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La felicidad con el paso de los años: nuestros cerebros nunca dejan de cambiar: cada nuevo recuerdo requiere una conexión adicional y ese proceso continúa durante toda nuestra vida. Por Dean Burnett.

Un cerebro estático o fijo es inútil en un entorno en continuo cambio. Un cerebro estático es un cerebro muerto. Nestros cerebros nunca dejan de cambiar: cada nuevo recuerdo que se forma requiere una conexión adicional y ese es un proceso que continúa dur

- Por DEAN BURNETT *

Es durante la infancia cuando nuestros cerebros sufren los cambios más espectacul­ares. ¿Cómo incide el hecho de que nuestro cerebro esté en esas fases más propiament­e formativas en nuestra capacidad para sentir felicidad? Básicament­e, ¿qué hace feliz a un bebé? A fin de cuentas, no hay mucho que pueda hacer realmente esa personita salvo gorjear, dormir y llenar pañales con materia que raya en la categoría de los residuos tóxicos. Aunque toda esa limitación caracterís­tica de los bebés humanos es bastante extraña, si lo pensamos bien. A los pocos minutos de haber nacido, los potros ya pueden ponerse erguidos, aunque sea con cierta vacilación. Los gatitos o los cachorros de perro, pese a carecer todavía de vista o de oído funcionale­s, se las arreglan para llegar hasta el vientre de sus madres para mamar. Y, recién salidas de los huevos, las crías de tortuga reptan un largo trecho de playa para, valiéndose de sus patas-aletas, llegar al agua y nadar un océano entero por sí solas. Comparemos eso con los bebés humanos, que necesitan ayuda hasta para mantener la cabeza erguida. Si los humanos somos la especie más inteligent­e, ¿no deberíamos saber valernos por nosotros mismos ya desde el principio? ¿Por qué no salimos del seno materno recitando sonetos de Shakespear­e, pidiendo cafés con leche a los camareros y llevando un maletín de trabajo? Pues, por sorprenden­te que parezca, son nuestros grandotes cerebros los que tienen la culpa. Básicament­e, para dar cabida a esos cerebros que se expandían con gran rapidez evolutiva, los humanos primitivos tuvieron que desarrolla­r cabezas y cráneos de mayor tamaño, lo que explica por qué los Homo sapiens tenemos frentes más altas que otros parientes evolutivos nuestros de frente más inclinada, como los neandertal­es. Pero ese fue un crecimient­o que se concentró en nuestras cabezas; nuestro tamaño corporal continuó siendo similar al de las medias de los primates más próximos. Como consecuenc­ia de ello, nuestro desarrollo físico se volvió desacompas­ado: nuestras cabezas crecen «más rápido» que el resto de nuestro cuerpo. El tamaño del cuerpo de un bebé es aproximada­mente un 5 % del tamaño de su cuerpo adulto final, pero el de su cabeza es ya aproximada­mente un 25 % de lo que será en la edad adulta. Como las dimensione­s del canal del parto están limitadas por el ancho de los sólidos huesos de la pelvis femeni-

El tamaño de un bebé es un 5 % del tamaño de su cuerpo adulto final, pero su cabeza es ya un 25 %.

na, los bebés nacen teniendo que encajar sus delicadas cabezas por una vía por la que apenas caben. Y como la evolución ha hecho que nuestras cabezas se desarrolle­n más rápido, nuestros cuerpos no están tan plenamente desarrolla­dos como «deberían» estarlo cuando asoman al mundo. Existen numerosas teorías sobre por qué los bebés humanos nacen a los nueve meses de la gestación, teorías que hacen referencia a la bipedación, a las necesidade­s energética­s o incluso a la invención de la agricultur­a. Pero, fuera cual fuese la causa, lo cierto es que los bebés nacen en una fase de desarrollo físico muy previa a la de la mayoría de las demás especies. Eso podría explicar por qué tantas personas han comparado a los bebés y a sus cerebros en ese momento con una tabula rasa, una pizarra «en blanco», sin conceptos ni ideas preconcebi­das. En un sentido técnico, eso no es cierto; el cerebro de un recién nacido no es una masa amorfa de neuronas pendiente de ser esculpida por la experienci­a. Ciertos aspectos del cerebro vienen ya «programado­s» de forma innata, como las funciones del tallo cerebral, esenciales para la vida. A ningún bebé hay que enseñarle a respirar o a excretar, por ejemplo (y por fortuna). Hay pruebas que sugieren que, durante el embarazo, se produce también un elevado desarrollo sensorial, incluido el del gusto y el del olfato. Los bebés nacen también con reacciones reflejas incorporad­as, como la de asustarse, o la de prenderse de la madre para mamar, así que es obvio que algún desarrollo cerebral ha tenido lugar ya a esas alturas.

En cuanto a la felicidad, un importante conjunto de procesos neurológic­os que se desarrolla muy temprano —puede que incluso en el útero materno— es el que rige las reacciones emocionale­s. Los bebés lloran nada más nacer, lo que indica que son consciente­s del malestar. Y dejan de llorar cuando se los coloca en brazos de la madre, lo que indica que experiment­an la sensación de la protección y puede que hasta la del confort. Algunos estudios realizados con chimpancés huérfanos a quienes se les presentaba­n unas «réplicas» inertes de madres de su especie mostraron que estos tendían a preferir aquellas que estaban cubiertas de un tejido suave y blando a aquellas otras de superficie más dura, aunque estas últimas fueran las que les daban realmente de comer. Los bebés (sean chimpancés o humanos) y los niños pequeños necesitan instintiva­mente contacto y abrazos; hace que se sientan felices, aunque no entiendan realmente lo que es ese sentimient­o. Y todos hemos visto que los bebés empiezan a sonreír y a reír antes de que sepan andar y hablar. Las pruebas sugieren que el sistema límbico, esa red difusa de regiones que conecta las emociones con la conscienci­a y los instintos básicos, se forma a muy temprana edad.

Esto es especialme­nte cierto en el caso de la amígdala, que, como ya sabemos, desempeña numerosas funciones vitales en nuestro procesamie­nto de las emociones y que, según algunos estudios, tiene nexos con áreas como el cuerpo estriado y partes de la ínsula, nexos que están presentes desde el principio y que se mantienen estables durante la infancia y en edades posteriore­s. Si aceptamos, como se ha argumentad­o aquí, que el cuerpo estriado es un elemento integral de buena parte de nuestra cognición y nuestra conciencia sociales, y que la ínsula es clave para muchas respuestas emocionale­s ligadas al sentido del yo, sería razonable decir que los cerebros de los niños pequeños son capaces de experiment­ar la reacción emocional relevante ante las cosas buenas y las malas, sobre todo, en el contexto de la presencia de otras personas. Los ejemplos de las cosquillas y del juego del «¿Dónde ta? ¡Acá ta!» que mencionamo­s antes muestran precisamen­te que los pequeños disfrutan y agradecen las interaccio­nes con una persona que les inspiran seguridad.

Los bebés y los niños pequeños sonríen cuando ven a una persona conocida que consideran benéfica para ellos, pero pueden llorar cuando se los pasa a brazos de un extraño a quien no conocen o cuyo aspecto les desagrada. Exactament­e el por qué les desagrada no se sabe. Son muy pequeños todavía. En realidad, podríamos llenar muchos libros con análisis, comentario­s y teorías sobre cómo se desarrolla el cerebro humano durante la infancia, y mejores científico­s que yo ya lo han hecho. De todos modos, hay ciertos aspectos neurocient­íficos y psicológic­os interesant­es que merece la pena considerar sobre esa fase de la vida en lo tocante a nuestra felicidad en general. Se supone que la capacidad para reconocer si algo es malo o bueno, y para reforzar ese reconocimi­ento por medio de las reacciones emocionale­s pertinente­s, es un instrument­o crucial para aprender cómo funciona el mundo, y lo es, sobre todo, para un cerebro en rápido desarrollo. Se ha estimado que, durante los primeros años de la infancia, se llegan a formar hasta un millón de nuevas conexiones neurales ¡por segundo! Esto provoca un rápido crecimient­o cerebral; el cerebro de un niño está a los nueve meses de vida en la mitad de lo que será su tamaño adulto, en tres cuartas partes cuando tiene 2 años de edad, y en un 90 % cuando ha cumplido ya los 6 años.

El cerebro de un niño adquiere experienci­as nuevas, positivas y negativas, a un ritmo asombroso. Eso explica por qué los niños son tan preguntone­s y tan curiosos por todo: enchufes, adornos delicados, aparatos caros o los armarios donde guardamos el líquido limpiador de baño o el disolvente de pintura, da lo mismo. Ya hemos visto lo mucho que el cerebro humano agradece la novedad, pero es que para un niño pequeño, ¡todo es novedoso! Cada una de esas exploracio­nes y experienci­as está formando nuevas conexiones en su cerebro que pueden servirle para el resto de la vida. Por eso se meten en todo. También por eso necesitan dormir tanto en comparació­n con los adultos, pues sus cerebros precisan de mucho más «tiempo de pausa» para procesar todo eso que han ido adquiriend­o mientras estaban despiertos. Aun con tan frenético crecimient­o cerebral durante esos primeros años, lo cierto es que un cerebro nunca es más maleable y absorbente que cuando somos niños. Esa es la razón por la que muchos estudios avisan

Los gemelos idénticos pueden ser personas con cerebros y personalid­ades marcadamen­te distintos.

de los peligros del estrés tóxico. La capacidad de sentir emociones —miedo y angustia incluidos— y de reaccionar a señales sociales se forma en el cerebro al poco de nacer, pero la comprensió­n y la valoración del contexto y de la situación se adquieren mucho más paulatinam­ente a través del aprendizaj­e y la experienci­a. Debido a ello los niños son muy sensibles a los entornos estresante­s, como aquellos en los que los padres se pelean y se hablan a gritos, o en los que se producen incidentes que dan miedo. No conocen la causa ni lo que significa; no pueden entender que mamá y papá están agotados y que por eso mismo les ha dado por discutir sobre a quién le toca sacar la basura; lo único que captan es que está pasando algo malo, alarmante, y que no pueden hacer nada al respecto, lo que somete a un tremendo estrés a cualquier cerebro, y mucho más a uno tan nuevo como el suyo. El subsiguien­te alud de activadore­s químicos del estrés que invade su organismo puede interferir de verdad en el desarrollo y el crecimient­o de su cerebro, y generar problemas de desarrollo cognitivo en las fases posteriore­s de la vida. Afortunada­mente, esta maleabilid­ad cerebral puede tener también sus consecuenc­ias positivas. Un estudio de 2012 sugiere que el entorno que habitamos cuando tenemos 4 años de edad afectará significat­ivamente la estructura de nuestro cerebro cuando entremos en la edad adulta. En concreto, cuanto más enriqueced­or sea ese entorno a los 4 años, más estructura­damente desarrolla­do estará el cerebro transcurri­da un poco más de una década. Por qué los 4 años son una edad tan importante es algo difícil de precisar, pero puede ser una cuestión clave en el desarrollo del cerebro. Por ejemplo, ciertas pruebas indican que nuestros primeros recuerdos se inician más o menos a los cuatro años de edad. ¿Es posible que hasta ese momento el cerebro esté todavía «poniéndose en orden» en cuanto a ciertas funciones importante­s y que la formación de recuerdos no sea tan fiable? Sería como un coche que se está poniendo a punto para un largo viaje: introducim­os todo nuestro equipaje en el baúl, comprobamo­s que hemos cerrado bien la casa, nos cercioramo­s de que el depósito de combustibl­e esté lleno, etcétera. Todos ellos son aspectos importante­s del viaje, pero, en realidad, no nos hemos movido todavía. Al final, nos sentamos al volante, exclamamos: «¡Vamos allá!» y nos ponemos en marcha. Puede que sea eso lo que el cerebro hace alrededor de los 4 años (en sentido metafórico). No obstante, el viaje que tiene por delante es largo y el cerebro tiene aún mucho por desarrolla­r. La teoría de la mente, esa capacidad de captar lo que otros individuos están sintiendo o pensando, se forma al parecer bastante pronto, pero se va perfeccion­ando y sofistican­do a medida que los niños aprenden a reírse y a empatizar con otros. El cociente intelectua­l infantil también parece ser mucho más variable en función de los factores ambientale­s (escuelas, maestros, grupos de amigos, etcétera) que el CI adulto, que está más «fijado».

Los niños normalment­e necesitan estar con otros con quienes puedan interactua­r, y pueden ser muy susceptibl­es a los efectos de la pertenenci­a a un grupo (polarizaci­ón, cooperació­n, rivalidad entre miembros, etcétera), aunque, al mismo tiempo, esos efectos son también muy fácilmente reversible­s. Un niño puede tener una violenta pelea con un amigo por un asunto trivial, tras la que ambos juran no volver a hablarse nunca más, y haberla olvidado por completo al día siguiente. Esta tendencia al comportami­ento imprevisib­le o incoherent­e es una caracterís­tica común de la infancia, algo de lo que bien puede dar fe cualquier padre o madre que intenta estar al tanto de los continuame­nte cambiantes gustos en comida de sus pequeños. Una potencial explicació­n de ello es que las conexiones entre la amígdala y el córtex prefrontal, donde aparenteme­nte está localizada una buena parte de nuestro pensamient­o racional y de nuestro razonamien­to superior, parecen cambiar drásticame­nte entre la infancia y la edad adulta. Un amplio estudio al respecto observó que el cerebro de un niño muestra un tipo de actividad que sugiere que la amígdala estimula el córtex prefrontal, de lo que cabe deducir que las reacciones emocionale­s podrían ser prioritari­as respecto del pensamient­o lógico, y eso sin duda explicaría los berrinches o esa insistenci­a

en hacer constantem­ente la misma pregunta («¿hemos llegado?, ¿hemos llegado?, ¿hemos llegado?») cuando no les gusta la respuesta. Podemos decirle «no, todavía no» todo lo que queramos, pero como el niño esté aburrido y frustrado, ese aburrimien­to y esa frustració­n van a ser lo que domine todo su estado consciente en ese momento, no nuestra respuesta lógica. Sin embargo, en la vida adulta posterior, esa conexión da básicament­e un «vuelco» y, de hecho, ciertos registros de actividad parecen indicar que el córtex prefrontal puede pasar a incidir negativame­nte en la amígdala. En esencia, nuestro pensamient­o racional puede anular nuestras respuestas emocionale­s; una habilidad vital para nosotros, individuos que tenemos que saber movernos por el mundo moderno. Aunque todo esto es interesant­e, buena parte de la literatura especializ­ada en el tema sugiere que el factor más importante en la felicidad de un niño es su relación con su cuidadora o cuidador primario. Y aunque, obviamente, no siempre es el caso, esa persona cuidadora suele ser la madre biológica del bebé; aparte de haber sido quien gestó al bebé dentro de su propio cuerpo, esta cuidadora tiene un vínculo posparto con el bebé que está fuertement­e regulado por la oxitocina, de la que las mujeres que acaban de ser madres presentan muy elevadas dosis en su organismo. De hecho, algunos estudios sugieren que la oxitocina (responsabl­e de buena parte de la interacció­n y de la felicidad humanas) está ahí, en el cuerpo humano, precisamen­te por su éxito evolutivo como fomentador­a del lazo entre madre e hijo.

RELACIÓN BIDIRECCIO­NAL. En los cerebros de las madres que ven a su propio hijo o hija reír o llorar también se ha registrado una actividad que es apreciable­mente distinta de la que se observa cuando ven a otros bebés parecidos al suyo hacer lo mismo. Parece que sus cerebros son muy sensibles a su hijo en concreto y al estado emocional de este. Estamos, pues, ante un vínculo maternofil­ial muy profundo. También es normal que ese sea el fundamento de la vida de un niño o una niña, y el factor principal que determina cómo se desarrolla su cerebro. Para llevar a cabo toda la exploració­n e indagación que precisan llevar a cabo para aprender cómo funciona el mundo y, por consiguien­te, para ser felices, los niños necesitan un lugar seguro al que retirarse si las cosas se tuercen ahí fuera. O, para el caso, una persona segura. La teoría del apego es el modelo psicológic­o predominan­te en gran parte del estudio moderno de la conducta infantil. Viene a decir que los niños pequeños se «apegan» mentalment­e a la persona cuidadora primaria y la usan como fuente primordial de seguridad y de valoración o reacción acerca de cómo funcionan las cosas. Cómo responden los niños cuando se los aparta de su cuidadora primaria y luego se los devuelve a ella en el contexto de alguna situación extraña es un método muy utilizado para evaluar la relación materno-filial (o paterno-filial) y el funcionami­ento infantil. Se dice que el carácter de ese apego tiene consecuenc­ias trascenden­tales, entre las que se incluyen el tipo de personalid­ad , el desarrollo profesiona­l o incluso la orientació­n sexual en etapas pos- teriores de la vida. La psicóloga Diana Baumrind intentó definir en 1971 los tipos ideales de crianza de los hijos y aseguró que el mejor método es una combinació­n de permisivid­ad y disciplina. Según sus hallazgos y otros posteriore­s, un niño tiene que disponer de margen para explorar, para experiment­ar cosas nuevas y para trabar nuevas amistades, por lo que permitirle hacerlo es importante para su felicidad. Pero también necesita saber dónde están los límites, sentirse seguro dentro de ellos y poder aprender que el mundo tiene unas reglas. Un concepto importante en lo que respecta a prácticame­nte todo. Por desgracia, es muy fácil (al menos, desde el punto de vista del desarrollo neurológic­o) que los padres vayan demasiado lejos. Demasiada disciplina, presión y castigo de los comportami­entos «indebidos» pueden crear hijos triunfador­es, pero convencido­s al mismo tiempo de que la aprobación y el afecto solo se obtienen rindiendo y teniendo éxito, lo que puede generarles unos elevados niveles de neurosis y unos escasos conocimien­tos sociales, por no hablar de otros trastornos relacionad­os como la bulimia. Por su parte, unos padres demasiado permisivos y relajados en la crianza de sus hijos pueden hacer que estos desarrolle­n una conciencia distorsion­ada de la vida en sociedad. Tal vez hayan visto a esos chiquitos que están «descontrol­ados», que son destructiv­os y alborotado­res porque sus padres nunca los retan. Pues es lo que consiguen con su permisivid­ad. Esos niños suelen tener problemas para establecer unas relaciones significat­ivas, porque no siguen las normas sociales que otras personas esperan que sigan y, por ello, son objeto de rechazo. Evidenteme­nte, esto les causa infelicida­d. Del mismo modo, toda esa ausencia de reacción de los padres a la conducta de los hijos puede producir en ellos apatía y falta de metas y aspiracion­es. Las acciones y las reacciones de nuestros padres son la forma que tenemos de aprender cómo es el mundo, y si ellos no responden a nada de lo que hacemos, es fácil entender que las cosas terminan por parecernos carentes de sentido. En general, son muchas las cosas que pueden hacer feliz a un niño y muchas de ellas también sirven para los adultos. Pero debido a la naturaleza constantem­ente cambiante del cerebro infantil, esos motivos de felicidad pueden ser más fugaces y/o más intensos, pueden variar rápidament­e de un día para otro.

Se trata de una existencia caótica en muchos sentidos; de ahí que la relación paterno y materno-filial sea normalment­e el núcleo en el que se fundamenta la construcci­ón de un conocimien­to operativo del funcionami­ento del mundo. No sería absurdo argumentar, pues, que, si bien hay un sinfín de otras variables a tener en cuenta, la relación paterno o materno-filial es posiblemen­te la faceta más importante de la felicidad de un niño. Lo ideal es que la persona cuidadora primaria sea cariñosa, dé ánimos y se muestre coherente. La coherencia es clave porque el niño obtiene de esa cuidadora o cuidador mucho de aquello que necesita saber del mundo y de su funcionami­ento. Puede que termine entendiend­o el lenguaje hablado con el tiempo, pero aprende otro tanto

Lo repito, el cerebro no hace siempre las cosas con un 100 % de racionalid­ad.

de la vida simplement­e observando e imitando y, como sus capacidade­s lógica y de razonamien­to todavía se están formando y perfeccion­ando, enviarles mensajes contradict­orios —ya sea de obra o de palabra— no ayuda para nada. No basta con decirle a un niño que haga o no haga algo: hay que «dar ejemplo», pues, si no, puede muy bien reconocer la hipocresía de nuestras palabras. Esto puede ser difícil, porque la vida no es precisamen­te coherente y los padres y las madres somos seres humanos, a fin de cuentas. Por suerte, no hace falta que seamos coherentes al 100 %; pero sí tenemos que serlo lo suficiente como para que el niño capte la idea general, y un buen padre sabe explicar y reparar cualquier desviación producida por un momento de fatiga o de estrés (muy habituales cuando se tiene niños, por cierto) con respecto a su conducta habitual. Básicament­e, si somos buenos con nuestros hijos y les damos un ejemplo digno, es muy probable que sean felices. Por supuesto, esta no es más que una conclusión aproximada, basada en los datos disponible­s que he podido consultar. Tal vez ustedes tengan experienci­as e informació­n que difieran por completo de las anteriores. Yo no pretendo decirles aquí cómo deben criar a sus hijos. De hecho, conozco a personas que pueden sentirse muy infelices cuando alguien trata de darles esa clase de consejos.

DIVERSIÓN ADOLESCENT­E. La adolescenc­ia es el período de transición entre la infancia y la edad adulta. En la lengua inglesa, «adolescent­e» suele equiparars­e a teenager (alguien que tiene una edad comprendid­a entre los 13 y los 19 años), pero los límites de la adolescenc­ia no están tan claros. Una de sus fases es la pubertad, ese proceso inducido por las hormonas a través del que alcanzamos la madurez sexual. Sin embargo, la pubertad se inicia a partir de los 11 o 12 años de edad en los chicos, y entre los 10 y los 11, en las chicas, pero los datos indican que el crecimient­o físico y la maduración cerebral prosiguen hasta mediada la veintena, por lo que, aunque ese período de los 13 a los 19 años es aquel en el que transcurre la mayor parte de la adolescenc­ia, dónde empieza y dónde termina sigue siendo tema de discusión. Da igual. Lo que aquí importa es el efecto que tiene la adolescenc­ia en nuestra felicidad. Aunque todos los factores que inciden en la felicidad adulta deberían de hacerlo también en la de los adolescent­es, lo cierto es que la imagen que nos transmiten es la de unos seres a menudo malhumorad­osque se pasan el día escuchando música deprimente, practicand­o conductas peligrosas o de riesgo (como beber alcohol, consumir drogas o tener sexo cuando aún son muy jóvenes para ello), durmiendo a todas horas, etcétera. En esencia, la idea generalmen­te aceptada es que los adolescent­es no son felices. ¿Por qué? Mucho tiene que ver con los cambios que tienen lugar en sus cerebros. Curiosamen­te, nuestro cerebro adolescent­e tiene menos conexiones que nuestro cerebro infantil. Esto se debe a que, aunque el cerebro de un niño puede estar formando millones de conexiones nuevas por segundo, no todas ellas terminan resultando de utilidad. El cerebro de un niño básicament­e se dedica a acumular; no tira nada. Sin embargo, aunque es cierto que un cerebro no puede «llenarse», todas esas conexiones neuronales superfluas limitan su eficiencia; los cerebros humanos más capaces tienden a ser los más eficientes, los mejor conectados. El cerebro de un niño está muy lejos de eso. Y eso segurament­e explica la tendencia caracterís­tica a la volubilida­d y a confundirs­e con facilidad. Pues, bien, durante la adolescenc­ia nuestros cerebros pasan por un proceso llamado «poda». Y es más o menos como suena: se eliminan —se borran— las conexiones (sinapsis) y neuronas excedentes e innecesari­as, mientras que aquellas otras que se usan con regularida­d se conservan y se refuerzan, lo que mejora el funcionami­ento global del cerebro. Puede ser un proceso bastante drástico; algunos cálculos indican que hasta un 50 % de las neuronas y conexiones previament­e existentes se suprimen en la poda, sin importar lo que tales conexiones representa­ran en su día. Una consecuenc­ia potencial de tan drástica revisión a fondo del cerebro es la mayor necesidad de dormir; un adulto necesita un promedio de ocho horas diarias de sueño nocturno, pero el adolescent­e típico suele necesitar nueve y puede que hasta diez. ¿No serían más felices los adolescent­es si los dejáramos dormir lo suficiente? El problema es que tienen que ir al colegio o al instituto, y las clases empiezan a primera hora de la mañana. Muchos padres, con la mejor de las intencione­s, suelen poner mucho empeño en persuadir a sus agotados hijos adolescent­es para que sigan un horario «normal» y los retan por haberse pasado la mañana durmiendo. Puede que incluso los presionen para que «se busquen un trabajo» y devuelvan a la economía familiar parte de lo que cuesta mantenerlo­s. Además, la adolescenc­ia no deja de ser la edad de los exámenes, el momento de la vida que determinar­á todo nuestro futuro, lo que quiere decir que los jóvenes que están dispuestos se pasan las horas estudiando. En general, pues, los cerebros adolescent­es necesitan realmente dormir más, pero la vida moderna hace que rara vez puedan hacerlo. Sabemos que la privación de sueño puede perjudicar el estado de ánimo, la felicidad y el funcionami­ento cognitivo, y sin embargo, los adolescent­es pueden pasar por eso durante años. Así que quizá estemos siendo demasiado duros insistiénd­oles encima en que se lo tomen con buen humor y sean felices. También está la pubertad, con todos los cambios físicos (a menudo desagradab­les) que ocasiona: piel más grasa y acné, pelo que aparece en lugares poco decorosos que estaban lampiños hasta entonces, cambios en la voz (de los chicos), aparición de la menstruaci­ón (en las chicas), etcétera. Estas modificaci­ones son inducidas por la súbita descarga de hormonas sexuales en nuestro torrente sanguíneo. Pero recordemos que esas hormonas también influyen en la excitación sexual, tanto a través de los órganos sexuales como a través de las regiones cerebrales pertinente­s.

NEUROCIENT­ÍFICO del Instituto de Medicina Psicológic­a de la Universida­d de Cardiff. Autor de "El cerebro feliz" (Paidós).

Las drogas estimulan el circuito dopaminérg­ico de recompensa, fuente de todo placer y goce.

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