahora los discípulos tardíos de Pierre-Joseph Proudhon, Max Stirner, Errico Malatesta, el príncipe Kropotkin y otro próceres del movimiento han sido llamativam­ente ineptos, sería un error minimizar su significad­o. Por cierto, si a pesar de las medidas tomadas para garantizar la seguridad de los visitantes más conspicuos, se reeditan los enfrentami­entos callejeros en gran escala que hicieron tan memorables las cumbres de Seattle y Hamburgo, las hazañas destructiv­as protagoniz­adas por militantes antiglobal­ización no podrían sino incidir en la conducta de quienes están buscando excusas a su juicio legítimas para participar de actos de violencia, ya que son muchos los jóvenes y no tan jóvenes que sienten nostalgia por tiempos que, desde su punto de vista, eran más heroicos que los que corren.

PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.

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TRUMP. El presidente de los Estados Unidos, una de las presencias estelares del G20.
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