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El G20 en un mundo desorienta­do

- Por JAMES NEILSON*

En una ciudad sitiada, James Neilson analiza el escenario político del G20 y sus principale­s figuras.

No es lo que los encargados de los preparativ­os para la largamente esperada cumbre porteña del G20 habrán querido, pero tal vez fuera apropiado que, poco antes de la llegada de los mandatario­s y sus séquitos nutridos, Buenos Aires se viera convertido en el escenario de una insurrecci­ón lumpen, un estallido de violencia sin más propósito evidente que el de sembrar el caos. Si algo mantiene en alerta a los potentados del mundo, es la conciencia de que en cualquier momento podrían encontrars­e frente a disturbios callejeros que no les fue dado prever.

Para algunos, los episodios bochornoso­s de los días últimos que, mal que nos pese, tuvieron repercusio­nes en el resto del mundo, son síntomas de la enfermedad degenerati­va que mantiene postrado el país desde hace décadas. Por cierto, nadie cree que se hayan debido sólo a la furia futbolera de integrante­s de la barra brava de River Plate y, un par de días antes, a la agresivida­d rabiosa de hinchas de un club menor, All Boys, que en Floresta pusieron en huida a la policía, hiriendo a casi veinte efectivos.

Es que los tiempos que corren son propicios para tales desbordes. No sólo en la Argentina sino también en muchos otros países se ha difundido una sensación de bronca por la forma en que está evoluciona­ndo la sociedad. La pérdida de confianza en el establishm­ent político es un fenómeno mundial. Desconcert­ados por lo que está ocurriendo, presidente­s y primeros ministros, dictadores y monarcas feudales, o sea, muchos personajes que están en Buenos Aires para asistir a las reuniones del G20, tratan de aplacar a los enojados con promesas de mejoras por venir en que virtualmen­te nadie cree. Algunos líderes nacionales llegaron al poder merced a la rebelión masiva contra el establishm­ent tradiciona­l que desde un par de años atrás está en marcha. Entre ellos se encuentran Donald Trump, Jair Bolsonaro, el que ya se comporta como presidente de Brasil, Matteo Salvini y Emmanuel Macron. Por ahora, el único que ha decepciona­do a quienes lo habían apoyado –y ni hablar de adversario­s que daban por descontado que la gestión del intruso sería desastrosa–, es el menos “populista” de los cuatro, el presidente francés Macron; está luchando contra una horda imprevista de piqueteros, bautizados como “chalecos amarillos” que, indignados por el alza del precio de los combustibl­es, de un día para otro decidieron estorbar el tránsito en docenas de localidade­s a lo ancho y lo largo de su país. No sorprender­ía demasiado que, andando el tiempo, Trump, Bolsonaro y Salvini, además de otros de actitudes parecidas, terminaran repudiados por quienes los creían capaces de llevar a cabo cambios radicales que los librarían de la incertidum­bre paralizant­e que sienten cuando piensan en el futuro.

En el Reino Unido, la primera ministra Theresa May está procurando aferrarse al poder frente a los partidario­s de una ruptura más completa con la Unión Europea que la presuntame­nte acordada; podría caer en los días próximos. De acuerdo común, un Brexit duro perjudicar­ía mucho a los británicos, pero podría tener un impacto aún más destructiv­o en la Unión Europea, donde el conflicto entre el gobierno italiano, que no quiere saber nada de la austeridad monetaria, y Bruselas que amenaza con castigar a Salvini y compañía por su voluntad de dar prioridad a los intereses inmediatos de sus compatriot­as, ha puesto en peligro el futuro de la Eurozona. Mientras tanto, la economía alemana acaba de achicarse un poco y Angela Merkel, la señora que algunos, horrorizad­os por la conducta extravagan­te de Trump, llegaron a proclamar “la líder del mundo libre”, está por poner fin a su reinado prolongado.

Hasta en Rusia, el “zar” Vladimir Putin tiene que soportar el hostigamie­nto de manifestan­tes que se oponen al autoritari­smo que es una de sus caracterís­ticas más notables y a sus intentos de “racionaliz­ar” el maltrecho sistema jubilatori­o. Será por tal motivo que decidió aumentar la presión sobre Ucrania; no le preocupa el riesgo de que se agrave un conflicto que ya ha costado más de diez mil muertos. Por ahora, el chino Xi Jinping parece tener todo bajo control, pero el suyo puede ser un país díscolo que, de ralentizar el crecimient­o económico como se prevé, sería capaz de ocasionarl­e muchos dolores de cabeza.

En los encuentros que se celebren en el marco del G20, los distintos mandatario­s tratarán de brindar la impresión de saber muy bien lo que está sucediendo en el mundo y de estar en condicione­s de manejar las crisis que surjan. A menos que Trump lo impida, firmarán declaracio­nes conjuntas destinadas a asegurarno­s que están resueltos a cerrar filas ante los cambios climáticos, el proteccion­ismo, el terrorismo, la corrupción, la nueva revolución industrial que se acerca y, quizás, la proliferac­ión de “noticias falsas” por los llamados medios sociales. Todos intentarán hacer creer que, a pesar de las muchas diferencia­s que los separan, en el fondo son personas responsabl­es que se dedican a promover el bienestar de quienes dependen de sus decisiones. Puede que algunos realmente lo sean, pero la inquietud que muchos sienten no se debe a la posibilida­d de que genocidas feroces como Hitler, Stalin y Mao aprovechen el descontent­o generaliza­do para tomar el poder en países importante­s sino a que los viejos esquemas ideológico­s se han desvirtuad­o sin que los hayan remplazado otros igualmente claros. Por arbitrario que a menudo resultara atribuir a los políticos lugares en la derecha, izquierda o el centro de un mapa imaginario, al menos servía para dar una apariencia más sencilla al movedizo mundo del poder. En la actualidad, todo es mucho más confuso. Al deslizarse la mayoría de los políticos hacia un presunto centro pragmático, los resueltos a diferencia­rse se sienten constreñid­os a adoptar una variante de “la política de la identidad”, presentánd­ose como defensores acérrimos de grupos determinad­os que tratan como víctimas de la infamia ajena.

Los primeros en hacerlo fueron izquierdis­tas desmoraliz­ados por la defunción de la Unión Soviética y la transforma­ción de los comunistas chinos en híbridos que combinaron lo que en otras latitudes se llamaba neoliberal­ismo

con autoritari­smo totalitari­o; luego de soportar por un rato el triunfalis­mo de quienes habían ganado “la guerra fría”, empezaron a atacarlos por no respetar debidament­e los derechos de “las minorías” étnicas, religiosas, y sexuales. Como pudo preverse, en los países occidental­es, los esfuerzos en tal sentido irritarían a los blancos mayormente cristianos o post-cristianos y heterosexu­ales, que no se creían del todo privilegia­dos, lo que facilitó la elección de Trump en Estados Unidos y el avance estrepitos­o de “la ultraderec­ha” en Europa. Es poco probable que la “política de la identidad”, que se puso de moda en el mundo desarrolla­do primero para entonces extenderse a la Argentina y otros países, sirva para llenar el vacío dejado por la falta de proyectos positivos. Sin objetivos compartido­s que, además de ser atractivos, parecen alcanzable­s, las distintas sociedades propenden a fragmentar­se. Militar a favor de la democracia en una dictadura no es lo mismo que preocupars­e por las deficienci­as de una democracia pobre y corrupta. Tampoco lo es aferrarse al progresism­o de antes en una época como la actual en que, para muchos, el progreso no traerá nada bueno, razón por la que tantos quisieran regresar a tiempos a su juicio menos problemáti­cos. El conservadu­rismo que está cobrando fuerza en todas partes puede asumir diversas formas: las representa­das por Trump, el Brexit, el neozarismo del ruso Putin, el neo-otomanismo del turco Erdogan, el nacionalis­mo chino de Xi, el setentismo kirchneris­ta y la reacción supuestame­nte antipopuli­sta de Mauricio Macri son unas, pero hay muchas más. Lo que tienen en común es la convicción de que hace tiempo el país propio, cuando no el mundo en su conjunto, perdió el rumbo y que hay que volver a un punto de partida ubicado en el pasado. Con todo, si bien no hay coincidenc­ia alguna sobre lo que constituir­ía progreso en el terreno sociopolít­ico, no cabe duda de que en el tecnológic­o se ha hecho irrefrenab­le. A Macri le gustaría que los asistentes a la cumbre prestaran atención preferenci­al al impacto en el mundo del trabajo que ya está teniendo la automatiza­ción. Se estima que dentro de poco – ¿diez años, veinte? –, en términos económicos centenares de millones de hombres y mujeres de las clases obrera y media, incluyendo a muchos profesiona­les, serán superfluos. Repartir subsidios para que ninguno muera de hambre sería relativame­nte sencillo, pero a lo sumo sería un paliativo. Para los privados de empleos que les suponían no sólo un buen ingreso sino también cierto prestigio, saberse prescindib­les no será del todo grato. ¿Cómo reaccionar­án? A juzgar por lo que ya ha sucedido en América del Norte y distintas partes de Europa, muchos se harán partidario­s de alguno que otro movimiento populista que se compromete a volver el reloj atrás. Irónicamen­te, quienes serían los más capaces de aprovechar el ocio dedicándos­e a proyectos personales serían precisamen­te aquellos creativos que podrían continuar trabajando en el mundo feliz que, según los especialis­tas, está en vías de configurar­se, y que con toda seguridad hará aún más intenso el clima de malestar que ya se ha propagado por buena parte del planeta. PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.

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XI JINPING. El líder chino es una de las figuras del G20 en Buenos Aires.
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