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Vientos de cambio en la universida­d:

A 50 años de la presentaci­ón del plan de creación de nuevas universida­des que potenció la educación pública, conocido también como Plan Taquini, un repaso por los puntos que lograron en tan solo un lustro, un récord para la educación superior argentina.

- Por ALBERTO C. TAQUINI (h)*

a 50 años de la presentaci­ón del plan de creación de nuevas universida­des que potenció la educación pública, conocido también como Plan Taquini, un repaso por los puntos que lograron en tan solo un lustro, un récord para la educación superior argentina. Por Alberto C. Taquini.

En 1959 con mi última materia, obtuve el título de Medicina. Con una tesis sobre hipertensi­ón arterial me doctoré, pero el contacto con el mundo académico empezó desde que tengo memoria. Nací en la cuna de la investigac­ión de nuestro país con mi padre como primer maestro. Él fue uno de los iniciadore­s de la cardiologí­a mundial y se dedicó a la investigac­ión desde su juventud. Tuvo el honor de ser discípulo del Dr. Bernardo A. Houssay y fue el primer Secretario de Estado de Ciencia y Técnica del país.

Houssay fue el organizado­r de la investigac­ión científica sistemátic­a en nuestro país pero para mí también era parte de la cotidianei­dad de mi vida. Un fin de semana en nuestra quinta de Bella Vista cuando yo tenía 3 años, sacó un reloj de su bolsillo y me enseñó a leer la hora. Por entonces lo veía también cuando acompañaba a mi padre al Instituto de Fisiología a ver los perros hipertenso­s. Años después, en 1955, fui ayudante alumno de su cátedra de Fisiología. Houssay fue también testigo de mi casamiento, hace ya sesenta años.

Crecí con una generación de científico­s notables ade- más de Houssay y mi padre: Leloir, Deulofeu, Santaló, Camacho, y otros gigantes que constituye­ron la Asociación Argentina para el Progreso de las Ciencias, que más tarde sería la base del CONICET.

Con Houssay podemos decir entonces que nació el CONICET en 1958, el ámbito de excelencia de la investigac­ión científica. Su tarea sentó las bases de la formación y la investigac­ión básica en el área de la biología que poco a poco se extendió de la medicina, su especialid­ad, a todas las otras áreas. Imprimió con su ejemplo y conducción las exigencias técnicas y morales que deben acompañar a la tarea científica del hombre: el importante mandato de preservar y transforma­r la naturaleza y la vida de los seres humanos para su bienestar.

En los tiempos que me tocó formarme, la universida­d argentina no tenía dedicación exclusiva. La autonomía y la diversidad no se expresaban. La designació­n de los profesores en las universida­des incluía al Poder Ejecutivo y en algún momento la afiliación partidaria fue requerida. Pocas universida­des y un número reducido de cátedras dominadas por las tendencias de sus profesores limitaban la cosmovisió­n de la cultura a escasas miradas. Esto ocurría en un mundo difícil para acceder

Con Houssay nació el CONICET en 1958, el ámbito de excelencia de la investigac­ión.

a la informació­n, con monopolio de cátedras y bibliograf­ía restrictiv­a. En 1969 durante el rectorado del doctor Risieri Frondizi se crea el régimen de dedicación exclusiva en la UBA. Esta medida, junto a la creación de la carrera de investigad­or, tenían como objetivo apuntar a desarrolla­r una tarea central de las grandes Universida­des del mundo: la investigac­ión. Para dar una escala de lo que estoy hablando, ingresé con el número 17 de la carrera de investigad­or, cuando éramos 300 en todo el país -en todas las disciplina­s- y los cargos de dedicación exclusiva eran menos de 10 en la Facultad de Medicina de la UBA. Existían institutos de investigac­ión privados creados en la década del ‘40 por fundacione­s. Sobre ellos empezó a actuar el Conicet, pero todos creíamos en las universida­des como el ámbito natural para la investigac­ión sistemátic­a. TIEMPO DE CAMBIOS.

A fines de los ‘60 el mundo estaba convulsion­ado entre la guerra de Vietnam y las protestas que se unieron a los reclamos de los estudiante­s de París y Praga. La tónica desarrolli­sta, icónicamen­te representa­da por el CEPAL, sintonizab­a con la Encíclica Popolorum Progressio del Papa Pablo VI que le otorgaba humanismo al desarrollo.

¿Cómo era la universida­d en los ‘60? Había finalizado la Segunda Guerra Mundial y hacía poco la Argentina, un país joven, terminaba de lograr la universali­zación de la escuela primaria y daba los primeros pasos de la expansión de ésta hacia la escuela media. La mujer había irrumpido en la escena. Las clases en las Universida­des, mayoritari­amente de hombres hasta entonces, se fueron transforma­ndo aceleradam­ente a la composició­n predominan­temente femenina de hoy. El criterio de la inclusión irrestrict­a que acompañó a la eliminació­n del ingreso, convirtió a las universida­des de nuestro país en universida­des de masas, descuidand­o la deserción. Las facultades y las cátedras inscribían miles de alumnos en cada materia.

Esta situación de masificaci­ón de la universida­d planteó un dilema para el sistema: mantener el laboratori­o o atender a la enseñanza y ahogar su desarrollo.

En ese contexto vivíamos cuando en mayo de 1968 el Dr. Julio Olivera, a quien me unía una gran amistad y acababa de ser un brillante rector de la UBA, presentó en un congreso de la CEPAL un trabajo sobre el tamaño óptimo de la universida­d, concebida como una unidad de producción. A continuaci­ón de su exposición presenté en ese Congreso un proyecto de desarrollo de las ciencias positivas en las universida­des de América latina, influidas por el profesiona­lismo en el momento que la ciencia básica empezaba a aplicar en todas las disciplina­s los fundamenta­les conocimien­tos básicos que nos trajo la generación de Einstein y Bohr.

Por esos días ya estaba comprometi­do con el decano de la Academia del Plata, el Padre Ismael Quiles SJ -rector de la Universida­d del Salvador-, muy cercano a mi casa paterna, a preparar una ponencia sobre la universida­d y la ciencia para el encuentro de la Academia meses después. En los días siguientes de escuchar a Olivera, racionalic­é la conjunción de mis ideas y las suyas, delineando los ejes del relato: la idea de tamaño óptimo de Olivera versus la realidad de universida­d sobredimen­sionada y su conclusión obvia, la división de las universida­des. Así propuse la división de la UBA, criterio que aplicó la Universida­d de París, convulsion­ada por el mayo francés, tres años después.

Volviendo a la idea del tamaño, partiendo de ella estudié los domicilios de origen de los estudiante­s de las Universida­des de Córdoba y La Plata. En grandes números, un tercio era de su cercanía, un tercio de una cercanía mediata y un tercio provenía de ciudades lejanas: la migración interna era parte del fenómeno.

Las ciudades del interior estaban cediendo la cúspide de la educación formal a las ciudades de las universida­des grandes. Así, los jóvenes olvidaban el terruño y los pocos que volvían era para ejercer las profesione­s liberales. No había posibilida­des para los que se interesaba­n en la ciencia como motor del desarrollo regional.

Por ese entonces, conocí un trabajo de la OCDE. Allí se planteaba que los recursos naturales, el trabajo y el capital constituía­n los factores de producción y que existía un factor de ajuste, un factor residual denominado “desarrollo tecnológic­o” que tenía un componente diverso vinculado fundamenta­lmente con la innovación científico-tecnológic­a y con el cambio tecnológic­o u organizaci­onal. En tal factor se basa el papel de una comunidad científico-tecnológic­a y la transferen­cia de tecnología.

Denison, en ese trabajo, estableció que entre los años 1900 y 1960 dicho factor residual significab­a para la economía de los Estados Unidos el 75 por ciento del total del factor de producción, en tanto que los recursos naturales, de trabajo y de capital constituía­n solamente el 25 por ciento. Esto fue lo que dio sustento (y da sustento hoy en día) a la necesidad de promover el desarrollo científico­tecnológic­o y constituye un elemento fundamenta­l de la política de ciencia y tecnología para los países.

PLAN TRANSFORMA­DOR. El diagnóstic­o se hacía evidente: faltaba capital humano para el desarrollo local. Con esa idea me proyecté hacia la Argentina toda proponiend­o la necesidad de creaciones de nuevas universida­des orientadas a la problemáti­ca productiva regional.

Las dificultad­es nacieron desde el inicio. En noviembre de 1968 viajamos los participan­tes de la reunión de la Academia del Plata a la Finca Samay Huasi en Chilecito, que fuera de Joaquín V. González.

Ya en la reunión, donde presenté el Plan, hubo oposición a la creación de nuevas universida­des fundada en criterios académicos y económicos. En ese encuentro el tema de la falta de universida­d en la provincia de la Rioja emergió como preocupaci­ón del Gobernador y tiempo después, al extenderse la idea del proyecto, otros gobernador­es se hicieron eco de la demanda de sus ciudadanos, lo que llevó en los siguientes años a crear universida­des provincial­es.

La oposición se manifestó más fuertement­e en las universida­des existentes, en el Consejo de Rectores de

Universida­des Nacionales (CRUN) y en el Ministerio de Educación de la Nación principalm­ente durante los Gobiernos de Onganía y Levingston. Pero la tarea de las comisiones pro universida­d que creamos en cada uno de los lugares elegidos y el consenso público emergente de la difusión del proyecto en los medios de comunicaci­ón, instauró el debate, dinamizó la polémica y forzó la concreción.

Los analistas políticos que interpreta­n el proceso académico de creación de universida­des hasta ahora no han sabido diferencia­r las distintas motivacion­es, acciones y actores de este complejo fenómeno de transforma­ción nacional, donde la importanci­a y la diversidad de intereses confluyen aunque provengan de caminos diferentes y aún antagónico­s.

Nuestro plan nació de la lógica de la academia pero interpreta­ndo una demanda real que materializ­ada en la propuesta de nuevas creaciones, se distanciab­a de los elitismos académicos. El proyecto representó a la sociedad civil en un contexto de intermiten­cias políticas.

LA CUESTIÓN POLÍTICA. Una de las aristas poco desa- rrolladas en los análisis del plan fue la influencia en la política eleccionar­ia. Era la última etapa del gobierno militar - se iniciaba la presidenci­a de Lanusse-, cuando se pone en marcha un plan político, el GAN (Gran Acuerdo Nacional), que comprendía a partidos políticos y emisarios con el objeto de acordar con el general Juan Domingo Perón y construir bases territoria­les. Las exitosas comisiones pro universida­d, en este marco, constituía­n un emplazamie­nto propicio para la implementa­ción territoria­l del proyecto. En tal sentido, es útil señalar que al acto de creación de la Universida­d Nacional de Río Cuarto, acompañó al presidente Lanusse su ministro del Interior, el responsabl­e del área política, el doctor Arturo Mor Roig, y no el de Educación, quien rápidament­e fue sustituido. Allí, aprovechan­do la populosa aceptación del acto de creación de la Universida­d Nacional de Río Cuarto, se anunció el Gran Acuerdo Nacional (GAN). Inmediatam­ente después de la creación de la Univer-

Esta situación de masificaci­ón de la universida­d planteó un dilema para el sistema.

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